Nuevas imágenes para un orden nuevo
Lissitzky, Popova y Tatlin fueron solo algunos de los artistas que dieron un giro radical al arte y lo vincularon con el mensaje y la propaganda. Emblema de ese cambio es el afiche de 1924 “Campaña libros”, de Ródchenko y Stepanova, que acompaña este núme
Mucho antes de que los bolcheviques tomaran por asalto el Palacio de Invierno, las vanguardias rusas habían tomado por asalto el arte moderno reorientándolo hacia lo que entendían la imprescindible utopía del Futuro. El punto de partida pudo haber sido el encuentro con las teorías del futurismo italiano según las formuló Marinetti, que en 1913 dieron lugar al Manifiesto Rayonista con Larionov y Natalia Gontcharova como primeros impulsores. También la temprana relación que los artistas y coleccionistas rusos mantuvieron con el cubismo francés y dio lugar al cubofuturismo, de donde surgieron muchas de las ideas que alimentaron el Constructivismo ruso y el Suprematismo de Malévich y seguidores. Quienes hayan visitado el año pasado la exhibición de este artista en la Fundación Proa quizás tengan presente la línea de tiempo con muchas de las estaciones precedentes de ese itinerario de irrupciones vanguardistas que caracterizó a este período como una de las mayores aventuras del siglo XX. Momento único que no sólo nucleó figuras como Malévich, Lissitzky, Tatlin y Rodchenko, sino un impresionante conjunto de mujeres en el que se destacaron Alexandra Dexter, Liubov Popova, Xenia Ender, Olga Rozanova, Natalia Jureva, Varvara Stepanova y la ya mencionada Gontcharova.
Dentro de una cabalgata de experiencias que irrumpían cada vez más radicalizadas, es imposible no mencionar aquella escenografía que Malévich diseñó para la ópera futurista Victoria sobre el Sol, de 1913. Allí apareció por primera vez el “Cuadrado negro” como telón de fondo. En esa imagen rotunda el artista vio “el germen de todas las posibilidades, llamado a alcanzar una fuerza energética gigan- tesca” que dos años más tarde derivó en la Ultima exhibición futurista. En ella hizo su aparición el “arte no-objetivo revolucionario” como un cierre de ciclo que daba comienzo a la era Suprematista. Un ámbito de aspiraciones absolutas en el terreno de la forma, el color y la línea que eran expresadas por determinadas figuras geométricas.
“El Futuro es nuestro único objetivo”, proclamó Malévich y alrededor de esta aspiración se sumaron El Lissitzky, Liubov Popova y Alexandre Ródchenko, todos artistas que acabaron en coincidir en la negación de la pintura por considerarla un arte burgués...
Por primera vez en la historia moderna los acontecimientos de octubre de 1917 desafiaron a la vanguardia política y artística a converger en un horizonte común. Si la revolución política se dio como objetivo la construcción de una nueva sociedad, la vanguardia artística se comprometió con una nueva visión que no sólo era pensada como un nuevo modo de ver sino de construir el mundo en asociación con la producción y la técnica, dos dimensiones fundamentales para entender el sentir de este período.
En este clima de aceleración revolucionaria, un decreto del propio Lenin impulsó en 1918 un Programa del Arte que redefinía la función del arte en el socialismo. Surgen los SVOMAS, los VKHUTEMAS y otros tantos talleres, catalizadores del enorme entusiasmo que se deslizaba en acalorados debates y nuevos métodos de aprendizaje. La mayoría de ellos atravesados por dos interrogantes de urgencia inédita: ¿qué hacer para servir a la Revolución?, ¿sería el arte capaz de transformar a la sociedad, en la magnitud que las circunstancias lo exigían? Tatlin, Malévich, Marc Chagall, Popova, Varvara Stepanova, Rodchenko y El Lissitzky participaron activamente de las enseñanzas y discusiones que alentaron estas instituciones. De todas, los VKHUTEMAS (Talleres Superiores Artísticos y Técnicos del Estado) sobresalieron por su acción revolucionaria en el campo del diseño gráfico, industrial y en la fotografía de vanguardia pero también por sus innovadores métodos de enseñanza. A punto de ser considerados antecedentes con influencia sobre la Bauhaus, la célebre escuela de diseño alemana que cerró el nazismo y por mucho tiempo fue más conocida que ellos en la cultura occidental.
El intercambio con Alemania en los
momentos previos e inmediatamente posteriores a la Revolución fue muy fluido. Así, la técnica del fotomontaje que exploraron los dadaístas berlineses para satirizar la connivencia de la burguesía alemana con el decadente militarismo prusiano –fundamentalmente Georg Grosz y John Heartfield–, fue readaptada a las circunstancias revolucionarias gracias a la impresionante creatividad de Aleksandr Ródchenko. Aplicada al diseño gráfico de afiches, libros y revistas, la noción de ruptura temporal que acompañó a las ideas revolucionarias encontró en la fractura de la imagen propia del fotomontaje su correspondencia formal.
