el país de octubre
Los sentimientos no se agradecen a un editor cuando esperamos consejos o maniobras, tácticas o técnicas de apuro, pero “estar” en una editorial en el curso de una pandemia es algo que obliga a revisar aspectos de este oficio. El primero de todos, la utilidad. No amenazo con una serie de preguntas retóricas sino que me persuado de redactar una lista breve de acciones e inacciones.
El trabajo del editor, el oficio, como le decía Enrique Pezzoni, consistía en leer libros, locales y de otros países, y en tratar de que salieran en una franja cuyos bordes estarían entre lo aceptable y lo óptimo. Como explicaban los maoríes: “Nosotros no tenemos arte, pero tratamos de hacer las cosas lo mejor posible”. Tratemos de editar y publicar “excepciones luminosas”, no mandamientos ni consejos. Estamos donde estamos, no abusemos de la desesperación ni de la alarma. Por supuesto que lo primero que se nos ocurre es un “precipitado” de alternativas, de conductas contrarias a las que veníamos teniendo.
Este sentido punitivo es el resultado de una tradición cultural que no me atrevo a someter a la crítica ni al revisionismo. La industria del libro tiene una historia “exitosa”, y soportó y “publicó” muchas plagas y violencias, de Egipto a la guerra del cerdo. Las plagas parecen menos importantes que las guerras, aunque conducen rectamente al apocalipsis. Quisiéramos renunciar a todo, sobre todo a un plan divino de extinción, esperar de pie lo mejor que podamos el aniquilamiento térmico o el estrago causado por un accidente cósmico.
No se puede renunciar a algo en lo que estamos involucrados, con o sin creencia ni fe. No se puede siquiera “negociar”. Mientras tanto, para seguir agregando actos inútiles a mi vida, trato de transformar el oscuro carnaval, Dark Carnaval, en el que escribo (luego cambió de título y fue El país de octubre), en otro libro de Bradbury, que tanta felicidad aportó a mi adolescencia y juventud, Las maquinarias de la alegría. ¿Debo atribuirlo solo a un designio melancólico o nostálgico? n