La toma del Fortín Yunká 1919: el último malón y la represión
Al comenzar el siglo XX la zona del Chaco se consideraba “pacificada”. Sin embargo, la situación era tensa; había depredaciones y hostilidades.
Capitán Enrique Boy, y la cuadra de la tropa. Los conscriptos duermen en catres alineados en un rancho de adobe y paja.
Entre 1907 y 1908 hubo varios encontronazos y la resistencia aborigen se concentró en el territorio de la actual provincia de Formosa. La política de doblegarlos ofreciéndoles trabajo en los obrajes daba un resultado exiguo: convertirse en obreros o peones significaba para los originarios un sustancial cambio de estilo de vida y las referencias de quienes habían sido atraídos a ese régimen –por no decir capturados– no eran buenas. La desconfianza primaba ya que las condiciones de vida eran pésimas: las viviendas tan miserables como las que ellos habitaban; las jornadas de trabajo, agotadoras y los sueldos pagados siempre con demora y con bonos para canjear en el mismo almacén de ramos generales regentado por el patrón o la empresa. Eso, cuando no recibían castigo físico, obligando, además, a trabajar a esposas e hijos desde muy temprana edad.
Las actividades represivas y de ocupación del territorio se consideraron completadas cuando, el 1911, la Fuerza de Operaciones en el Chaco avanzaron hasta establecer una línea de fortines en la frontera con el Paraguay, avance que se consolidaba con la expansión del telégrafo y líneas férreas que acompañaba la apertura de caminos y algunos cuarteles. A las dificultades propias del lugar y, sobre todo, las altas temperaturas, se agregó en aquella oportunidad una sucesión de lluvias torrenciales que entorpecieron aún más los desplazamientos. En 1912 se fundaron cinco pueblos nuevos avalados por un decreto presidencial del 5 de febrero: Km. 174; Km 525, Pozo del Fierro, Presidencia Roca y Nuevo Pilcomayo. El nuevo centro político y militar se instaló en Las Lomitas a finales de 1914. Estas medidas, más la instalación efectiva de cuerpos de gendarmería, hizo pensar que la zona quedaría totalmente alejada de posibles incursiones de “salvajes”, pero no fue así: la confianza en que ya la cuestión estaba resuelta llevó a las autoridades a cierto exceso de confianza. El decreto de enero de 1918 que designó nueva jefatura especificó que, dadas las circunstancias “no era imprescindible que su jefe y oficialidad pertenezcan a la actividad”. El nuevo jefe, Francisco Barboza, era un veterano de las huestes radicales y –como Napoleón Uriburu, a quien mencionamos en la nota anterior que fue revolucionario en 1890– había participado en actividades conspirativas, clásicas durante los años en que la “causa” de Yrigoyen enfrentó al “régimen” conservador en pos de obtener elecciones democráticas. Hombre bravo, su traslado había tomado cuerpo luego de que los pioneros denunciaran un sistemático acoso en los poblados, que llegaron incluso a ocasionales asesinatos. A fines de 1918, en Laguna Yema, se vivieron “continuos atropellos” y temiendo por sus vidas y sus pertenencias –incluyendo la hacienda– la población se trasladó a Pozo del Fierro. En esos momentos el jefe se encontraba en Buenos Aires de modo que su lugar fue transitoriamente ocupado por el capitán Enrique Boy –a quien ya citamos– que llevaba ya varios años en el Chaco. Desde la capital se le ordenó tomar posición de contraataque desde Las Lomitas –Km 197 del ferrocarril– movimiento que se concretó en diciembre de 1918.
Preparativos de acción
La situación se tensó: el 9 de diciembre el jefe del regimiento de Las Lomitas notificó que las poblaciones de Laguna Yema, Candelaria y Totoral habían sido asaltadas e incendiadas y que, luego de socorrerlos y recuperar las caballadas robadas, se había dispuesto proteger con refuerzos otros asentamientos de la región, lo que desprotegía a otros, dado lo exiguo de las fuerzas con que se contaba. El telegrama respectivo culminaba de modo dramático: “Línea, por escasez de personal, no está en condiciones desempeñar su misión. Es urgente reforzar efectivos regimiento”, pedido que el capitán Boy reiel 18 de febrero cuando solicitó con urgencia el envío de, al menos, cinco oficiales, haciendo notar que dos de los fortines, Yunká y Nuevo Pilcomayo estaban al mando de suboficiales. De cualquier modo, como se preveía la amenaza sobre Yunká, el comandante interino dispuso entregar el mando de dos fortines, Perín y Fontana, a autoridades civiles “para reforzar con esa tropa el fortín Yunká”. El comando de la región respondió “que oportunamente contestaría”, como dejó asentado Boy.
En enero de 1919, la insurrección obrera conocida como la “Semana Trágica” desvió por completo la atención de los sucesos e, incluso, motivó el desplazamiento de oficiales de provincia a los centros urbanos lo que desprotegió aún más las zonas de frontera. El 19 de marzo –cuando los ecos del movimiento anarquista todavía resonaban en Buenos Aires, Rosario y Montevideo con pogromos hacia los judíos y formación de grupos paramilitares como la Liga Patriótica– se produjo lo esperado: el Fortín Yunká fue asaltado por un bravío grupo de indios.
