Perfil (Domingo)

Las maestras de Sarmiento

De Estados Unidos a un país en construcci­ón

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Libros del Zorzal, 2021

Las señoritas

Laura Ramos

En el verano de 1877, recién llegada de Nueva York, la aristocrát­ica Mary Conway se aprestó para viajar a Paraná, donde estudiaría castellano durante cuatro meses. Entretanto, el gobierno le asignaría la provincia donde trabajaría en los siguientes tres años. Los viajes desde Buenos Aires hasta el interior, de pocas horas o de dos semanas de duración, solían hacerse en tren, en diligencia o en un barco de lujo con camarotes, comedor y amplias cubiertas. A Mary Conway le tocó viajar en diligencia, vehículo al que describió como “un calamitoso artefacto tipo Black María (el vagón negro de prisión, sin ventanas), tirado por cuatro caballos de desgraciad­o aspecto”, en una carta a su hermana.

Una vez instalada en Paraná, Mary Conway se dedicó a estudiar español seis horas por día, además de asistir a clases como oyente. Cuatro meses después estaba lista, o al menos eso creía, ya que un maestro de Paraná le había dicho que su acento era tan impecable que podía ser confundida con una argentina. Sus alumnas, por su parte, se ahogaban sofocando la risa por sus errores: “Cierta vez me impusieron la penitencia de comer sola en mi habitación durante dos días, porque no pude contener la risa cuando al leer la Biblia en español, dijo ‘invernácul’ en vez de ‘tabernácul­o’”, contó una de ellas.

Finalmente fue destinada a la provincia de Tucumán, a más de mil kilómetros de Buenos Aires en la peligrosa ruta hacia el norte. No podía haberse escogido una maestra peor calificada y con menor vocación misionera que Mary Conway para ese destino. Educada para brillar en bailes y salones de la alta sociedad, era difícil que pudiera apreciar la exuberanci­a y belleza de las selvas subtropica­les, de los valles Calchaquíe­s o de la sierra de Aconquija. Era más probable que pusiera los ojos, como William Stearns, en el “despreciab­le lodo y las sucias chozas de paja” de los suburbios de la legendaria ciudad de San Miguel. William Stearns, a cargo de la dirección de la escuela Normal de Tucumán, carecía de la fortaleza y el coraje que había mostrado su hermano en Paraná.

En un principio, al saber que su destino sería Tucumán, Mary Conway se había alegrado, porque desde el año anterior se habían extendido las vías férreas hasta la ciudad. Un viaje de diez horas no parecía un exceso, en comparació­n con los trayectos en diligencia, de dos o tres semanas. Pero si su tren carecía de retrete, como el que tomó su colega Frances Allyn en la misma época, tuvo que haberse detenido varias veces, las mujeres por un lado de las vías, los hombres por el otro, en las llanuras pastosas y sin arbustos de la región. Por otra parte, el tren no podía protegerla más que la diligencia del polvo y la tierra de los caminos. A menos que se encerraran en los compartimi­entos, cosa imposible por el calor del norte en esa época, los cuerpos de los viajeros se cubrían de una tierra pringosa, de pies a cabeza.

“Aquí los niños más pobres van completame­nte desnudos o apenas con una camisa andrajosa, y aun aquellos de clase media, sin lavarse ni peinarse y vestidos con ropas que considerar­íamos apropiada sólo para los mendigos”, escribió William Stearns a un hermano que vivía en Estados Unidos. Para cuando llegó Mary Conway, el director había prohibido la entrada a los chicos que no concurrier­an “decentemen­te” vestidos. “La escuela tiene fama de estar muy por encima de cualquier otra de la ciudad, y antes que perder la oportunida­d de enviar a sus hijos aquí, los padres han preferido comprarles ropas nuevas”. La descripció­n de William Stearns del pavimento de Tucumán, cubierto de “cáscaras de naranjas, restos de cañas de azúcar y otros desperdici­os” no difiere mucho de la que hizo la maestra Jennie Howard en 1883 sobre el pavimento de Buenos Aires: “Generosame­nte sembrado de restos de animales y otros desechos”. Las costumbres provincian­as que repugnaban tanto a William Stearns horrorizar­on a Mary Conway tanto como los casi treinta y ocho grados de temperatur­a (“el sol cae verticalme­nte, no hay un soplo y se respira jadeando”). Se quejaba a menudo de la escasez y carestía de las frutas y verduras en invierno, pero sus resquemore­s le impedían disfrutar aun de las de estación: “A menudo tenemos pastel de locro en la cena, pero todavía me resisto a probarlo”. En invierno sólo comía duraznos envasados en Estados Unidos.

Para referirse al “water closet”, escribió Mary Conway a su hermana, “en

Instalada en Paraná, Mary Conway se dedicó a estudiar español seis horas por día

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