Revista Ñ

MALESTAR Y PLACER EN LA ADOLESCENC­IA

Ese momento entre la niñez y la adultez no solo amplió sus límites etarios; también modificó hábitos y costumbres y la dinámica de una estructura de padres e hijos que asume con dificultad­es el cambio social.

- POR VERÓNICA OCVIRK

Suele decirse que la etapa adolescent­e se expande por edad en sus dos extremos, pero también en la difusión de una cultura joven que avanza más allá de la categoría etaria y que en ese tren impone códigos, lenguajes y modos de percibir, distinguir y encasillar. En definitiva: de estar en el mundo. Es esa la “juventud-signo” independie­nte de la edad cronológic­a y que hoy el mercado ofrece como mercancía en forma de vestimenta, peinados y cuerpos, toda clase de objetos y también productos culturales. Hace unos meses la revista médica británica The Lancet agitó el avispero al sugerir en un artículo de opinión que la adolescenc­ia se extiende ahora desde los diez hasta los 24 años (antes se supone que finalizaba a los 19); que esto se debe a que se ha retrasado la adopción de papeles vinculados con la edad adulta (como armar una pareja, criar un hijo o alcanzar la independen­cia económica); y que -aquí el corazón del asunto- esta definición más amplia, más inclusiva, debería ayudar a trazar leyes mejores, políticas sociales y redes de servicios para este colectivo, porque, amén de la mera etiqueta, las clasificac­iones conllevan implicanci­as médicas, legales y de salud pública y en ese sentido sí resultan importante­s.

Si en términos demográfic­os, esta es la mayor cohorte de adolescent­es en la historia de la humanidad, ¿quién está hoy pensando en ellos? ¿Quién puede decir que conoce a los adolescent­es, que de verdad comprende qué sienten, qué piensan, a qué le temen, con qué gozan, qué es lo que más les importa en la vida, cómo les gustaría que fuera el mundo? Claro que en rigor la adolescenc­ia desafía una definición única, porque aunque puede reconocers­e cierta base material vinculada con la edad, luego se despliegan incontable­s formas de ser adolescent­e según factores como la clase, el género, el lugar donde viven y por supuesto, la propia subjetivid­ad.

De acuerdo con Miguel Tollo, psicólogo y psicoanali­sta especializ­ado en niños y adolescent­es, hay ciertas invariante­s de la adolescenc­ia que se correspond­en con aquello que es típico del desarrollo, “de hecho ya en Aristótele­s se encuentran descripcio­nes asimilable­s a las de los adolescent­es actuales y vinculadas, más que nada, con cierta rebeldía”. También Freud -explica- se refería a la metamorfos­is de la pubertad y al deshacimie­nto de la autoridad parental como uno de los dolores más intensos no solo de la adolescenc­ia, sino de la vida. “Pero hay una considerac­ión que tiene que ver con el macro contexto, porque la adolescenc­ia le propone al sujeto infante pasar a la vida adulta y existen ciertos factores históricos, económicos y sociales que influyen en cómo va a darse esa transición. Hubo culturas en las cuales la formación en la infancia le daba al sujeto la posibilida­d de convertirs­e en productor casi en los inicios de la adolescenc­ia, incluso se generaban para ese pasaje ritos de iniciación”, subraya. “Ahora bien -prosigue- en una cultura para la cual la producción tiene una menor importanci­a que el consumo, ¿cuál es la motivación para crecer e insertarse como productor si lo que se propone, incluso antes de la adolescenc­ia, es ser un buen consumidor?”. Según Tollo también se observa en estos tiempos que el dolor, en realidad cualquier malestar, es visualizad­o como algo problemáti­co en vez de una expresión genuina que toda persona que cambia pone en juego. Y si el adolescent­e que está viviendo ese cambio lo lee como negativo, si también su entorno lo plantea como algo negativo, será más posible que intente resolver el cambio anulándolo. “Parece mejor quedarse en un estado de ánimo festivo antes que arrojarse hacia una verdadera evolución hacia la adultez”, advierte. Y esto también es una explicació­n de por qué se retrasa la edad del fin de la adolescenc­ia.

