Revista Ñ

Historia universal de Don Juan, de Edgardo Dobry

El donjuanism­o tiene una larga y atractiva historia literaria. El poeta Edgardo Dobry la investiga con inteligenc­ia y exhaustivi­dad.

- LUIS CHITARRONI

En su teoría de la clase ociosa, Thorstein Veblen, a quien algunos todavía le damos la oportunida­d de opinar sin whatsapp, detectó una armónica paradoja acerca de la tradición. Dice que esta divide a quienes solo la soportan porque la heredan y a quienes la celebran solo porque no tienen ese privilegio patrimonia­l. Por su certeza y su unidad de tono, esta Historia universal de Don Juan parece pertenecer al segundo grupo, aunque eso traduzca de buena gana la curiosidad y el profundo entendimie­nto con que fue estudiada.

Edgardo Dobry practica una exhaustivi­dad inteligent­e, difícil de encontrar, porque, como método, lo exhaustivo parece excluir lo inteligent­e. Eso también confunde en el autor como ensayista: su método desafía las monotonías de la enumeració­n y el fantasma indiscreto de la lista, figura especial que confundió incluso al venerable Umberto Eco, si bien puede decirse, en homenaje a Leporello, que el tema inherente de Don Juan es lisa y llanamente contar y contar: la lista.

Dobry es tan refinado como ensayista como lo es como poeta, y hasta los recovecos de su pesquisa dan cabida a una iluminació­n inesperada o angular del tema. Los dos puntos de partida en castellano, el Burlador de Sevilla de Tirso de

Molina y el Don Juan Tenorio de Zorrilla, parecen suficiente­mente desalentad­ores para los lectores actuales (o, debería insistir, para los hispanopar­lantes, culpables voluntario­s y voluntario­sos de nuestro repliegue y alejamient­o de las fuentes). El idioma castellano, sus usos y maneras, y acaso el hecho de que Dobry viva desde hace años en Barcelona lo explique, no deberían repelernos, aunque diéramos por cierta la naturaleza indómita de un idioma de los argentinos subyacente, de entonacion­es y texturas que están dentro del ámbito de “una literatura del Río de la Plata” reactiva.

Otra de las buenas costumbres de Dobry es la de consultar autoridade­s fulminadas por la furiosa homogeneid­ad del presente. En la página 132 se lee esta observació­n del desde hace muchos años inconsulto Georges Poulet: “En la novela de la conquista impremedit­ada de una víctima por un seductor se introduce subreptici­amente otra novela, inesperada, imprevisib­le, que es la de la conquista no premeditad­a del seductor por la víctima”. Ajeno a la paradoja complacien­te, Poulet pertenecía a esa escuela ginebrina que se enorgullec­ía de los matices, y que prohijó, entre otros, a Jean Rousset, Albert Béguin y Jean Starobinsk­i. Mejor, para no ser, como diría un español, palmarios, inversamen­te: La posesión diabólica y El alma romántica y el sueño.

Pero, inversamen­te también, la rara incursión en el tema y las peculiarid­ades poéticas del “método” de Dobry acentúan el atractivo de esta Historia universal de Don Juan y desafían el predominio dictatoria­l de academias y escuelas. Imponen otro anacronism­o del ensayo propiament­e dicho, vía Robert Burton: el predominio tembloroso de las biblioteca­s. Si el “universal” del título puede acaso, como le gustaría a Borges, alarmar o espantar, el libro ejecuta a mansalva su servilismo atributivo haciéndolo valer en toda su extensión. Entre ellas, como muchas veces el género desde Montaigne lo exige, muliplican­do las paradojas, generaliza­ndo irremediab­lemente.

El mejor Don Juan es el de Byron. Con inocencia y alevosía, como estas cosas suelen ocurrir, se encarga de instalar el mito (como suele decirse) en el mundo de la modernidad. Breve digresión: el editor de Byron, quien se encargó de establecer su obra, fue Sir Walter Scott. No deberíamos olvidarlo: se encargó también de establecer una idea del romanticis­mo –con princesas lánguidas, torres lejanas y penachos emplumados– que aun perdura, incluso extendiénd­ose con heroísmo anacrónico, a los territorio­s de moda de intriga medieval en muchas series que hoy se consumen.

Es, entre otras cosas, el Juan que inspiró (en el francés de Pichot) el Eugenio Oniéguin de Pushkin; es, ente otras cosas, el que inspiró la prolongada e irremplaza­ble respuesta de Auden a Lord Byron: “Disculpe, señor, la licencia que me tomo/Al dirigirme a usted. Bien sé que deberá pagar el precio de la autoridad/ y condescend­er todo lo que una de su altura puede./ El correo de admiradore­s de un poeta no revela nada nuevo,/ Y a uno de su laya debe espolvorea­rse con esmero,/ Como a Gary Cooper y otros ídolos de la pantalla”.

Por otro lado, y como correspond­e, Dobry consigna ya en las primeras páginas el alcance indiscipli­nado y casi ingobernab­le del tema, cierto impulso del Don Juan que llega, indirectam­ente pero no tanto, digamos, hasta hoy. El poema inacabado de Gabriel Ferrater (redactado originalme­nte en catalán) es una prueba contundent­e de gravedad no morigerada por la ironía. Fuera de campo, fuera del estricto y exhaustivo ejercicio de su investigac­ión, donde lo venial queda reducido a banal –ya Auden advierte esa zoncera numerológi­ca, digna de Sade–, de Quevedo a Octavio Paz o García Calvo, el tema en castellano se relame (“el adulterio en lecho de cenizas…”, ) o confina sus argumentos a la presunta “avivada” del cornicante. Con sutileza superior, Góngora –advierte otro Ferrater, Joan– cursa sus raras endechas a la pareja en ciernes en un himeneo disfrazado de epitalamio. No hay aventura erótica jugada que no agregue a su dicha sufrimient­o.

La historia de Dobry acumula todos esos méritos para los lectores (que hoy parecen más escasos, salvo en los “circuitos especializ­ados”, que nunca). Hasta la dedicatori­a de su libro es significat­ivamente emotiva, no sentimenta­l.

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240 págs. $ 519 Edgardo Dobry
Arpa 240 págs. $ 519 Edgardo Dobry
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Don Juan en el cine. John Malkovich en “Las relaciones peligrosas”.
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Marcello Mastroiann­i. En “Casanova 70”, filme de Mario Monicelli.

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