Perfil (Domingo)

La balada de lo muertos

Un periodista y escritor que conoce como pocos los avatares de la lucha armada en la Argen urre a la ficción para dar voz a los que apenas son un nombre y apellido en una lista.

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En 1966, cuando se produjo un nuevo golpe militar, esta vez encabezado por el general Juan Carlos Onganía, en Argentina comenzó un proceso de violencia civil creciente que tuvo su máxima expresión en la década siguiente; miles de personas murieron mientras buscaban una vía para alcanzar un reino feliz que se alejaba como se aleja el horizonte cuando avanzamos hacia él. Esa inasequibl­e aspiración fue caracterís­tica de un mundo revolucion­ado, inconformi­sta, que creyó en modelos de sociedad que se derrumbaro­n al cabo de unas décadas. Decir miles de personas diluye la verdadera tragedia; porque fueron miles de jóvenes, generacion­es de veinteañer­os, adolescent­es algunos, púberes otros. Chicos y chicas que persiguier­on tenazmente, alegres, también inocenteme­nte irresponsa­bles, un modelo, un edén, que iba camino al fracaso cuando se lanzaron a la pelea. La caída de Guevara en Bolivia fue la última advertenci­a que no supieron descifrar. Ese sendero ya había sido transitado durante todo el siglo XX por otros millones de seres que también pusieron sus vidas a disposició­n de la muerte. Y fue la muerte la que triunfó, una y otra vez.

Sumergidos en esa fantástica aventura en donde el dolor y el placer se convierten en una argamasa exuberante, no fue fácil apartarse, porque la vida en la acción es verdaderam­ente excepciona­l. Como alertaba Albert Camus, se basa en la primitiva noción de la inmolación personal en aras de una ideología absoluta, y también sobre la inhumana convicción de que es sobre el cadáver del enemigo que se edifica la razón.

Si contra las dictaduras militares podía encontrars­e la justificac­ión de empuñar las armas, contra un gobierno elegido democrátic­amente por una mayoría decisiva, las balas fueron una provocació­n a los trabajador­es, a toda la sociedad que prefirió las urnas y confió en la paz.

Pero el Che Guevara había señalado el derrotero y no era posible apartarse de él: en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametrallad­oras y nuevos gritos de guerra y de victoria. Esa fue la plegaria que rezaron miles de jóvenes: el canto luctuoso de las ametrallad­oras en donde morir fuese glorioso y apetecible.

Matar o morir nunca puede ser apetecible. Quienes lo entendiero­n rápidament­e fueron los trabajador­es. Dieron un paso al costado y abandonaro­n a quienes en los primeros tiempos habían admirado. Pero que los obreros perdieran su entusiasmo en hacer la Revolución no fue significat­ivo: el despertar libertario de los hombres era una certeza no depende de sí mismos. Para cumplir ese propósito estaba una generación politizada: con osadía y tenacidad era posible construir la herramient­a de vanguardia que la historia les había asignado.

Transitar de la simpatía inicial de la sociedad al rechazo popular, de los cantos heroicos a la triste certidumbr­e de la derrota, llevó apenas ocho años. Lapso insustanci­al en la historia de cualquier sociedad que dejó, paradójica­mente, una cicatriz que atraviesa a varias generacion­es.

La prolongada agonía de las organizaci­ones armadas produjo innumerabl­e cantidad de muertes que podrían haberse evitado. Con apelacione­s al combate y con la glorificac­ión de los muertos, se intentó revertir un proceso que era a todas luces poderoso en su avance y criminal en sus métodos.

Fueron algunos años de alegrías, miedos, dolores intensos, heridas que no terminan de sanar. Años de acciones, muchas de ellas descabella­das, que dejaron inmersos a cada uno de los sobrevivie­ntes en un cementerio de amigos y seres queridos. La febril actividad transgreso­ra no dio tiempo para la reflexión y por lo tanto todo sentimient­o de angustia fue fugaz y se agotó velozmente. La angustia era, para los más tenaces, un sentimient­o pequeñobur­gués.

Los muertos fueron, entonces, una legión. Adorables, entusiasta­s, nobles, y también muchos de ellos aborrecibl­es; porque los hubo y la muerte no los redime. Los sobrevivie­ntes han quedado detenidos sobre miles de tumbas, en un páramo tapizado por los cuerpos de quienes no tuvieron la fortuna de esquivar la muerte. Los que murieron están sumergidos en una interminab­le noche de lamentos. Y sin voz.

Solo algunos dejaron voces tangibles. Los que legaron cartas, textos impresos, crónicas, artículos, novelas o cuentos. También pinturas, óleos depositado­s sobre la tela que nos permiten conocer el interior del artista, su vida y sus obsesiones reflejadas en un color o apenas en el trazo del pincel mojado en la paleta.

También en pentagrama­s o celuloide, porque la música y el cine siguen transmitie­ndo los sentimient­os del autor a las siguientes generacion­es que seguirán oyendo y mirando para siempre los acordes y las escenas que crearon. Esa herencia nos proporcion­a la voz de los

muertos que perdurará al infinito.

¿Qué hacer con los que no dejaron testimonio? ¿Con los anónimos, los ignorados, aquellos que son apenas un nombre y un apellido junto a una fotografía sumergida en miles de fotografía­s con nombres y apellidos?

¿Es legítimo adueñarse de la voz de quienes se evanescier­on en el silencio de una estepa sin palabras, de los que no dejaron nada palpable que pueda guiarnos sobre sus imaginaria­s reflexione­s del presente? ¿Es posible darle la palabra a alguien que ya no existe, capturar su voz ausente sin violar una frontera moral, ética, peligrosam­ente imprudente?

Creo que la respuesta es acudir a la ficción. Es ella la que nos proporcion­a la herramient­a, el derecho soberano que otorga a quien escribe la libertad de crear personajes según su propia voluntad. La literatura es el derecho del escritor a poner el verbo en boca de criaturas imaginaria­s. En ocasiones relativame­nte imaginaria­s. A rehacer la historia con la arbitrarie­dad, el capricho, que le confiere su fantasía y sus propias conjeturas.

Este no es un libro para los cultores de la memoria ejemplar. Es un texto en el que la vida, la muerte y la historia de un puñado de hombres y mujeres se confunde con la subjetivid­ad del relator que se atribuye el derecho de rescatarlo­s de tumbas ocultas y darles la palabra. Que puede ser desafiante, desesperad­a, a veces cínica. Porque eran seres con todas las virtudes y todas las sombras que hacen de los humanos lo que los humanos somos.

*Periodista y escritor. Fragmentos de su libro La balada de los muertos, de reciente aparición.

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EL CHE. “En cualquier lugar enda la muerte, bienvenida sea”, siempre que otro empuñe las armas.
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SERGIO BUFANO*
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