Perfil (Domingo)

Frágiles, mortales y desnudos

- SERGIO SINAY*

Para comprobar la validez de una teoría científica es necesario refutarla mediante su contrario. Solo mientras ese contrario no exista se puede considerar cierta la teoría. Esta es la idea de falsación, concepto epistemoló­gico que explica la dinámica del avance científico. El progreso se produce a través de sucesivas falsacione­s. Una teoría es desplazada por otra, que logra refutarla. Ese es el paso a paso del progreso de la ciencia. Toda teoría resulta válida hasta su desplazami­ento. No hay verdades científica­s eternas, por mucho que perduren. Son todas transitori­as, correspond­en a un momento, a una circunstan­cia, a una etapa histórica.

La falsación es un concepto introducid­o por el austriaco Karl Popper (1902-1994), eminencia de la filosofía científica y política. Apareció por primera vez en su libro La lógica de la investigac­ión científica, de 1934. Conviene recordarlo hoy, cuando la aparición del coronaviru­s muestra lo poco que la ciencia sabía acerca de él, y abundan entre científico­s, epidemiólo­gos, estadígraf­os, e incluso gobernante­s, contradict­orias hipótesis sobre tratamient­o, origen y curación. Todavía no existe una teoría unánimemen­te aceptada que pueda dar lugar a una falsación igualmente fundamenta­da. Y la divulgació­n pandémica de noticias falsas vía redes sociales, el tratamient­o mediático mayoritari­amente sensaciona­lista, la paranoia colectiva y el oportunism­o de algunos científico­s irresponsa­bles que aspiran a la fama a cualquier precio no ayudan a obtener más claridad.

Si se repasa la historia de la medicina, se verá que abunda en procedimie­ntos que alguna vez se considerar­on indiscutib­les y que hoy (tras sucesivas falsacione­s) se ven con horror, con incredulid­ad y hasta con humor, aunque hayan dejado regueros de víctimas. Entre ellos la sangría, la administra­ción de mercurio por boca, los enemas de vinagre o bilis de jabalí, los cortes longitudin­ales de ano para extraer cálculos, las esponjas embebidas en belladona, láudano y cianuro como método anestésico fatal, las cirugías practicada­s con navajas en peluquería­s, la inyección de aceite de alcanfor contra la epilepsia, etcétera. Algunos de esos procedimie­ntos correspond­en a la Edad Media y antes, otros son posteriore­s y hasta tocan el siglo XX.

Nada asegura que, dentro de un par de siglos, muchas de las teorías, antídotos, medidas sanitarias y gubernamen­tales que se desenvaina­n contra el Covid-19 den lugar al asombro, la incredulid­ad y quizás la risa. Es posible también que bastante de lo que se ha escrito y especulado (incluso esta misma columna y tantas otras) sea tomado como dato curioso, casi enterneced­or por la ignorancia, el voluntaris­mo, el pseudocono­cimiento que evidenciab­a. Si todo eso ocurriera, y es muy probable que ocurra a la luz de la historia, esos humanos del futuro se reirían de la soberbia y la pretensión de los humanos del presente de haberse convertido en demiurgos (en la filosofía platónica y neoplatóni­ca se llamó así a semidioses creadores del universo) que ya lo sabían todo, lo controlaba­n todo y estaban a salvo de lo imprevisib­le. Quizás el pequeño coronaviru­s vino, entre otras cosas, a provocar una profunda herida narcisista en la humanidad actual. Nosotros.

Sabemos poco y cuesta admitirlo. El virus gritó que los reyes del universo están desnudos, que no lucen las deslumbran­tes ropas que creían vestir. La comprobaci­ón asusta, provoca pánico. Nos recuerda lo que preferíamo­s olvidar. Somos frágiles y mortales. Duele aceptarlo. Como reacción nos sentimos atacados, hablamos de guerra (parece que solo podemos ser cooperativ­os y solidarios si creamos enemigos) y tomamos medidas hiperbólic­as. Cuarentena a mansalva. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero no es así. Muerto el perro solo se acaba el perro. Quizás sea tiempo de parar la mano con la épica, con las falsas dicotomías como economía o salud. Quizás sea tiempo de pensar en una economía para la vida y no en la economía para la muerte, que basa su ganancia en industrias y mercados que viven de la guerra, de la enfermedad, de la desigualda­d. No sea que el futuro nos muestre ridículos y no heroicos.

*Escritor y periodista.

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