El gran beguinaje de París, fundado por Luis IX. San Luis
En este barrio de París que llaman Le Marais, el pantano, en la esquina de la calle Charlemagne y la calle de los Jardins-saint-paul, se erige una torre resquebrajada. Marca el extremo norte de una muralla de más de ochenta metros de largo, reforzada por una segunda torre. Allí se encuentran los vestigios de una fortaleza construida a fines del siglo XII por el rey Felipe Augusto para proteger la ciudad. Un recuerdo de las guerras medievales sobre el que se apoyan hoy los edificios del liceo Charlemagne. En su extremo sur, el muro se encuentra con la calle del Ave María, por el nombre del convento que, antes de la escuela, ocupaba el predio. Pero en el siglo XIV tenía otro nombre. Se llamaba la “calle de las Beguinas”.
Porque ese cuadrilátero, cercado por callejones empedrados de gris, donde el ruido de la ciudad se atenúa, dejando el aire libre a los gorjeos de los pájaros, a los gritos de los niños que juegan a la pelota, a las risas de los adolescentes, varones y mujeres mezclados, a sus voces fuertes y sin ataduras, albergaba entonces –muchos lo ignoran– una institución única en Francia: el gran beguinaje de París. Fundado por Luis IX. San Luis.
En ese lugar, y en los barrios de los alrededores, vivieron durante casi un siglo mujeres notables. Inclasificables, inasibles, rechazaban tanto el matrimonio como el claustro. Rezaban, trabajaban, estudiaban, circulaban por la ciudad a su antojo, viajaban y recibían amigos, disponían de sus bienes, podían legarlos a sus hermanas. Independientes y libres.
Una libertad que las mujeres no habían conocido hasta entonces, y que no conocerían sino muchos siglos más tarde. No todas fueron conscientes de ello. Pero algunas lucharon para conservarla.
Durante años, recorriendo las calles del Marais, busqué sus huellas. Día tras día, vinieron a mí, sombras fuertes y livianas. Escuché sus risas y sus cantos, el ruido de sus pasos sobre el empedrado, sentí sobre mi piel ese mismo sol que las hacía entrar en calor, y en mi nariz, el olor del río tan cercano. Soñamos, temblamos, caminamos codo a codo. Como compañeras que el tiempo separa, pero cuyos deseos, miedos y rebeliones se armonizan en un mismo eco.
1º de junio de 1310. Si no fuera por el silencio, se podría pensar que era un día de fiesta.
Hay una multitud, en la plaza de Grève, ese lunes que precede a la Ascensión. Todos los habitantes del casco urbano. Los comerciantes y los funcionarios, los burgueses y los artesanos, los estudiantes y los clérigos, los soldados, los mendigos, los palanquines y los peones que se habían acercado al puerto a ofrecer su mano de obra. El calor de los cuerpos apretados, su olor.
Pieles mugrientas, alientos corrompidos, mezclando sus exhalaciones con el hedor que viene de la calle de los curtidores y con el perfume fangoso del río. En los vanos de las bellas viviendas que rodean la plaza se asoman, de pie, las damas y los gentilhombres vestidos de colores vivos.
Los clamores y los gritos, los cantos de apoyo a los barqueros y a los esportilleros se han acallado en una larga ola rebosante.
Detrás del rumor de la chusma, solo se percibe el chasquido de la madera sobre la piedra –los barcos golpean su panza contra la playa– y el chapoteo del agua, mínimo, apresurado.
Todos tienen los ojos puestos en el centro de la plaza, donde se levanta una hoguera casi similar a las que se erigen, en ese mismo lugar, para las f iestas de carnaval y de San Juan. Pero en lugar de máscaras danzantes y de jóvenes aprendices que saltan por encima de las llamas, es una mujer a quien vemos trepada a esa hoguera, con los pies descalzos directamente sobre la gavilla, con el pelo negro y una larga camisa adheridos al cuerpo.
Es tan alta, tan frágil, su cuello nudoso sobresale por la abertura de tela a través de la cual le hicieron pasar la cabeza. Erguida, sin embargo. Y dura. En nada cambiada por los largos meses de cautiverio, los múltiples interrogatorios, y el silencio que ha mantenido. Ellos lo tomaron por arrogancia. Simplemente no tenía nada que decir. Nada que pudieran comprender.
