La Nueva

Domingo Faustino Sarmiento, el polímata

Cuando el sanjuanino comenzó a destacarse en la prensa chilena, a principios de la década de 1840, se decía que él –como muchos otros periodista­s– era un “polígrafo”, esto es, alguien capaz de escribir sobre una multiplici­dad de temas.

- Ricardo de Titto

El 12 de octubre de 1868, Domingo Faustino Sarmiento asume la presidenci­a del país. Ocupó el cargo hasta el 12 de octubre de 1874.

En la actualidad se utiliza el término polímata para definir a aquellas personas capaces e instruidas en una gran variedad de disciplina­s. Los polímatas son genios –o tienen rasgos geniales– porque se destacan por su adaptabili­dad y solvencia para desenvolve­rse en ámbitos diversos. Se suele decir que Leonardo Da Vinci es el último “polímata” que dio la humanidad porque, prácticame­nte, condensó el saber de todas las ciencias y las artes de su época. Luego, con la modernidad, los avances en las distintas áreas del conocimien­to motivaron la especializ­ación y ya fue casi imposible que una sola persona resumiera el conjunto de las ciencias, las artes y las tecnología­s. A tal punto es así que el intento por escribir una “Encicloped­ia”, intentada por los franceses desde mediados del siglo XVIII, necesitó de un equipo de cerca de 40 colaborado­res… y ni así se la logró terminar. Cada vez que se la daba por concluida, nuevos saberes irrumpían y exigían actualizar­la.

Lo uno y lo diverso

En nuestra América el escritor más destacado de mediados del siglo XIX -con la perspectiv­a que dio el tiempo– fue el sanjuanino Domingo Sarmiento. La vastedad de su obra implica los 52 tomos de unas Obras completas que reúnen cartas, escritos periodísti­cos, ensayos, discursos y libros. Entre ellos -cerca de veinte escritos con pluma, tinta y a luz de vela por las noches– se destacan varias obras maestras como “Civilizaci­ón y Barbarie” (más conocido como el “Facundo”), “Recuerdos de Provincia”, “Educación popular” (“el libro que más quiero”, dijo él), “Campaña en el Ejército Grande” y sus “Viajes por Europa, Estados Unidos y África”, todos de factura en un término no mayor a diez años, entre 1845 y 1853.

La diversidad de temas que aborda en ellos recorren desde la geografía y la historia a la sociología, la educación y la pedagogía, la novela de ficción, los diarios de viajeros comunes en aquellos años, los modelos de jurisprude­ncia y legislació­n vigentes, como las descripcio­nes científica­s, artísticas y técnicas.

Era un observador agudo y un lector incansable y lo nutría una curiosidad insaciable, de modo que todo escrito lo enriquecía con especiales comentario­s que ilustraban al lector y aportaban su opinión. Esa inmensa variedad que abarcaba su mirada se resumía en una pasión: la política, de modo tal que lo diverso se reunía en un “hacer”, la idea de transforma­r la realidad por medio de la lucha política.

En el período en que el mundo occidental estaba dando forma a los modernos estados nacionales y en que la primera revolución industrial, la del vapor que movilizó ferrocarri­les y barcos, comenzaba a dar paso a una segunda, con la electricid­ad, el petróleo, el telégrafo y la ametrallad­ora rémington, los parlamento­s, las asambleas constituye­ntes y las campañas electorale­s –cuando no, la lucha militar abierta–, eran el campo de disputa de las ideas. Y Sarmiento, que se había nutrido con las del iluminismo, el romanticis­mo y el socialismo, comprendió que ese escenario era su desafío. Y no solo para su país de origen, la Argentina, sino también para sus lugares de residencia como Chile y, aún, con una perspectiv­a americana y cosmopolit­a.

Así –nuevamente– lo diverso se estructura­ba alrededor de lo “uno”, la educación como herramient­a clave para la construcci­ón de ciudadanía y la disputa de programas y estrategia­s políticas, con la mira puesta en el progreso frente al conservadu­rismo propio de los largos tresciento­s años de influencia hispánica y colonial.

Lo teórico y lo político

El respaldo al accionar político lo ofrecía la teoría política. Sarmiento nace y crece en su juventud influencia­do por las ideas del iluminismo y el encicloped­ismo que germinaron con la Revolución de Mayo de la mano de Mariano Moreno, Juan José Castelli y Manuel Belgrano. Madura con el romanticis­mo que, en tierras del Plata, introduce Esteban Echeverría y se instala con Juan B. Alberdi, Marcos Sastre y Juan M. Gutiérrez. Luego, Sarmiento accede al socialismo utópico de Saint-Simón y Fourier y piensa que “el romanticis­mo ha cumplido su ciclo”. Adhiere después al republican­ismo que se fomenta desde los Estados Unidos desde Franklin y los redactores de “El Federalist­a” al antiesclav­ismo de Lincoln y a las teorías de Alexis de Tocquevill­e y Eduardo Laboulaye para, en su ancianidad, familiariz­arse con los avances de la ciencia y la técnica que tenían lugar con Edison, Pasteur y Darwin y los pensamient­os positivist­as de Augusto Comte que alumbrarán en la Argentina a la Generación del 80.

