Por un lugar en el canon nacional
El nombre de Abelardo Castillo yo lo escuché por primera vez en mi casa paterna en Bahía Blanca. Mis papás recibían la revista El escarabajo de oro durante la época de la dictadura de Onganía. Yo siempre me acuerdo de tres cosas de esa revista: una era el epígrafe, una frase de Nietzsche que me resultaba muy impresionante: “Di tu palabra y rómpete”; la segunda era una sección de epitafios donde ellos se burlaban de autores de una generación o dos más arriba, imaginaban pequeños versos que figurarían en las lápidas de esos escritores, algunos muy graciosos; lo tercero que recuerdo es un editorial que había escrito Abelardo –que creo que fue el primer texto que leí de él–, muy aguerrido, que terminaba con una frase en la que decía algo así como que el día de mañana, cuando sus hijos les preguntaran qué habían hecho durante la dictadura, ellos podrían decir: “esto hacíamos: esta revista”.
A través de esa revista que leí en mi adolescencia seguía una serie de temas que se discutían en mi casa, temas que tenían que ver con la militancia política, con el compromiso político, con las discusiones sobre la famosa polémica entre Sartre y Camus, el existencialismo, es decir: cierta agenda de la década del 60 donde gran parte de los escritores tenían, además de su literatura, una militancia cultural o incluso partidaria.
Otra cuestión que me llamó la atención y me interesó de la figura de Abelardo fue que, a pesar de que tenía ese pensamiento político de izquierda marxista, no creía necesario que se reflejara en su obra de ficción. Esa es una postura que siempre he compartido, desde el punto de vista estético. Es decir, no hay por qué ligar la obra literaria con el pensamiento político o filosófico; para mí la literatura tiene mucho más que ver con ficciones desplazadas, a veces atemporales y con mundos relativamente autónomos de lo real. No es que lo otro esté negado en su obra; por supuesto que en novelas de largo aliento aparecen lecturas políticas de la realidad, personajes que hacen referencia a la política, pero no es el énfasis principal. Y él además ha escrito literatura fantástica a lo largo de toda su obra, sobre todo en sus ficciones cortas, de manera que ese es otro aspecto no tan común en esa época y que yo rescataría.
Creo que lo pudo desarrollar porque nunca fue un militante adscripto a una corriente partidaria. Eso le daba cierta
libertad individual. No sentía esa obligación que quizás muchos sintieron en la época de mirar la realidad de determinada manera y dar testimonio de determinadas cuestiones, la imantación tan poderosa de lo político en esa generación.
Conocí personalmente a Abelardo mucho después, cuando me vine a vivir a Buenos Aires, a los veintidós. Y a los veintitrés quise participar de su taller. En ese momento él no quería o no podía ampliar su grupo y me derivó al taller de Liliana Heker. De hecho, conocí a Abelardo en una reunión de las que se organizaban en la casa de Heker, con motivo de un premio o la presentación de una novela. Para esa época yo había leído sus libros de cuentos: Cuentos crueles, Las otras puertas. Para mí también era una referencia como escritor de cuentos. Eso está más o menos condensado en un libro mío, La mujer del maestro. Si bien no tiene que ver con el Abelardo real, hay algo en el modo de hablar de un personaje de esa novela, el escritor Jordán, que evoca cierta forma estentórea que tenía Abelardo de dirigir el coro de sus acólitos y de imponer su forma de ver las cosas, su humor, sus anécdotas. Es algo muy característico de él.
Me acuerdo de haberlo visitado una vez a su casa. En ese momento tenía en la máquina de escribir una página de Crónica de un iniciado, y me señaló, sobre esa página, algo sobre la velocidad y la puntuación. La puntuación como manera de dar, quitar o restar velocidad a las frases. Era una lección típica de Abelardo que también circulaba en esa época: la forma y la utilización de las comas en cuanto a la velocidad de la frase. A mí me daba mucha curiosidad esa novela, de la que había entrevisto esa página, porque se había convertido casi en una leyenda por el tiempo que llevaba Abelardo escribiéndola.
