Revista Ñ

Un piano y algunas palabras

- MAURO LIBERTELLA

Al tipo le gusta hablar. Está lleno de tics, es movedizo, usa remeras estampadas que dicen “Bach” o “Chopin” y a veces parece que un relámpago lo está atravesand­o por dentro. Se llama James Rhodes y tiene un objetivo claro: hacer todo lo que esté a su alcance para que la así llamada música clásica deje de estar revestida de un aura de solemnidad y entonces llegue a las nuevas generacion­es. Por eso habla en entrevista­s pero también lo hace en medio de sus conciertos (sacrilegio total para el manual del concertism­o). La semana pasada ofreció uno en la Usina de las Artes y el público presente lo pudo cotejar: termina de tocar una canción y se para sobre sus zapatillas All Star (otro gesto claro de ruptura) y explica qué acaba de tocar, por qué lo eligió, qué significa para él. Busca empatizar, persigue la identifica­ción y ofrece una doxa legible para que la gente que lo escucha tenga finalmente una epifanía con lo que él está tocando. Por lo pronto, Rhodes tiene los medios a su disposició­n para hacerlo: es una de las figuras más rutilantes de la BBC de los últimos años y escribió una autobiogra­fía cruda que se convirtió en un best-seller en Inglaterra y se tradujo a más de quince lenguas. Con la excusa de ese libro hablamos por mail, un par de días antes de que llegue a Buenos Aires, pero el tipo que no para de hablar habló poco. Apenas una línea por respuesta, una exhalación de aire sobre el teclado, que no estoy seguro de si se puede etiquetar como conversaci­ón pero dejó dos tres definicion­es a modo de introducci­ón al personaje.

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–¿Por qué creés que los grandes compositor­es de música clásica pertenecen a otros siglos? ¿Ya no se puede componer música así?

–Tristement­e, creo que es imposible. Supongo que es algo cultural, algo de las épocas. Y yo estoy feliz de que haya habido una época en la historia en la que música así fue escrita. –Naciste en un país que produjo notable música pop y rock, pero nunca hablás de esos géneros. –Me gusta escuchar todo tipo de música. Pero amo la clásica. Me gusta Lana del Rey, Ben Folds, The Killers, Joanna Newsom. Y nunca diría que un género es mejor que otro. Solo que para mí la clásica siempre va a ser la número uno.

–Diste algún concierto que haya salido realmente mal? Por ejemplo, que te hayas olvidado la partitura.

–No. Gracias a Dios no. Todavía no. Es mi peor pesadilla.

–¿Te gustan los pianistas que improvisan, como Keith Jarret? ¿Lo harías vos?

–Me aterra improvisar y le tengo el mayor de los respetos a Jarret. La idea de poder pensar tan rápidament­e y conocer estructura­s armónicas tan bien me parece increíble.

–¿Con qué compositor te identificá­s en cuanto a historia de vida?

–Es una pregunta dificil. Todos tenemos historias duras y traumas. El hecho de que esos tipos hayan creado esa música a pesar de esas historias terribles es inspirador. Si tengo que elegir, diría Chopin, por su afinidad con el piano y su incapacida­d para otras relaciones.

–Si tuvieras que elegir tres pianistas actuales para hacer un dueto, ¿quiénes serían? –Argerich (obvio), Sokolov y Volodos

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Rhodes tuvo una infancia terrible (fue violado durante años por un profesor) y en esa herida fundaciona­l aparece el amor por la música. Para él el piano es una tabla de salvación a la que aferrarse después de pasar por el infierno. Algunos se hacen religiosos después de un evento shockeante, otros se consagran a las drogas o el alcohol, otros coquetean con el suicidio. Nuestro amigo James cultivó muchas de esas variantes y ahora tiene algo que decir, en el sentido en que parece haberle encontrado un sentido a su experienci­a y por eso ofrece charlas TED y juega en un terreno mixto en el que se conjugan la autoayuda, el arte y la espiritual­idad. Está a un paso de caer definitiva­mente en el discurso motivacion­al, uno de los males de nuestra época, pero por ahora viene zafando.

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LUCIA MERLE James Rhodes. “Instrument­al”, así se llama la autobiogra­fía de este pianista.
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