¿28 contra 10.000?
Tres días después la noticia llegó al fortín Comandante Fontana, en el Km 182 de la línea del ferrocarril a Embarcación. El copamiento del fortín se había cobrado tres vidas. Desde Fontana salió de inmediato una partida con ocho hombres, todo lo que se disponía, mientras se reforzó otros dos fortines y se decidió apresar al cacique Tesocki que habitaba en el Km 263 del ferrocarril lo que no fue fácil. El cacique –sobre quien pesaban algunos cargos de crímenes previos– y nueve de sus hombres causaron heridas a dos de los milicos. En el clima convulsionado por los episodios porteños del anarquismo obrero, los diarios resaltaron la cuestión: La Prensa del día 23 anunció algo así como un “levantamiento general” bajo el título de “Levantamiento de indígenas: muertos y heridos”.
El día 21 en horas nocturnas otra correría de un grupo pequeño de indios había asaltado sin éxito el fortín Pegaldá, a quienes se los suponía rondando aún cerca a la expectativa de recibir refuerzos. Desde Corrientes los pobladores exigían refuerzos y armas para su autodefensa: todos culpaban por entonces al cacique Garcete, jefe de los pilagás. Un tren fue despachado de Formosa a Embarcación “por cuenta y orden del Ministerio de Guerra”: Boy encabezaba un grupo de 8 suboficiales y 12 soldados, con 12 mulas que se trasladaban “dado el carácter grave” que –se aseveraba– tomaba el alzamiento y que, según estos cables, era cada vez más extendido. Se corrió la voz que 10.000 indios atacarían Fortín Fontana. Según las mentas Boy respondió: “¡28 contra 10.000! Dígame colega ¿no sabe si va médico en la expedición?”. No lo consiguió pero, al partir, además de su revólver y una carabina máuser, llevó… una máquiteró
na fotográfica y un cabo enfermero “con un botiquín bien provisto”. Calculó entonces que, con los distintos refuerzos podría reunir unos cien hombres. La idea no era presentar batalla sino hacer un juego de pinzas para arrinconar a “los salvajes” contra el Pilcomayo y obligarlos a cruzar el río. Al llegar a la Gran Guardia comandante Fontana tuvieron una doble noticia. Por un lado, el ataque ya se había consumado y toda la guarnición había sido muerte. La otra, que el número de insurrectos era mucho menor que la estimada inicialmente. De cualquier modo, como destacan Lapido y Spota, la formación militar “debió dar paso a un convoy repleto de gente que huía”. El día 27 – informó el corresponsal de La Prensa– “arribó un tren trayendo unas 70 mujeres y niños procedentes de los obrajes y estaciones ‘donde ha comenzado a cundir el pánico’”. De lo sucedido en Yunká ya se confirmó la muerte de tres mujeres y un niño, todos degollados.
A bosque traviesa
Comenzó entonces el avance del contingente encabezado por Boy, caminando en fila india, que se metió en lodazales y cruzó ríos crecidos recurriendo a improvisadas balsas y llevando el ganado a nado. Por las noches encendían ramas verdes a fin de ahuyentar mosquitos y tábanos que pululaban por millares. Algunos no pudieron pegar un ojo, a pesar de los mosquiteros. Un nuevo informe, fechado el 24, aclaraba que los muertos en el fuerte eran en total 15 que “no se han podido identificar por encontrarse totalmente descompuestos. Al fortín no lo han quemado. Se han llevado todas las existencias, vestuarios, equipos, armamentos, munición, racionamiento y ganado” y comentaba que “se han encontrado dos indios muertos enterrados, se presume que haya habido combate”. Los avanzados sepultaron los cadáveres y levantaron el sumario correspondiente.
Con el concurso de un cacique enemigo de Garcete, Nela-Lagadik como baqueano, el grupo avanzó en línea recta hacia la toldería buscada “que estaba muy escondida entre lo más espeso del monte y era muy difícil de descubrir”. Pero un día de lluvia intensa y con noche cerrada el nuevo “guía” se fugó. El resto del camino hasta Yunká se dificultó: durante varias horas debieron caminar con el agua cubriendo el pecho de las mulas. Solo lograron bajar a “tierra firme” al llegar a Yunká, confirmando entonces que el ataque había sido devastador: “Los indios –indica un parte– habían arrasado todo, ensañándose y matando sin provecho, además de la guarnición, las mujeres, chicos, gallinas y perros”. Se decía que una muchacha rubia, hija de un sargento, había sido tomada cautiva y algunos testimonios aseguraban haberla visto en el límite con Paraguay muchos años después, viviendo entre los indios lenguas. Pero todos los datos precisos quedaron envueltos en sombras; la realidad es que los informes hablan de cuerpos descompuestos imposibles de identificar. Dejando 15 hombres en Yunká, el resto partió hacia el norte a fin de escarmentar a los rebeldes. Eran 10 suboficiales, 35 soldados y 72 mulas de carga. Siguiendo la huella de los indios que iban cargados por el botín –se encontraron en el camino, entre otras cosas, una olla rota, una caja de pasta de dientes y un frasco de alcohol del botiquín– y observando sus paradas, pudieron estimar que el grupo no pasaba de 250 hombres, cálculo que se logró dada su costumbre de comer en círculos de no más de doce comensales. El contingente siguió camino en busca de Garcete aunque sus provisiones ya eran muy escasas: mateaban con yerba usada y estaban atentos a encontrar algún animal suelto que carnear. Las mulas caían en los pantanos y se las debía socorrer, las armas debían llevarse con el brazo en alto.
