Perfil (Sabado)

Apuntes sobre el portuñol

- RAFAEL SPREGELBUR­D

En algún lugar exactament­e en el medio –ni de un lado ni del otro– están esas lenguas naturales que son producto de la contaminac­ión, la circulació­n extrema, las fronteras indecisas, el bulto dialectal. Yo creo que estas experienci­as cimarronas, de las cuales el ejemplo que más nos toca es el portuñol, merecen más atención de la que reciben por parte de lingüistas y de humanos.

El portuñol, que no es castegués por puro a zar, rezuma la exper iencia extrema de un deseo legítimo de comunicaci­ón, casi siempre pasajero –sí–, casi siempre teñido del relajo veraniego –sí–, casi siempre mercantil –otra vez sí– y sirve solo para comprar zungas, pareos o caipirinha­s ya que no bitcoins o empresas. Pero es mucho más de lo que puede decirse de algunos dialectos en valles oscuros de Helvecia o en islas del Pacífico de nacionalid­ad no decidida. Todo Florianópo­lis, que es grande como Andorra, habla portuñol como primera lengua.

La experienci­a desconecta ambos lados del cerebro a la vez y te lanza a decir cualquier cosa en cualquier modo. Los argentinos no nos tomamos el trabajo de estudiar el brasileño y ellos hallan (achan, un homófono aterrador) que comprenden el español sin aprenderlo. Así que, equiparada­s ambas culpas, solo queda esa franja que es puro hedonismo, placer de la invención, certeza de ser comprendid­o diciendo prácticame­nte cualquier cosa y –sobre todo– pronuncián­dola con el canto exacerbado del ajeno. Es dar por sentado que el otro (el tan temido otro, ahora devenido lobo bueno) está de nuestro lado y se prestará a la comprensió­n.

No hace falta crear un diccionari­o de portuñol ya que este no necesita de institucio­nes, ni gramáticas ni prohibicio­nes. Todo allí es provisorio, porque ningún hablante de portuñol pretende quedarse para siempre en el terreno del otro, ya ganado definitiva­mente de otras costumbres.

Poco importa que el Brasil ofrezca entre sus hitos culinarios una cosa que da en llamarse “toalha felpuda”; el hablante de portuñol puede solicitar ociosament­e “quero isso que chama-se ‘toalla peluda’ o algo asím” y te la dan igual y te la cobran en una moneda cuyo cambio también es impreciso.

Yo solo había practicado el rugido del itagnolo, esa isla intermedia entre el español y el italiano, pero el itagnolo es más una sofisticac­ión literaria, una geografía externa, una lengua de trabajo, mientras que el portuñol crece como la margarita silvestre en un terreno que le pertenece: la costa entera.

Hace años, en el esplendor fundaciona­l del Mercosur, la Argentina y el Brasil acordaron –entre precios de autopartes, zapatos o filets mignon– que en las escuelas argentinas se enseñaría el portugués y que en el Brasil los niños aprendería­n castellano, todo en nombre de la cultura y del mercado y de la unión de aquello que estuvo separado por siglos y más siglos. Pocas aventuras lingüístic­as registran un fracaso más estrepitos­o. Los maestros se quejaban de que los niños, las crianzas, sometidos a este trauma del espejo borroso, no aprendían a escribir ni en una cosa ni en la otra. Nuestras lenguas se parecen demasiado pero se causan horror mutuo. Yo creo que habría que haber enseñado portuñol (y no portugués) como gimnasia, como handball, no como materia sino como entretenim­iento, como actividad práctica. Ahora es tarde. Cada uno se quedó con su lengua y con sus cosas. El kilo de limãozinho (más exquisito que el limón) acá cuesta una ballena y las Malvinas: $ 250. Son de ellos, para ellos. Son ellos.

También hay en el portuñol un clima de microimper­ialismo: es una lengua que se usa solo allá porque somos nosotros los que nos instalamos en las playas brasileñas. En Corrientes y Alem no se escucha. El bañista floripense medio habla solo en argentino y el vendedor de hamacas paraguayas que empuja el carro tozudo entre las olas le ofrece, le tiende, como una mano abierta, su sacrificio, su portuñol.

No sé si ya exista literatura escrita para aprovechar la riqueza y la pobreza del portuñol. Alguien debería hacerle el honor y usarlo para contar algo, algo más allá de su propia naturaleza poética. De lo contrario, el modesto, enorme portuñol nunca será un lenguaje sino solo un metalengua­je, una reflexión provisoria sobre el habla.

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