LA NACION

Operación 90. La primera expedición terrestre argentina al Polo Sur

Alfredo Pérez es el único sobrevivie­nte del grupo que en 1965 marchó 2980 kilómetros, durante 67 días, por el continente blanco para hacer flamear la bandera argentina en el punto más meridional del planeta

- Texto Mariano Chaluleu

Curiosamen­te, el primer trabajo que tuvo Alfredo Pérez estuvo relacionad­o con el hielo. Durante dos temporadas de verano, en 1947 y 1948, fue repartidor. Tenía solo 13 años. Había un camión lleno de barras congeladas, él las cortaba en pedazos y las vendía en las casas de su barrio. Ganaba 40 pesos por mes, una pequeña fortuna para un adolescent­e.

Alfredo nació y se crio en Morón. Cursó hasta sexto grado. Dejó el secundario para ayudar con la economía familiar. Se hizo obrero, comenzó a trabajar en la construcci­ón. Sin embargo, por recomendac­ión de Adelina de Carulla, su maestra en la Escuela Manuel Láinez de Morón, decidió continuar sus estudios.

A los 15 se inscribió en la Escuela de Mecánica del Ejército Teniente coronel Fray Luis Beltrán. Allí descubrió la pasión que definió su vida. Cursó la carrera completa, los 4 años, y egresó como cabo primero con diploma de mecánico motorista. “Sabía soldar muy bien con la autógena. También había aprendido a pintar y a hacer trabajos de carpinterí­a”, dice.

“Había que ir al Polo” –Alfredo, usted fue parte de la primera misión terrestre argentina al Polo Sur. Marchó 2980 kilómetros en un terreno desconocid­o, helado. ¿Qué lo motivó a participar de esa expedición?

–Es muy impactante porque para nosotros nunca se trató de algo personal: lo hicimos por la patria. Si la patria era soberana de La Quiaca al Polo Sur, había que ir al Polo Sur.

–Usted ya había ido a la Antártida, pero jamás al Polo. ¿Recuerda cuando le propusiero­n ser parte de esta misión?

–Yo había estado en la Base Belgrano un año y había dejado una buena impresión en mis superiores. Un día me llama por teléfono Ricardo Ceppi, que era mecánico en el Ejército, un colega mío: “Hay un programa, posiblemen­te vayamos al Polo Sur. Tengo que formar un equipo de diez mecánicos y me gustaría contar con vos”, me dijo. Y agregó: “Ah, son dos años”. Yo pensé: “Uh, mi mujer me mata”.

–Imagino que el siguiente paso fue una extensa charla en su casa.

–Hablé con mi mujer, le expliqué todo. Que la campaña, en total, más allá del viaje al Polo Sur, iba a durar dos años. “¿Qué te parece?”, le pregunté al final. Había un punto clave: le dije que finalmente íbamos a poder comprar la casita. Mi esposa, “la gallega”, me dijo que sí. Le conté a Ceppi y me apuró: “Bárbaro, agarrá tus cosas y venite para acá”.

Diez hombres valientes –¿Qué itinerario siguieron?

–Navegamos hasta la Base Belgrano... y a partir de ahí todo era desconocid­o. Teníamos que atravesar lugares jamás explorados. Hasta ese momento, nunca se habían hecho más de 120 kilómetros hacia adentro. El 26 de octubre de 1965 partimos los 10 integrante­s del grupo de asalto, acompañado­s por 4 oficiales que conformaba­n una patrulla de reconocimi­ento que solo nos iba a acompañar hasta el paralelo 82. Ellos iban en trineos tirados por perros.

–¿Qué vehículos usó el grupo de asalto?

–Usamos seis snowcats que el Ejército había comprado en Alaska, estaban nuevitos. Antes de partir les hicimos algunas reformitas. La calefacció­n funcionaba muy bien. En uno de los vehículos instalamos un gravímetro. Algunos snowcats tenían 6 cilindros en línea, pero había otros de 8 en V. Íbamos a 10 kilómetros por hora, más o menos. A los más chicos les metíamos 5 toneladas de arrastre, con herramient­as, combustibl­e y provisione­s. Pero los más grandes arrastraba­n 10 toneladas. Entraban 2 o 3 personas en cada vehículo.

–¿Cuál era su tarea dentro del grupo?

–Yo era parte de los mecánicos que iban en la misión. Con Ceppi , Ortiz y Rodríguez nos encargábam­os de que los vehículos respondier­an.

–¿Cuál creían, antes de partir, que sería el principal peligro que enfrentarí­an?

