Oscuramente, a través de un cristal
Los “Cuentos selectos” del autor de “La montaña mágica” proponen, detrás de fiestas, bailes y puestas teatrales, un sutil enfrentamiento entre lo público y lo íntimo.
En los años ochenta las carreras de Letras tenían una palabra prohibida: “biografía”. Abanderados del estructuralismo y otros ismos habían clausurado toda alusión de carácter biográfico: había que leer los textos como si llegaran del vacío. Pero esto iba, claro, contra un modo natural de leer. Los lectores tenemos una irrefrenable tendencia a querer descubrir, en el mundo de la ficción, la experiencia personal del autor. Encontramos una alegría infantil en el hallazgo de correspondencias entre vida y obra. Esto significa no tanto que nos maraville encontrar lo real detrás de lo imaginario sino, más bien, el descubrimiento de que hay cosas en la vida que no se pueden decir, a menos que se las disfrace bajo el ropaje de la ficción. Nos gusta que se nos cuente lo que no se puede, lo que no se debe contar.
Por suerte Hugo Beccacece, que eligió y seleccionó estos cuentos de Thomas Mann, nada sabe de semejantes prohibiciones universitarias. Los cuentos fueron elegidos no solo por su valor literario (la selección incluye obras maestras como “Mario y el mago” o “La engañada”) sino como un modo de reflejar casi la totalidad del arco creativo de Mann. El primero de los cuentos elegidos, “Luisita”, es de 1900, cuando Mann tenía 25 años (la época en que escribió Los Buddenbrook); el último, “La engañada”, lo publicó en 1953, dos años antes de morir.
En su claro y muy entretenido prólogo, Beccacece pone en relación cada uno de los cuentos elegidos con la vida de Mann. Así nos enteramos, por ejemplo, que Cipolla, siniestro personaje de “Mario y el mago”, está inspirado en Cesare Gabrielli, famoso hipnotizador, a cuyo espectáculo Mann asistió en 1926 en Forte dei Marmi (una localidad turística de la costa ligur). En otros cuentos los vínculos entre vida y ficción son mucho más íntimos: por ejemplo, “Sangre de Welsungos”, que retrata la relación incestuosa entre los mellizos Sigmundo y Siglinda. Cuando el cuento apareció, los lectores notaron con escándalo que la esposa de Mann, Katia, tenía un hermano mellizo, y al igual que los personajes del cuento procedía de una rica familia judía.
La familia Mann estuvo marcada –se nos dice en el prólogo– por la homosexualidad, el incesto y el suicidio. En su breve Relato de mi vida (más notable por sus omisiones que por sus confesiones), Mann tiende un manto de pudor sobre todo, salvo el suicidio. Sus dos hermanas se suicidaron, y Mann nos cuenta con detalle el fin de Carla, que tanto lo golpeó. “Entonces mi hermana tomó su cianuro, una dosis tan grande que con ella podría haber muerto toda una compañía de soldados”. Mann menciona, como causa posible de su última decisión, su fracaso como actriz y un chantaje erótico por par- te de un antiguo amante; Beccacece nos recuerda, además, que había una relación incestuosa entre ella y su hermano Heinrich, el mayor de la familia (y también escritor: es autor de Profesor Unrat, origen de El ángel azul, la película que lanzó al estrellato a Marlene Dietrich). El suicidio de Carla marcó la ruptura entre Thomas y Heinrich.
Cuando el vínculo entre realidad y ficción es menos comprometedor, Mann no tiene problemas en admitirlo. “Desorden y dolor precoz”, de 1925, está basado en un episodio que ocurrió en su casa, cuando su hija Elisabeth, entonces de cuatro o cinco años, se enamoró perdidamente de un adolescente invitado a una fiesta. También confiesa Mann que en La muerte en Venecia todos los elementos de la novela son reales. “En La muerte en Venecia no hay inventado absolutamente nada”. Nombra gondoleros, personajes fugaces, la familia de Tadzio, el cólera: no revela su propio lugar en esa trama, su propia fascinación por el adolescente. Una fascinación que se repite tímidamente, como nos advierte Beccacece, en el modo en que el padre de familia de “Desorden y dolor precoz” mira al grácil bailarín.
En casi todos los relatos de este libro hay escenas de fiestas, bailes, representaciones teatrales, como si siempre Mann quisiera enfrentar el aspecto público de los personajes con su aspecto íntimo: el mundo del secreto y el susurro. El momento en que los matrimonios, o los amantes, o los hermanos, se quedan a solas. Los personajes se ven invariablemente desgarrados entre las fuerzas opuestas de lo íntimo y lo público. Mann señala la hipocresía, el engaño, la artificiosidad de fiestas y reuniones. Pero el lector percibe el aura de encanto que tienen esos salones burgueses, tan lejanos de la propia experiencia, el brillo de ese mundo que la Segunda Guerra clausuró. La ficción es una fábrica de nostalgia artificial por las cosas que no conocimos.
En general los cuentos de Mann prescinden de los finales contundentes, a la manera de Edgar Allan Poe. La idea de cuento que tiene Mann lo vincula a la nouvelle: la construcción envolvente alrededor de algo que no se dice del todo. A
medida que pasa el tiempo los finales se van volviendo menos irónicos y más humanos: Mann entra lentamente en el ejercicio de la compasión.
Mann nunca escribe del presente o del pasado inmediato: por eso, tal vez, aparece poco del nazismo en su ficción breve. Ya desde el ascenso de Adolf Hitler a la Cancillería en 1933, la familia Mann comenzó a ser acosada; cartas de repudio, automóviles y propiedades confiscados, y finalmente la pérdida de la ciudadanía. Mann se exilió en Estados Unidos y luego en Suiza; murió en Zurich el 12 de agosto de 1955.
En sus años de ejercicio periodístico en La Nación, Hugo Becaccece ha retratado a escritores y artistas con elegancia y humor. Sus colecciones La pereza del príncipe y Pérfidas uñas de mujer están llenas de hallazgos. Ante el deber de concentrar una vida en unas pocas páginas siempre logra un dato, una escena, que condensa la infinita variedad de la vida. Aquí, más que una escena, es la palabra “mago” la clave de la vida de Mann; el sobrenombre que le daban sus hijos. Era mago porque contaba historias y porque los entretenía, pero también por su poder de manipular al prójimo y de revelar, a través de la ficción, lo que los demás no querían decir de sí mismos. Es Merlín, pero también Cipolla.
Todo mago necesita un anillo mágico. En su breve texto “El último año de mi padre”, Erika Mann nos cuenta que cuando cumplió 80 años la familia regaló al patriarca un anillo de turmalina: “A mi padre le gustaba contemplar joyas transparentes”. Erika relata el avance de la enfermedad de su padre –un problema circulatorio en una de sus piernas–, el desfile de visitantes en el sanatorio, la escritura de una carta que quedó interrumpida, sus últimas lecturas (un libro del musicólogo Alfred Einstein sobre Mozart y The Summing Up, las memorias de Somerset Maugham).
Luego de darnos incontables detalles sobre los momentos finales y el resultado de la autopsia, Erika vuelve su atención al anillo. “Tres días estuvieron tus restos –el cuerpo ligero con la cabeza severa, osada, cada vez más extraña– en la sala mortuoria de la clínica. Tu anillo, el ‘hermoso’ anillo, estaba en tu dedo. La piedra brillaba oscuramente. Te sepultamos con ella”. Al parecer la turmalina es una piedra cuyo color es difícil de definir: su transparencia es engañosa, tal como es engañoso el cristal de la ficción.