El extraño caso de Pedro
Pedro permanecía como un fantasma. La noche más que oscura avanzaba y, agazapada, se metía por el ventanal de la habitación. La ranura de la puerta de entrada estaba taponada por el polvo, las últimas hojas del otoño amarillo y un abanico de sobres cerrados. Estaba sentado en el sillón, cubierto por una manta a cuadros azules y rojos, en las que las hilachas ganaban terreno y cuyos orificios, viejísimos, se habían agrandado con el paso del tiempo. La pantalla chillona del celular le alumbraba la cara, deformando sus facciones. En el cuarto contiguo, silbaba inútilmente una tetera, un televisor daba aviso del fin de la programación y un enjambre de moscas revoloteaba, con total impunidad, sobre los restos de una cena inconclusa. Los pulgares ágiles de Pedro bailoteaban decrépitos sobre el teclado enmudecido. La casa, alegre y bulliciosa en otras épocas, inexorablemente vacía ahora, albergaba todavía los últimos pasos alejándose y las últimas charlas sin respuestas... Extraños sonidos entrecortados emanaban del aparato. Pedro respondía compulsivamente: cadenas de oración para la buena fortuna, humoradas, bendiciones, saludos, rarezas del mundo natural, audios y videos, interminables ¡ja, ja, ja! y una fila india llena de emoticones, pulgares en señal de aprobación y toda suerte de íconos.
¿Cuánto tiempo había pasado Pedro en ese trance? Nadie lo sabía con exactitud. La mañana que lo encontraron, lo llevaron sin poder despegarlo del sillón ni de aquel aparato que lo hipnotizaba.
El llamado de la familia al 911 había sido categórico:
—No nos escucha ni nos ve. Simplemente no nos registra. Tememos por su vida.
La luz del día cegó a Pedro, obligándolo a parpadear brevemente. Casi balbuceando, olvidado por completo de su lenguaje humano, alguien creyó oír al hombre decir:
—¡Un momento! ¡Me llegó otro whatsapp!•