En ese sentido, la publicidad de los actos y medidas revolucionarios se hizo imprescindible. Más aún a medida que las circunstancias históricas se tornaban más complejas y difíciles. Ródchenko diseñó gran cantidad de carteles de propaganda para el nuevo Estado socialista, también para el Partido y para las películas de Vertov y de Eisenstein, como El acorazado Potemkin y Ojo cine.
Ródchenko fue una figura clave en esa instancia; trabajó el diseño en todas sus variantes –industrial, textil y gráfica– pero fue desde esta última que cambió los modos de ver al perseguir una forma audaz y atractiva de trasmitir mensajes. Y en esto fue tan radicalmente eficaz que su influencia aún proyecta en la publicidad y el arte del presente en tanto llegó a acuñar una estética que hoy identifica las formas y acciones revolucionarias de 1917. En ese sentido, no cabe duda de que Rodchenko, como pocos, logró conferir sentido militante al relato innovador del arte moderno.
La primera serie de fotomontajes que realizó se remonta a 1923: once cuadros, basados en el poema Pro Eto (sobre esto), del poeta Vladimir Maiakovski, de quien era muy amigo. Al principio apelaba a variadas combinaciones de tipografías e imágenes que recortaba de revistas. Sin embargo, su afán por buscar ángulos y motivos originales lo llevó a hacer sus propias fotografías. Y es a partir de esa decisión que se disparó la carrera de uno los artistas fundamentales de la fotografía moderna. La estela de influencias que dejó en este campo también es enorme. A punto tal que a la hora de definir características en términos de composición y encuadres, resulta imposible no hacerlo desde el innovador modo que introdujo Ródchenko. Perspectivas aceleradas, puntos de vista altos llamados a abarcar escenas totalizadoras que daban cuenta de la irrupción de las masas en la historia, primerísimos planos de rostros, piezas de máquinas o bien escenas tomadas desde abajo, al ras de la tierra, configuraban sus encuadres absolutamente inéditos. Todos ángulos de un formalismo exquisito que apuntaban, en palabras del artista ruso, a “expandir la conciencia” del ciudadano.
Es difícil encontrar un artista tan proteico como Ródchenko, aun en medio de la efervescencia creativa que caracterizó a los primeros años que sucedieron a la toma del poder en 1917. Antes del rumbo transformador que emprendió en el diseño y en la fotografía, Ródchenko había sido pintor y escultor y, como Malévich, también llevó la pintura a un punto de no retorno. La muestra 5 X 5 = 25, que realizó en Moscú en 1925 para cerrar su ciclo pictórico, es tenida como uno de los antecedentes más tempranos de la pintura monocroma. Punto de partida para una problemática que recién reaparecería varias décadas más tarde en planteos de artistas como Lucio Fontana e Yves Klein hasta Blinky Palermo.
En aquella ocasión Ródchenko presentó un tríptico integrado por una tela azul, otra roja y otra amarilla. “Con esto –dijo– he reducido la pintura a su lógico final. He expuesto tres cuadros en un solo color: uno rojo, uno azul y uno amarillo. Todo ha terminado. Una superficie es una superficie y sobre ella no tiene sentido representación alguna”.
También El Lissistky, que había contribuido desde lo teórico y lo práctico a la difusión de las ideas constructivistas en los VKHUTEMAS, abandonó la pintura para dedicarse por entero a la arquitectura.
Buena parte de la vanguardia soviética renunció así a toda aspiración a un arte “puro” o autónomo tal como había sido reivindicado por los artistas desde los albores de la modernidad.
La era de la autonomía del arte llegaba a su fin. Si bien muchos, como Ródchenko decidieron dejarla de lado y sumarse al proyecto de la vanguardia política, no todos estaban seguros de resignarla por completo. La controversia arreció con los años. Los hermanos Naum y Antoni Pevsner se mantuvieron firmes en la defensa de un arte puro y que se renovaba en la inquietud de sí mismo y finalmente terminaron por irse de Rusia. Los enfrentamientos entre Tatlin y Malévich que venían desde antes de la Revolución se agudizaron por estas mismas cuestiones. Por otro lado, la muerte de Lenin en 1924, como figura clave que alentó con entusiasmo este devenir, hizo que la efervescencia comenzara a extinguirse más rápido de lo esperado. Muchos de los protagonistas padecieron las purgas estalinistas y otros fueron condenados a desdecirse de sus principios en la intimidad.
Con todo, visto desde hoy el valor de evocar ese momento como tantas otras revoluciones –dirían Deleuze y Guattari– reside en la revolución misma, en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dieron a los hombres en el momento en que se llevó a cabo y que componen un monumento en devenir, como esos túmulos a los que cada viajero añade una piedra.