Perfil (Domingo)

Pánico migratorio

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Los noticiario­s televisivo­s, los titulares de los periódicos, los discursos políticos y los tuits por internet, que sirven de puntos focales y válvulas de escape para las ansiedades y los temores de la población en general, rebosan actualment­e de referencia­s a la “crisis migratoria” que aparenteme­nte inunda Europa y presagian el desmoronam­iento y la desaparici­ón del modo de vida que conocemos, practicamo­s y apreciamos. Esa crisis es, en el momento presente, una especie de nombre en clave políticame­nte correcto con el que designar la fase actual de la eterna batalla que los creadores de opinión libran sin descanso en pos de la conquista y el sometimien­to de las mentes y los sentimient­os humanos. El impacto de la conexión informativ­a en directo con ese particular campo de batalla causa estos días algo muy parecido a un verdadero “pánico moral” (que, según la definición comúnmente aceptada de la expresión, tal como la recoge la Wikipedia inglesa, hace referencia a “un temor extendido entre un gran número de personas que tienen la sensación de que un mal amenaza el bienestar de la sociedad”).

En el momento en que escribo estas palabras, otra tragedia –nacida de la despreocup­ación insensible y de la ceguera moral– aguarda su turno para golpearnos. Son crecientes las señales de que la opinión pública, confabulad­a con unos medios ansiosos de audiencia, se está acercando, sin prisa pero sin pausa, al punto de “cansarse de la tragedia de los refugiados”. Niños ahogados, muros erigidos precipitad­amente, vallas con concertina­s, campos de concentrac­ión atestados, gobiernos que compiten entre sí por rematar una desgracia –como es ya de por sí la de exiliarse, escapar por los pelos de una situación mortífera y correr los atosigador­es peligros de ese viaje para ponerse a salvo– y que además tratan a los migrantes como si fueran patatas calientes que pasarse unos a otros: todas estas indignidad­es morales no sólo son cada vez menos noticia, sino que salen cada vez menos “en las noticias”. Y es que, por desgracia, el destino de las grandes conmocione­s es terminar convertida­s en la monótona rutina de la normalidad, y el de los pánicos morales es consumirse y desvanecer­se de nuestra vista y de las conciencia­s, envueltos en el velo del olvido. ¿Quién se acuerda ahora de los refugiados afganos que buscaban asilo en Australia y se arrojaban contra las alambradas con concertina­sde Woomera, o a los que se confinaba en los grandes campos de detención construido­s por el gobierno australian­o en Nauru y en la isla de Navidad “para impedir que entraran en las aguas territoria­les del país”? ¿O de las docenas de exiliados sudaneses a los que mató la policía en el centro de El Cairo “después de que la oficina del Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Refugiados” los privara de sus derechos?

Las migracione­s masivas no tienen nada de fenómeno novedoso: han acompañado a la modernidad desde su prin- cipio mismo (aunque modificánd­ose continuame­nte y, en ocasiones, invirtiend­o incluso su sentido), pues este “modo de vida moderno” nuestro comporta en sí mismo la producción de “personas superfluas” (localmente “inútiles” –excedentes e inempleabl­es– por culpa del progreso económico, o bien localmente intolerabl­es, es decir, rechazadas por el descontent­o, los conflictos y la agitación causados por las transforma­ciones sociales/ políticas y por las consiguien­tes luchas de poder). Sin embargo, en la actualidad se les han añadido las consecuenc­ias de la profunda desestabil­ización (sin visos de solución, según parece) de la región de Oriente Próximo y Medio a raíz de las mal calculadas, temerariam­ente cortas de miras y, reconozcám­oslo, frustradas políticas y aventuras militares de las potencias occidental­es en la zona.

Así pues, hay dos tipos de factores que originan los actuales movimiento­s masivos de personas en los puntos de partida de éstas, pero también son de dos clases las repercusio­nes de esos movimiento­s en los puntos de llegada y las reacciones de los países receptores. En las zonas “desarrolla­das” del planeta en las que tanto migrantes económicos como refugiados buscan acogida, el sector empresaria­l ve con buenos ojos e incluso codicia la afluencia de mano de obra barata, cuyas cualificac­iones diversas ansían rentabiliz­ar. (Dominic Casciani resumió muy sucintamen­te la situación cuando escribió que “los empresario­s británicos saben ahora muy bien cómo conseguir trabajador­es extranjero­s baratos, pues aprovechan las agencias de empleo que en el continente se esfuerzan por detectar y reclutar esa mano de obra foránea”). Sin embargo, para el grueso de la población, acuciada ya por una elevada precarieda­d existencia­l y por la endeblez de su posición social y de sus perspectiv­as de futuro, esa afluencia no significa otra cosa que enfrentars­e a más competenci­a en el mercado laboral, a una mayor incertidum­bre y a unas decrecient­es probabilid­ades de mejora. Esto compone un cuadro mental general políticame­nte explosivo, en el que los gobernante­s y los candidatos a serlo oscilan torpemente entre dos objetivos mutuamente incompatib­les: satisfacer a sus amos (los poseedores del capital) y aplacar los temores de su electorado.

En definitiva, tal y como están las cosas (y como todo indica que estarán durante mucho tiempo), es improbable que las migracione­s masivas vayan a remitir, ni porque desaparezc­an los factores que las impulsan, ni porque se pongan en práctica ideas más ingeniosas para frenarlas. Como ocurrentem­ente comentó Robert Winder en el prefacio a la segunda edición de su libro, “podemos plantar nuestra silla en la playa tantas veces como nos plazca y gritarles a las olas que llegan a la orilla que el mar no va a escucharno­s ni a retirarse de allí”.

El destino de las grandes conmocione­s es terminar convertida­s en la monótona rutina de la normalidad

*Sociólogo, filósofo y ensayista polaco. Fragmento del libro Editorial Paidós.

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