En esos mismos días –según el corresponsal de La Prensa– cerca de 4.500 indios de distintas tribus eran acarreados para trabajar en la zafra del Ingenio Ledesma de Jujuy… Entretanto el presidente Yrigoyen anoticiado de los movimientos por su ministro de Interior Ramón Gómez, ordenó movilizar fuerzas: cerca de 50 hombres bien pertrechados partieron entonces desde Concordia.
La represión y el juicio de la historia
Los milicos estimaban que Garcete se hallaba en el estero Patiño a cuyas aguas llegaron el 6 de abril. Patrullas de exploradores y baqueanos lograron dar con la senda y el 8 tomaron la huella. Cercaron la tienda y dispararon fuego graneado matando a varios familiares del cacique… pero el toldo principal había sido abandonado. “Se batió la toldería, dispersando a la indiada”, dice el Itinerario, confirmando por objetos encontrados –algunos elementos militares– que ellos eran los que habían asaltado Yunká. También se hicieron de unos 30 vacunos que permitieron saciar la hambruna. Las tiendas fueron devastadas por completo y los indios sobrevivientes se internaron en la selva impenetrable. Momentos después de partir de regreso se ordenó quemar la toldería; un niño indio –un “chireté”– murió encerrado por el fuego y la milicada escuchó se alejó escuchando sus gritos desgarradores. Las fuerzas movilizadas desde Concordia se acercaron y estructuraron entonces varios batallones para avanzar por caminos diversos con la complicidad de algunos caciques “amigos” a quienes se los comprometió en este movimiento envolvente. Sumando gendarmes -voluntarios– y conscriptos, con suboficiales y oficiales del ejército se completó el recorrido; que se calculó, en total, en unas 140 leguas (cerca de 700 kilómetros) que, con sumo cuidado, el capitán Boy describió en un croquis del recorrido y un diario de marcha. Los militares consideraron la tarea cumplida. A pesar de que no habían podido dar con Garcete lo consideraban fuera de combate, arrojado con pequeñas huestes a los límites del Paraguay.
El día 21 consumaron el regreso. Lo recuperado incluía “44 vacunos, 320 lanares y cabríos, 12 yeguarizos y 11 burros, todos ellos sin marca” y el 22 “la comisión regresó por tren a Formosa. Volvieron todos los hombres que habían partido y con sus animales sanos. La marcha hacia Yunká había comenzado el 25 de marzo y en menos de un mes los indios habían sido castigados y desalojados al confín de lejanos esteros. La “persecución y batida”, como escribió Boy en defensa de su foja de concepto, había sido exitosa. Cruzando información diversa, los muertos, en total, se han calculado en unas 120 familias aborígenes –entre 400 y 600 originarios, por lo menos– y las 15 personas no indígenas mencionadas, muertas durante el malón.
“La persecución ha sido presentada como violenta y sanguinaria”, destacan las autoras de la investigación que citamos. “Jalonada por tolderías incendiadas a las que Boy ordenaba pegarles fuego sin inspección ni aviso previos” aunque, señalan, “la excitación y el ansia de atrapar a los culpables no eran exclusivas del jefe, sino un sentimiento común” a toda la milicada y los civiles ateridos. Otras voces testimoniales suavizan los términos de la represión responsabilizando a los aborígenes de ser cobardes en la lucha frontal pero “feroces a traición y cuando el número los favorecía”. Las narraciones de los participantes están, sin embargo, plagadas de relatos crueles en los que se observa que la vida de aquellos indios no valía nada: eran considerados no mucho más que una plaga imposible de civilizar convirtiéndolos en obreros rurales.
El juicio de la historia sigue abierto sobre esta otra página dolorosa de nuestro pasado, allá en los confines del noreste argentino, juicio que incluye, por supuesto, a la primera presidencia de la era democrática moderna, surgida con la Ley Sáenz Peña: a la Semana Trágica, las matanzas de la Patagonia y la represión en los quebrachales de La Forestal se debe sumar el trato a los pueblos originarios del Gran Chaco; todo ello sucedió en solo cuatro años, entre 1919 y 1922, año en que Yrigoyen entregó el mando a su sucesor, Marcelo T, de Alvear.
La pacificación lograda en la región en 1885 no fue definitiva. La resistencia aborigen fue tenaz hasta 1919.