Crónica de un iniciado me parece una novela muy importante, que en su momento no tuvo la repercusión que merecía. Es una novela que de algún modo sintetiza una cantidad de temas que fueron decisivos en una época. En Abelardo hay una vertiente religiosa o mística muy nítida que aquí también se pone en escena, y que es parte de una tradición argentina, de Arlt, Marechal y Sabato, vía Dostoievski. Todos estos nombres resuenan en la obra de Abelardo. Pero cuando aparece esta novela, esa clase de temas estaban siendo dejados de lado, puestos en duda, puestos en burla en cierto sentido, por las corrientes del postmodernismo y por otros modos de percibir o valorar la literatura que se consideraban como más novedosos, atractivos. Crónica de un iniciado es una obra cumbre tanto de él en cuanto al trabajo, como de una tradición que él sintetiza: por un lado la corriente arltiana, pero también el modo cortazariano, un modo que él también hizo propio.
Tiene esta característica, que es un sello también en la narrativa novelística de Abelardo: tratar un tema serio, “alto”, y encontrar inmediatamente un matiz, una variante de tipo irónica, sarcástica o burlona para bajarlo. Él encuentra siempre una manera de bajar a través de lo coloquial. Por ejemplo, cuando habla con el diablo, y el diablo le dice “ahijadito”; siempre tiene ese modo burlón. Otro ejemplo es cuando el narrador está en una conferencia y se le aparece la voz del diablo que le dice: “Escuchame a mí. Esto es esto. Una interpolación intempestiva. Una charla conmigo debajo de tu charla con ellos. O mejor, un pequeño fragmento previo a las superaciones brillantes, que aunque te hagas el loco, sé que te fascina”. Aunque te hagas el loco: esa mezcla es típica. Pero la parte que lo distingue a él como autor es que no reniega de esos grandes temas. En ese sentido Abelardo trata de hacer una síntesis de varias corrientes de la literatura argentina. Fundamentalmente de Arlt y de temas sartreanos o la herencia de Nietzsche que aparece también en sus cuentos.
“Patrón”, por ejemplo, es un cuento perfecto. Hay una lección muy famosa de Abelardo en ese cuento: él tenía que retratar el habla campera, pero no quería que se contaminara todo el cuento de palabras de campo, de una manera grotesca. ¿Cómo dar entonces el tono coloquial sin recurrir a esa cantidad de palabras típicas que suelen aparecer en los relatos camperos? El decidió hacer una primera contracción al principio del cuento: “tas preñada” (en vez de “estás preñada”) y un “usté” en vez de “usted” y eso fue todo, pero con eso alcanza para que uno siga escuchando a los personajes a lo largo de la historia dentro de ese registro sin necesidad de martillar en cada caso con modismos.
Otro, el más emblemático de Abelardo, es “La madre de Ernesto”, un cuento extraordinario. Me gusta mucho también “La cuestión de la dama en el Max Lange”, un cuento muy bueno que se parece a los cuentos policiales que pudo haber escrito Walsh en su época previa a la crónica política. También me impresionó mucho “Hernán”. Y “Conejo” es también un cuento imborrable, una lección sobre la voz infantil. Como cuentista, Abelardo tiene una variedad muy amplia de registros. Siempre se ve mucho esa minuciosidad, esa búsqueda adjetivo por adjetivo, el trabajo de hormiga propio del oficio.
A Abelardo Castillo no le dieron el lugar dentro del canon académico que se merece. Con él hubo algo un poco ensañado, justamente porque quedó como el último representante de una corriente que se trataba de dejar de lado, a favor de otras formas de ver la literatura. Yo creo que a Abelardo se lo respeta mucho en general en los círculos literarios, pero no creo que se lo haya estudiado con la profundidad, o la insistencia, con la que se ha estudiado a otros autores de su misma generación.