LA NACION

“No soy un tipo que escaló el everest, soy un tipo común que se pasó 72 días con mocasines”

Desde Casapueblo, Carlos Páez rodríguez recuerda a su padre y Cuenta Cómo es su vida luego De La sociedad de La nieve; la historia inspirador­a De un sobrevivie­nte que, antes De la tragedia, “era un malcriado De Desayuno en la Cama”

- — texto de Pablo Sirvén y fotos de Natalia Ayala —

Los mensajes no paran de llegar. Cada vez que Carlitos Páez deja de mirar la pantalla de su celular por un rato, cuando vuelve a hacerlo se acumulan más y más pedidos, provenient­es de todas partes del mundo. Le solicitan turno para que vaya a darles alguna de sus conferenci­as en las que comparte las enseñanzas que le ha dejado el episodio más traumático de su vida.

En efecto, desde que volvió sano y salvo de la tragedia del avión uruguayo en el que viajaba y que cayó en medio de la Cordillera de los Andes, en octubre de 1972, está condenado a repetir una y otra vez esa historia fascinante, a la vez luminosa y aterradora.

Carlitos es como un niño grande: campechano, bromista, sin aires de grandeza que cada vez que se hace necesario aclara que él es Carlos Páez Rodríguez (el apellido de su madre) porque Carlos Páez Vilaró hubo y habrá uno solo, su padre.

El entrevista­do recibe a precisamen­te en la obra

la nacion magna de su progenitor, la gigantesca y blanca escultura que levantó para vivir dentro de ella sobre uno de los laterales de Punta Ballena: Casapueblo, ícono absoluto de Punta del Este, desde que se aprecia mejor la postal incomparab­le de una tarde soleada sobre un Río de la Plata inmenso y calmo.

Páez era el más chico de los que cayeron en los Andes. Cumplió 18 años en medio de la Cordillera. Cada sobrevivie­nte desarrolló un expertise y Carlitos muy pronto encontró el suyo: era el optimista, el que transmitía más esperanza. “Por la noche –detalla– rezábamos y yo fui el gran conductor del rosario, que era como un mantra que te adormecía, aunque las noches eran infernales. Nos moríamos de frío. Hacía frío durante el día y más por la noche.” –Cuando se cumplieron los cincuenta años, en 2022, de la caída del avión hubo homenajes y notas, pero eso fue nada comparado con lo que sucede desde que se estrenó el film La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona para Netflix. ¿Por qué?

–Lo de la película es algo que a mí me asombra. Le había dicho a mi hija que me parecía que no iba a ser una película taquillera porque era muy dura. Sin embargo, explotó y a nivel juventud. La otra vez vi un meme muy divertido de una pareja que va a comer y uno le dice al otro: “El primero que hable de La sociedad de la nieve paga la cuenta” y se quedaron una hora sin hablar porque es el tema. Todos los empresario­s que ya me han contratado para alguna charla me llaman para presumirme frente a sus amigos. –¿Qué es lo que más te impresiona de esta producción que está nominada para el Oscar?

–Es una historia universal y esta película está hecha tan al detalle que fijate que el rosario que aparece en pantalla es el que yo usé en la Cordillera y el reloj con el que doy la lista de sobrevivie­ntes es el mismo de papá. Todo pretendió ser de un realismo total. Estuve tres días en la peluquería para hacerme el pelo como papá y sacarme veinte años.

–¿Qué te pasó a vos haciendo de tu padre que leía sin saber si estabas entre los sobrevivie­ntes?

–La gente se entera que yo hago de papá cuando leo mi nombre. En realidad, cuando Bayona me lo propuso le dije: “Dejame hablar con mi psicólogo; yo no soy actor”. Meterme en la historia de los Andes de lleno, y meterme en la figura de papá, no es poca cosa. Papá y China Zorrilla deben ser de los tipos más conocidos de los últimos cien años del Uruguay. Para mí es un orgullo, pero también una responsabi­lidad. Bayona me dijo que era una propuesta muy sanadora y es verdad, pero actuar no es fácil. ¡Lo que me pelee con Bayona! Porque, claro, ahí yo estaba contratado. Era un empleado más. Pero lo adoro, somos íntimos amigos, que se dedicó con pasión y actitud a esta historia.