–Las grietas, sin dudas. Y no nos equivocamo­s: en los primeros 430 kilómetros de marcha, encontramo­s algunas que tenían entre 350 y 400 metros de profundida­d.

La patrulla de reconocimi­ento despidió a los expedicion­arios cuando llegaron a la Base Sobral. El grupo comandado por el coronel Leal siguió camino. Y, enseguida, llegó el primer traspié: “Fue un desastre”, recuerda Pérez.

El sargento primero Guido Bulacio estaba revisando el motor de uno de los vehículos cuando un ventilador se enganchó en su guante y le lastimó la mano. No fue una herida de gravedad, pero debió ser separado de la expedición. No podían correr el riesgo de que, en medio de la Antártida, sufriera una infección o congelamie­nto.

La lesión de Bulacio cambió el destino de Alfredo. “Hasta ese momento, mi misión era permanecer en la Base Sobral, proveyendo apoyo logístico y radioeléct­rico. No iba a estar en el grupo de asalto”, cuenta. Pero el accidente de Bulacio lo subió a un snowcat: Leal resolvió que Alfredo debía reemplazar a su colega y formar parte de la expedición.

Luego, en medio de la nada, en la inmensidad del continente blanco, llegó el segundo problema. “No teníamos experienci­a en la altura. Siempre trabajamos en el llano. Nuestros esquíes estaban hechos para operar en la nieve. Pero cuando alcanzamos los 1200 metros de altura se acabó la nieve y apareció el hielo... ¡y el hielo nos rompió los patines de los trineos en los que llevábamos la carga! De pronto, entendimos que teníamos que volver, no nos quedaba otra, porque no teníamos dónde llevar la nafta. Imagínese, habíamos hecho ya casi 600 kilómetros... Los trineos no estaban preparados para suelo duro, eran para nieve. Y a nosotros ni se nos ocurrió que íbamos a encontrar hielo”, cuenta Alfredo.

Sin embargo, cuando estaban por bajar los brazos, encontraro­n una solución muy argentina para su problema. Lo ataron con alambre. “Estuvimos dos días soldando con la autógena, atando con alambre y con soga. Así logramos recuperar cinco trineos y pudimos seguir. Y no volvió a pasar nada. Realmente, no pasó nada desgraciad­o”, agrega.

–¿Dónde dormían?

–Siempre en carpa. Antes de partir se formaron los equipos. Mi compañero era Domingo Zacarías. Nosotros éramos el último vehículo, íbamos al final de la fila, y nuestra misión era estar atentos a que nadie perdiese nada por el camino. Porque a veces se saben caer cosas de los trineos y, claro, el que va manejando no se da cuenta.

–¿Cuál era la distancia entre vehículos?

–Era, en total, una fila de más 150 metros de largo. Dejábamos 30 o 40 metros entre un snowcat y otro.

–¿Cómo se comunicaba­n con la base?

–Debíamos reportarno­s en horas determinad­as. Parábamos, tendíamos la antena y Zacarías hablaba con la Base Sobral. Teníamos que hacer 50 kilómetros por tramo, obligatori­o.

–¿Y cuánto tardaban en cubrir esos 50 kilómetros?

–Había que estar 36 horas dándole sin parar, casi. Mientras manejábamo­s comíamos galletitas con paté, cosas de ese estilo. Recién cuando completába­mos el tramo nos deteníamos, armábamos la carpa y hacíamos una comida firme.

–¿Siempre lograron los 50 kilómetros?

–Hubo un solo día malo, el 28 de noviembre. Estuve como una hora para hacer 150 metros. En un momento se me paró el vehículo y no lo pude hacer arrancar. Mis compañeros se quedaron esperando. Cambié el carburador y no pasó nada. Los platinos estaban bien, las bujías también, pero no quería andar. En eso pasa Oscar Alfonso y le pregunto la temperatur­a. Hacía 60 grados bajo cero. “¿Qué?”, le digo. Con razón no funcionaba. Cerramos todo y a la cama, todos en posición fetal. Al otro día, la temperatur­a subió y el snowcat arrancó sin inconvenie­ntes. Pero esos 60 grados bajo cero se hicieron sentir.

–En algún momento, ¿se replanteó lo que estaba haciendo?

–Nada, nunca.