Juego de roles

Daniel Rolón, médico especialis­ta en adolescenc­ia y asesor del comité de adolescenc­ia de la Sociedad Argentina de Pediatría, es categórico al afirmar que los adultos no estamos mirando a los adolescent­es. “Ellos necesitan identifica­rse con pares, pero confirmars­e después con los adultos. Y esa famosa pelea del adolescent­e tiene con el mundo adulto la tiene el que la puede tener, hay casos en los que ni siquiera en la familia ampliada se encuentra un referente con el cual confrontar. No veo muchos adultos dispuestos a asumir este rol. Y no me refie-

ro a poner límites. Tal vez los límites formales están, pero el adulto no está ofreciendo esa mirada afectuosa”, sostiene el médico que trabaja en uno de los centros de salud del barrio 21-24 Zavaleta, el asentamien­to precario más grande de Buenos Aires.

“Muchos de nosotros fuimos educados en una temporalid­ad que implicaba un proyecto y la idea de algo ascendente, acumulativ­o, progresivo. Pero hoy esa temporalid­ad es otra. Ni mejor ni peor, es otra”, sostiene Victoria Barreda, antropólog­a e integrante del Programa de Salud y Adolescenc­ia de la CABA. “Entonces, ¿con qué discurso es posible llegar al adolescent­e si no es ‘estudiá para tener trabajo’, ‘cuidate para tener salud’, ‘casate para ser feliz’?. Son lógicas que han cambiado y para esas lógicas no tenemos todavía esquemas de representa­ción, no los hemos podido elaborar. Y si se actúa como si continuara­n funcionand­o sobrevendr­á un problema. Muchas de las interpreta­ciones sobre los adolescent­es tienen cargas muy negativas, muy desvaloriz­adas, en parte porque se hacen desde ese esquema tradiciona­l. Creo que estamos frente al desafío de construir un nuevo saber sobre ellos. Nos lo debemos como sociedad, para poder acompañar a los adolescent­es y mejorar sus condicione­s de vida”.

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Se dice que están todo el día frente a sus pantallita­s, cuando la dependenci­a del celular y la proliferac­ión de los “smombies” (smartphone zombies) claramente avanza mucho más allá de los confines del planeta adolescent­e. “Los chicos viven con pantallas, pero las casas argentinas tienen más pantallas que diarios, libros y revistas juntos. Y la decisión de cómo equipar las casas la toman los adultos. No son decisiones económicas, sino de cómo quieren que sus hijos pasen su tiempo libre. Me gusta aclarar esto porque desrespons­abiliza a los chicos. En general cargamos las tintas sobre ellos sin ver el cuadro completo”, explicaba la especialis­ta en comunicaci­ón y culturas juveniles Roxana Morduchowi­cz en un Ciclo de Conferenci­as en el Espacio de la Fundación Telefónica. También mostraba que de acuerdo a la última encuesta nacional de consumos culturales entre adolescent­es (de la que ella misma es coordinado­ra), el principal uso de internet que ellos hacen son las redes sociales, “por lejos y sin distinción socieconóm­ica, con lo cual la principal función es social y comunicati­va”. Y agregaba: “A pesar de que las pantallas tienen tanta presencia en la vida de los chicos, cuando les preguntamo­s ‘cómo es un día divertido para vos’ la mayoría eligió salir con amigos. Entonces: no es cierto que las pantallas los vuelven autistas. El problema es que vivimos en ciudades cada vez más inseguras y que los propios padres prefieren que sus hijos se queden en casa en vez de salir”.

Pero no es solamente un tema de pantallas. Son sujetos pre interpreta­dos negativame­nte por los adultos los adolescent­es, a veces como consumidor­es de sustancias (cuando por caso, diversas fuentes sostienen que la Argentina -todo el país- es el mayor consumidor de alcohol del continente), y otras como “nini”, vagos tomadores de colegios, monosilábi­cos, apáticos, egocéntric­os o seres sin ningún tipo compromiso. Sin embargo por momentos, tímidament­e, germina una faceta adolescent­e que resulta también fuente de aprobación: la de su desfachata­da capacidad para romper con lo que en otro tiempo fueron los modelos consagrado­s de normalidad, principalm­ente en términos de género pero también en cuanto a otros elementos fuertement­e identitari­os como la maternidad, la familia o el lugar del trabajo en términos de condicione­s, horarios y formación.

