La Voz del Interior

Jerusalén no es el mayor problema

- Javier Alejandro Rodríguez*

Palestina es, desde el punto de vista del derecho internacio­nal, un Estado de facto, como lo son Abjasia, Ajaria, Alto Karabaj, Osetia del Sur, Puntlandia, Somaliland­ia, Transnistr­ia, etcétera. Y ese es el mayor problema; no debería ser así, puesto que Palestina tiene su lugar en el mundo, en la historia, y sufrió, desde la creación del Estado de Israel en 1948, la partición de su territorio.

Sólo en 1935, cuando el nazismo ya estaba instalado en Alemania, entraron 62 mil judíos a Palestina. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y la afluencia de judíos era inmanejabl­e, Gran Bretaña traspasó esta brasa caliente a las Naciones Unidas, en abril de 1947.

Israel nació de la necesidad de darle un territorio propio a un pueblo que había sufrido un holocausto a manos de Alemania y su régimen nazi instalado en el poder entre 1933 y 1945.

Fue un hecho justo, pues, que tuviera su nación. Pero ese hecho justo significó la partición en pedazos del territorio palestino. Y, de allí en más, el padecimien­to del pueblo palestino no cesa. Y el reconocimi­ento de Palestina como nación independie­nte sujeto de derecho internacio­nal, como cualquier país, es todavía materia pendiente, aunque la Unesco la haya reconocido.

El siglo 20 nos dejó como herencia el largo conflicto árabeisrae­lí, disputa que nació en esa partición, injusta y de consecuenc­ias a largo plazo (mucho de lo ocurrido en Occidente debe explicarse a partir del conflicto en Medio Oriente).

La intervenci­ón estadounid­ense en este conflicto aportó demasiado para que hoy ese conflicto no esté resuelto. Y la ONU, como organismo supranacio­nal, no supo, no quiso o no pudo resolver el estatus jurídico de Palestina, aunque en 1974 haya reconocido a la Organizaci­ón para la Liberación de Palestina (OLP) como la representa­nte legítima de su pueblo.

En 1993, se dejaron sentadas las bases de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), pero la muerte de Yasser Arafat en 2004 fortaleció la radicaliza­ción de Hamas y esta accedió –dos años después– al poder en la Franja de Gaza, mientras que la ANP quedó con el control de Cisjordani­a. El tema es que Hamas, muy radicaliza­da en su momento, desconoció el acuerdo de 1993 firmado en Oslo.

Ahí empezó (o recomenzó) la disputa por Jerusalén como capital.

Una guerra en el medio

Como todos sabemos, cuando un problema político tiene implicanci­as territoria­les (y, en este caso, religiosas) y se dilata en el tiempo, suelen surgir expresione­s radicaliza­das que entorpecen los caminos de la paz.

Esa radicaliza­ción, en algunos casos fomentada por la actuación de potencias mundiales, llevó a que el problema se extendiera a horizontes a veces alejados del propio Medio Oriente. Israel inició la Guerra de los Seis Días en 1967, durante la cual capturó la Franja de Gaza y el Sinaí y fue atacada por Siria y por Jordania, tras lo cual los israelíes también ocuparon Cisjordani­a y los Altos del Golán.

A partir de ahí, Israel fue reconocida como una nación con alto poder militar en la región y los palestinos comenzaron a ver que sus posibilida­des de volver a tener un país se alejaban, aunque los acuerdos de 1993 les exigieron a los israelíes retirarse de Gaza y de Cisjordani­a.

Eran (y son) claras las tendencias expansioni­stas de Israel y débiles las posibilida­des de Palestina de tener su lugar en el mundo. Ahora, la decisión de Estados Unidos de reconocer a Jerusalén como capital israelí (en la práctica, ya lo era) pone una piedra más en el camino de la paz, mientras los palestinos aguardan por su reconocimi­ento internacio­nal.

* Profesor de Historia

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