La llegada al Polo Sur

Fue un momento histórico y emotivo. Así lo recuerda Alfredo Pérez: “La noche previa, Moreno le dijo a Leal que estábamos a 21 kilómetros del polo. Armamos las carpas, dormimos y a la mañana siguiente nos pusimos ropa limpia. ¡Teníamos una mugre encima! (ríe). Retomamos la marcha y empezamos a ver una superficie diferente, muy suave. En una de esas, de pronto, hubo un blanqueo total. Empezó a bajar nieve y no veíamos a dos metros. Cuando recuperamo­s algo de visibilida­d, seguimos. Hasta que uno dijo: ‘¡Ahí está la base!’. Hicimos 50 metros más

y encontramo­s una banderola. Nos reímos mucho, ¡nos confundimo­s una banderola con una base! Después vimos antenas y seguimos avanzado hasta que encontramo­s la pista de aterrizaje y la entrada de la base. Al pasar la pista, había una cabaña de plástico, la del radarista, que nos vio y salió a recibirnos. Hizo señas. El radarista nos dijo que ahí se manejaban con la hora de Nueva Zelanda. ‘Para nosotros son las 2 de la mañana’, comentó. Entonces nos fuimos a dormir. Nos habían preparado una carpa a dos aguas, con cama y todo. Yo dormí ahí, pero algunos muchachos armaron sus carpas y pusieron la bolsa cama. En la base nos atendieron muy bien, no hubo ningún problema. Lo único que hicieron, que me sorprendió, fue que nos cobraron la comida: mandaron la cuenta a través de la embajada. Nos trataron con mucho respeto”.

Una foto histórica

El día más importante fue el 10 de diciembre de 1965. Cuenta Alfredo: “Había un mástil con banderas de otras naciones. Entonces fuimos, pusimos nuestro mástil e izamos nuestra bandera. Saludamos, cantamos el Himno y dimos por finalizada la visita. Había que volver, nada más”.

–¿Cuánto tiempo estuvieron en Amundsen-scott?

–Estuvimos cinco días, reparamos los trineos y marchamos de vuelta.

–¿Qué fue más difícil, la ida o el regreso?

–La ida. No había un camino trazado. Teníamos que hacer 50 kilómetros, que en subida nos tardaba 36 horas. Pero a la vuelta veníamos en bajada: en 36 horas hicimos 250 kilómetros. Cuando llegamos a la Base Sobral hacía 5 grados bajo cero. Pusimos una manta en el suelo, nos sacamos la pilcha y tomamos

sol. Transpiráb­amos.

–¿Qué recuerda del camino de vuelta hacia la base Belgrano?

–Llegamos el 31 de diciembre a las 23.45, a minutos del Año Nuevo…

–¿Y cómo fue el regreso a la ciudad, a la vida civil?

–Pude reencontra­rme con mi hijo Walter. Cuando me fui, tenía un año. Después me acuerdo del asadito que me hizo el vecino de al lado.

–¿Pudo hablar, durante la travesía, con su familia?

–Todos los días. Yo había vendido mi auto y un tipo de Rufino me hizo una radio estación y una antena de locos. Durante los dos años, hablé todos los días con Walter y mi mujer. La usábamos todos.

Hoy, Alfredo Pérez tiene 90 años. Vive en Villa Tesei, con su mujer y todos los recuerdos de esta hazaña. “Muchos de los que van a la Antártida, durante los dos primeros meses, no quieren saber nada. Pero al tercer mes ya están averiguand­o cómo tienen que hacer para volver”, asegura.

Se despide con una anécdota: “En Amundsen-scott nos llevaron a un pozo que habían cavado hasta poder llegar al hielo formado en el año 0, cuando nació Jesucristo. Yo no estaba ahí, no sé cómo me lo perdí. Tenía como 60 metros de profundida­d... Ahí, a Leal le dieron una botella con hielos del año 0, que luego se derritiero­n dentro del recipiente. Al regresar a Belgrano, una tarde, empezamos a preparar el mate y vimos esa botella... Sí, vertimos el agua en la pava, la calentamos y cebamos nuestro mate. La tomamos. ¡Nosotros no sabíamos que era el obsequio que le habían hecho a Leal! A los pocos minutos, Leal se acercó y nos pregunto: ‘¿Vieron una botella de agua?’” (ríe).ß

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alejandro guyot Alfredo Pérez, a sus 90 años, en su hogar de Villa Tesei
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10 de diciembre, el grupo de asalto iza la bandera argentina en el Polo Sur
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Los diez expedicion­arios, camino al Polo (Pérez es el de abajo a la izquierda)
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Llevaron 6 snowcats que arrastraro­n trineos con provisione­s y combustibl­e

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