Un poco más lejos se ha montado una segunda hoguera.
Atado a la estaca, desplomado sobre sus piernas, un hombre con el rostro desfigurado. Un judío acusado de haber escupido sobre las imágenes de la Virgen.
Pero todos la miran a ella. Humbert se encuentra a unos metros de ahí, por su gran estatura se destaca por encima de la plebe. Quiere acercarse más.
Hasta ver los párpados cerrados de la condenada, y sus rodillas que sobresalen bajo el sudario con el que está vestida. Empuja con los hombros a la matrona apretujada contra él, se desliza entre los grupos que un movimiento inconsciente apura hacia el centro de la plaza.
De pronto, a su derecha, percibe un empujón similar al suyo.
Una silueta menuda, envuelta con una capa gris, se cuela entre los espectadores.
Ahí están los dos a unos pasos de la hoguera.
El verdugo espera, con la antorcha en la mano. Cerca de él, un dominico, de toga blanca y manto negro. Guillaume de París, el inquisidor. Otro hombre lleva espada y sombrero de plumas.
El preboste. Este se adelanta, deposita un libro sobre la paja a los pies de la mujer. Ella inclina levemente la cabeza, abre los ojos de par en par, como sorprendida. En ese preciso momento, el viento sube desde el río. La silueta que se adelanta paralelamente a Humbert rechaza la multitud, avanza con paso decidido hacia la hoguera y deja caer su capucha.
Una mata de pelo rojizo se despliega sobre la ropa oscura, despeinada por la brisa.
La torturada gira la cabeza. Parece mirar a la jovencita que acaba de descubrirse, y reconocerla.
Humbert la mira también, estupefacto. Nunca se hubiera imaginado encontrarla ahí, ni con ese hábito.
El verdugo da un paso hacia la hoguera. Humbert baja la cabeza, se da vuelta. Sigue con la mirada a la pelirroja, de nuevo cubierta, y a otra muchacha, vestida del mismo modo, que la toma de la mano y la jala bruscamente. Luego, abriéndose paso con los hombros, él se vuelve a ir hacia la playa.
Pronto, el olor de la madera y de la carne que se consumen excede a todos los demás. Y el grito de la multitud, excitada y compasiva, cubre el grito del hombre en la hoguera. Tal vez también el de la mujer que están quemando viva. Ya que nadie puede exigirle que permanezca en silencio hasta el final. (…)
Leonor, su abuela, lo había afirmado. Al ver cómo se vaciaban las chozas de los pueblos circundantes, cómo los jóvenes con los pantalones destrozados y la panza vacía abandonaban sus familias y sus parroquias por la ciudad, le había dicho a Ysabel: “Llegará el día en que los contornos de nuestro mundo se habrán transformado a tal punto que la gente de mi edad ya no podrá reconocerlo. Yo desapareceré pronto, ¡pero tú, mantén los ojos abiertos!”.
Esa mañana de enero de 1310, Ysabel se levantó mientras los primeros fulgores se filtraban a través de la ventana de su cuarto. (…)
¿El mundo ha cambiado? No sabe qué pensar. Conoció a tres reyes. Luis IX había muerto mucho antes de que su segundo esposo falleciera y de que decidiera entrar al gran beguinaje. Su sucesor, Felipe III el Atrevido, había muerto a su vez. El 6 de enero de 1286, bajo el rosetón nuevamente plantado en la catedral de Reims, el arzobispo había ungido con el santo crisma la cabeza, el pecho y la espalda de un adolescente de una hermosura vigorosa. Desde entonces, el Hermoso reina sobre el reino. Un caballero, un cazador que, en las horas más serias o solemnes, e incluso durante el nacimiento de su hijo Carlos, sigue persiguiendo a sus presas, espoleando su jauría por los bosques de Orleans, de Halatte, del Vaudreuil, de Montargis o de Compiègne. Obstinado, eficaz. Educado en el culto de su abuelo, figura venerada de la que ha hecho, luego de un largo procedimiento de canonización, un santo San Luis.
El olor de la madera y de la carne que se consumen excede a todos los demás