Temas vitales
Alejandro Zaffaroni tuvo el vuelo de bautismo en 1999. Se capacitó en 2004. Viene de una familia de pilotos de aviones.
Estaba en Pringles, sin planes a la vista, cuando lo invitaron a un asado en el campo, a 30 kilómetros.
Alejandro Zaffaroni llenó el tanque de su paramotor —aeronave con un pequeño motor de hélice y un parapente— y despegó.
Sus amigos estaban reunidos en la mesa cuando vieron un punto de colores en el cielo y empezaron a reír y alentar. Alguien lo filmó. No todos los días tus invitados llegan, literalmente, “volando”.
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Un vuelo de bautismo en parapente, en 1999, en El Bolsón, marcó un antes y un después en su vida.
El pringlense quedó tan alucinado con la experiencia que no dejó de preguntarse: “¿Y ahora cuándo volveré a volar?”
Relacionaba los vuelos con las montañas, ya que creía que sólo podía despegar desde lo alto.
Hasta que, en una charla informal, en un boliche, un amigo le contó que era posible despegar desde las llanuras. Le brillaron los ojos.
“Me dijo que él era piloto de parapente y que había hecho el curso en Bahía Blanca”, contó.
Sin dudarlo, en 2004 Alejandro comenzó a tomar clases con el instructor Lucas Mansilla, en el aeroclub bahiense, y continuó durante un año.
“El parapente es un ala y precisa velocidad para volar. Si estás en una ladera descendente esa velocidad se la da la persona corriendo de cara al viento hasta que se infla el parapente y comenzás el vuelo”, explicó Zaffaroni.
“Cuando se vive en el llano la oportunidad de hacer este tipo de vuelos es remolcado por un auto o impulsado con un paramotor, que te da fuerza de empuje”, contó.
El parapente es una aeronave flexible, ultraliviana y es la forma más económica de volar, dentro del mercado de la aeronáutica.
“Vos aterrizás en vuelo libre en un campo y guardás todo en tu mochila”, comentó.
La mochila pesa unos 20 kilos. Podés hacer dedo o mandar las coordenadas para que te vayan a buscar.
Le gusta la posibilidad de ver todo desde otro punto de vista.
“A los árboles los vemos de costado, desde abajo, pero nunca su copa desde arriba, ni la rozamos con los pies”, dijo.
En su ala recorre entre 35 y 40 km/h y, con paramotor, unos 55 km/h.
“He despegado desde Pringles, remolcado con el auto, y luego de varias horas he aterrizado en Reta o en Marisol”, contó.
Esos vuelos tienen una duración de entre 4 y 7 horas, dependiendo del viento.
El equipo es muy delicado y costoso, está compuesto por un material sensible a la temperatura, a los rayos del sol y a la humedad.
“Para ascender, hace falta localizar las corrientes ascendentes, pero el aire es invisible, es un fluido como el agua, por eso hay que imaginar su comportamiento”, mencionó.
Contó que en esta disciplina es necesario ir leyendo el cielo y el terreno.
“Hay que leer dónde están los disparadores de térmica para ascender lo más rápido posible hasta que vas perdiendo altura y encontrás
otra térmica”, explicó.
“Es como ir colgándose en lianas, de térmica en térmica, para avanzar”, dijo.
Ha llegado a volar hasta a a 3.500 metros de altura, sin motor, con rumbo noroeste, hacia Tres Arroyos.
Siempre ayuda una brisa para despegar y una para aterrizar y el día no debe estar muy ventoso.
Se requiere un viento máximo de 20 kilómetros por hora.
Entre algunos gustos que se dio, Alejandro llevó a volar a Marta, una mujer de 71 años, como regalo de cumpleaños de su yerno. Junto a Roberto Rodríguez, de 81 años, fue una de las pasajeras en vuelo biplaza más longevas que tuvo.
“Me siento muy feliz en el vuelo y post vuelo, pero hay días que está hermoso para volar y no lo hago. No tengo ganas y listo; se acabó. A veces manda el clima y a veces manda lo que te pide el cuerpo”, dijo.
Alejandro voló por Iquique (norte de Chile) Salta, Tucumán, La Rioja y El Bolsón.
“Lo mejor que me dio el parapente fueron los viajes que hice y la gente que conocí. Y poder volar entre las nubes”, dijo.
El pringlense realiza labores rurales varias. De los 20 a los 25 años trabajó en una fábrica de reconstrucción de neumáticos y, en 2001, viajó a Europa para trabajar en España e Italia. Hoy está en pareja con Betiana Fitere, con quien tuvo a su hija Francesca.
“Hubo riesgos anecdóticos en los que cometí errores por subestimar el clima. Este es el deporte de la paciencia”, dijo.