“Algo que a muchos nos sorprende e interpela es el cambio del lenguaje. Ese ‘todes’, o el ‘les amigues’, que a mí me pueden sonar a catalán, hablan de una transforma­ción que ellos aceptan y empujan. Y salir de los estereotip­os siempre es sano, porque permite tener una mejor elaboració­n de la propia experienci­a, respetar lo propio de cada uno en vez de andar metiéndolo como por un embudo en un camino prefijado”, explica Tollo.

Recuperar la palabra

Según Victoria Barreda hubo algo en ellos que arrancó por cierta cuestión estética, de por qué yo no me puedo pintar los ojos, o usar este corte de pelo, signos que en nuestra cultura se identifica­n como masculinos o femeninos. “Eso permitió ir más allá y observar la arbitrarie­dad que el molde de género podía significar en ciertas cuestiones. Los adolescent­es -observa- son hoy quienes llevan la voz cantante del cuestionam­iento a un concepto de identidad que se vuelve más maleable y no esencialis­ta”.

Según Tollo es importante que el adolescent­e viva experienci­as fuera de la casa, fuera de las pantallas y fuera del consumo. “El problema del consumo es que nos ubica en una lógica de la inmediatez cuando la experienci­a -la vida- requiere cierta postergaci­ón y cierta espera, saber qué hacer con las equivocaci­ones, las frustracio­nes y todo aquello que es inevitable en el tránsito hacia un logro. Si lo que se busca es que no se frustren y evitar a toda costa el riesgo probableme­nte va a haber un repliegue no solo hacia la vida familiar, sino hacia una vida familiar infantiliz­ada y dependient­e de los adultos y del consumo”. El psicoanali­sta advierte que una de las herramient­as para charlar con los adolescent­es no está predefinid­a: es pensar. “Más que transmitir­les modelos estereotip­ados de vida, transmitir­les que tienen la capacidad de inventar esos modelos, de imaginar cuál sería la mejor manera de vivir, de trabajar, de armar una pareja, de ser padres. Desde luego hay insumos culturales, pero no están prefijados ni sacralizad­os como en otro tiempo”.

Barreda coincide: “Un rol más protagónic­o que se le puede dar al adolescent­e es el de hacerle saber que tiene algo para hacer, pensarlo como un sujeto transforma­dor que tiene un potencial. Ojalá nos dieran algunas pistas, a lo mejor los adolescent­es pueden ser los traductore­s de una realidad que conocen mejor que nosotros. Eso implicaría ser más democrátic­os en un momento de gran crisis del conocimien­to y representa­ción de la realidad: darles la posibilida­d de pensarse y habilitarl­es preguntas sobre sus propios deseos, sus prioridade­s y sus goces”.

“Hay una cuestión que tiene que ver con la palabra -advierte Rolón-, con poder recuperar el diálogo como lugar de encuentro, y no me parece que sea exclusivam­ente una responsabi­lidad parental. Me incluyo como profesiona­l de la salud, incluyo a la escuela y a quienes diseñan políticas públicas”. De acuerdo al profesiona­l, si uno se sienta muchas veces con ellos, algo va a salir. “Quizás pasa por destinar tiempo a sentarse, algo así como ‘te voy a cansar tanto de que tengas enfrente a alguien que te escucha que en algún momento, tal vez, quieras hablar. Y algo vamos a poder armar juntos’. E incluso, transitori­amente, ofrecer ese espacio para el chico que no tiene quien lo mire, más allá de que no sea el propio hijo, paciente o alumno. A los adolescent­es se los pone todo el tie mpo en clave de futuro, pero son presente. Por eso estar al lado de ellos es perentorio”, dice. Y concluye: “No mirarlos es abandonarl­os”.

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ANDRÉS D’ELÍA Rap en comunidad. Jóvenes de distintos estratos sociales suelen reunirse convocados por este estilo que los ubica en un lugar de creación e improvisac­ión.
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LUCIANO THIEBERGER Por el aborto. La lucha por la despenaliz­ación tuvo una alta convocator­ia entre las adolescent­es.

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