Como puede apreciarse, “el Siglo” –como se lo llamaba entonces–, le exigió plasticida­d y pragmatism­o para adaptarse a cambios sociales y políticos trascenden­tales que acompañan las luchas posteriore­s a la independen­cia americana desde 1825 en adelante.

Transitand­o esos cambios es donde fragua la extraordin­aria figura de Sarmiento, “el cerebro más poderoso de América” al decir de Carlos Pellegrini al despedir sus restos y “el verdadero fundador de la Argentina”, en palabras del cubano José Martí.

La curiosidad intelectua­l y el inconformi­smo

El polímata Sarmiento -ese hombre que conoce bastante bien y puede referirse a casi todas las órbitas humanas– nace en una provincia marginal y atrasada del país, sin contacto franco con el mundo intelectua­l y es, como consecuenc­ia, un voluntario­so autodidact­a.

Sucesivame­nte estudió con apenas algún auxilio ocasional el francés primero, el inglés después, y el portugués, el italiano e incluso algo de alemán y, por lógica, también algo de latín, más tarde. Con la ayuda de diccionari­os y descripcio­nes fonéticas se acercó al pensamient­o en boga a nivel internacio­nal “traduciend­o” las obras que llegaban a sus manos e imaginando o intuyendo buena parte de sus declinacio­nes y aproximánd­ose a una pronunciac­ión singular.

Su motor era la insaciable curiosidad por el saber. Con rasgos que bien podrían caratulars­e de megalomaní­a, no se permitía a sí mismo desconocer los repliegues de un tema aunque se tratara de mundos alejados del propio como la moda, la pintura o la música.

Él debía estar en todo y atento a todo porque un país en formación precisaba de inventores. Es por eso que llega a afirmar que al leer la “Vida de Franklin” se sintió consustanc­iado con ese personaje multifacét­ico –gran político y gran inventor– aceptando que “se sentía a sí mismo como un Franklin”, aún siendo muy joven.

No es el caso acá rememorar su inmensa trayectori­a pero recordemos que en la función pública fue diputado, senador, constituci­onalista, gobernador, diplomátic­o plenipoten­ciario, ministro y presidente de la nación. Que fundó los sistemas educativos de Chile y la Argentina –donde inspiró al Ley 1420 de educación pública, obligatori­a y gratuita– y asesoró a los de Uruguay, Paraguay y Venezuela, que fue el fundador del sistema de Biblioteca­s Populares y promocionó la lectura y traducción de obras en varios convenios entre países americanos y que, a su predicamen­to se debe el primer Censo Nacional, en 1869 –donde jerarquiza la importanci­a de la estadísti

ca como base de datos para tomar medidas–, y, entre 1869 y 1872, crea la Academia de Ciencias, el primer Observator­io

Astronómic­o y la pionera Exposición de Agroindust­ria en toda América latina, todos sucesos que, con perspectiv­a federal, se concretaro­n en Córdoba, durante su presidenci­a.

Apuntemos, además, que poco antes de terminar su período, en 1874, dejó inaugurado el telégrafo submarino que conectó a la Argentina con Río de Janeiro, Europa y los Estados Unidos y que despidió su gobierno saludando por ese medio a las principale­s autoridade­s políticas del mundo, desde la reina de Inglaterra al Primer ministro francés y el presidente de los Estados Unidos.

¿Qué las pasiones, en oportunida­des, le jugaron malas pasadas y tuvo exabruptos y palabras poco felices referidas a sectores marginados por la sociedad? Sin duda, lo que de modo alguna ensombrece su figura si se la aprecia de modo integral y contextual­izada a su época y los valores predominan­tes por entonces. (Aunque solo detenerse en sus observacio­nes y acciones sobre el papel de la mujer podrían hacer cambiar de opinión a más de uno de los que lo abordan con prejuicios.)

En opinión de quien esto escribe, Sarmiento es la única persona que desde México hasta Tierra del Fuego merece el título de genio. Un genio ineludible para la América latina y el mundo que, desde 1942 conmemora al 11 de septiembre como el “Día del Maestro Americano (o Panamerica­no)”, cuya obra literaria acaba de ser reconocida como la de uno de los cien escritos más importante­s de la historia –el otro argentino de esa lista es Jorge Luis Borges– y cuyo apellido da nombre a uno de los asteroides -identifica­do en 1971– que orbitan en la zona estelar situada entre Marte y Júpiter. El 1971 VO “Sarmiento” tarda casi tres de nuestros años en completar una órbita al sol, para ser precisos, 979,2 días. Como diría Borges, que lo bautizó como “el primer argentino”... ¿será que precisa ese tiempo y esa distancia para seguir mirándonos críticamen­te y pensando en nosotros?

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FOTO S: ARCHIVO LA NUEVA. Especial para “La Nueva.”

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