Los sentimientos, aquello que no se explica
De a poco, flor a flor, el paisaje se prepara para la explosión de los colores. De los resfríos y la tos, algunos niños pasarán al estornudo típico de la alergia. Pero todos ocuparán nuevamente los patios, las plazas, retornará el juego al aire libre.
Con llanto y abrazado a su padre, entra Benjamín, de tres años y medio de edad, a buscar el certificado de salud para ingresar al jardín o “la escuela”, como describen a esta instancia los niños, para diferenciarla de las guarderías o los maternales.
Entre sollozos, Benjamín me dice: “Yo soy hincha de Boca”. Mientras, el padre trata de hacer que se siente en la camilla.
“Yo soy de Belgrano”, le contesto.
“¿Por qué?”, me pregunta, inquieto, temeroso y observando todo lo que pasa a su alrededor.
“Es lo que me pregunto
siempre”, pienso, esbozando una sonrisa.
Pero no digo nada y, en cambio, vuelvo a consultar, mientras me preparo para auscultarlo: “¿Y vos por qué sos de Boca?”. “Porque sí”, dice, asertivo. Los niños siempre tienen la exactitud de la sinceridad.
En Benjamín puede haber influido su padre o su abuelo para que sea de Boca, pero los sentimientos no se explican. Se viven, se expresan; brotan, sin razón alguna.
Su llanto, sus temores, son – desde nuestra perspectiva– injustificados.
Los miedos son irracionales y no sólo en la infancia: lo desconocido, lo novedoso, despierta en casi todo momento de la vida ansiedad y preocupación.
Para los niños, es casi todo nuevo y no conocido. Para ahuyentar esa sensación de inseguridad, los padres debemos estar presentes, acompañando, calmando.
Alejar esos temores puede costar sólo un beso o un abrazo.
Para demostrarles nuestro amor –otro sentimiento irracional–, alcanzará nuestro cobijo, nuestra palabra será insustituible.
No hará falta que Benjamín sepa explicar por qué es hincha de Club Atlético Boca Juniors, como tampoco la razón por la que sus padres lo aman.
Sólo le bastará con sentirlo.