–¿Cuántas veces tuviste que hacer esa toma?

–Nueve veces, yo que tengo mucho tablado encima siempre digo que ahorro celuloide, como Cary Grant que filmaba una vez. Pero cuando me tocó hacerlo no ahorré nada. Tuve que repetir, repetir y repetir porque Bayona es un caprichoso. Salió muy emotiva la escena porque es un momento desencaden­ante de la película. Todo lo que sufrís durante su transcurso se desencaden­a en ese momento porque con la lista de sobrevivie­ntes también estás dando la lista de los que no volvieron.

–¿Logra la película para vos mostrar en toda su dimensión lo que fue aquello?

–Imaginate el infierno de la primera noche, gente muriendo, gente desvariand­o. Fue una locura. La película lo muestra muy bien. Uno de los sobrevivie­ntes dijo que era un poquito larga. Más largos fueron los 72 días que estuvimos ahí.

–¿Es verdad que habrá una continuaci­ón de La sociedad de la nieve?

–Va a haber un alargue de la película porque el director estaba limitado por los tiempos. Le habían impuesto 2 horas 20 minutos como máximo. Bayona tiene 600 horas grabadas. Es una película con un costo de 84 millones de dólares. Se filmó en Granada, en Sierra Nevada y, como allí las montañas no son tan altas, se empalmó con los Andes, en el mismo lugar en el que estuvimos.

–Además de vos, ¿cuántos sobrevivie­ntes más están en la película?

–En los cameos está Fernando Parrado, que le abre la puerta del aeropuerto a su propia familia, al padre, a la madre y a la hermana. El otro que aparece es Roberto Canessa, que recibe como médico al Canessa que llega de los Andes. En otras tomas aparecen también Antonio Vizintín, Daniel Fernández y José Luis Inciarte.

–Con el tema de la nominación al Oscar apareciero­n algunas críticas bastante extemporán­eas, como que la trama no contempla un mayor protagonis­mo de las mujeres, que tampoco hay ningún gay y que todos son blancos.

–Es insensato. En nuestra historia no hay mujeres porque se murieron las cinco que viajaron. Y no había gays, entonces yo digo: “Me anoto como gay”, jaja. Bueno, tenemos al “negro” Vizintín. Son esas cosas pelotudas que tienen las redes de inventar cualquier cosa. También nos critican porque había muchos cigarrillo­s. Y la realidad es que iban los dueños de una tabacalera que llevaban cigarrillo­s para regalar en Chile que estaba desabastec­ida durante el gobierno de Salvador Allende. La historia fue tan larga porque dejamos el vicio a la fuerza, pero lo volvimos a retomar cuando después de un mes y medio encontramo­s los cigarrillo­s en la cola del avión.

–¿Qué otros cuestionam­ientos recibieron?

–También nos dicen por qué no hicimos fuego. Teníamos tres encendedor­es. Pasaron dos aviones en total por arriba de nosotros. Prender una cubierta no es fácil, a no ser que tengas a mano querosén. Todo lo que se les ocurra se nos ocurrió. Pero la gente siempre le busca el pelo al huevo, esa es la verdad.

–Decís que habrá una continuaci­ón de la película.

–Habrá veinte minutos más. Bayona quería que durara tres horas y pico. Su hallazgo fue darles voz a los muertos porque siempre fuimos los sobrevivie­ntes de los Andes y acordate que lo somos 16 de los 45 que viajamos gracias a que otros murieron, que son parte de la historia, inclusive Numa Turcatti, que muere al final. Con el actor Enzo Vogrincic, que lo representa, se creó la “numamanía”. Las mujeres están desesperad­as porque es un tipo fachero y actúa muy bien. Es uruguayo, de un barrio muy humilde. Le dijeron “hay que engordar 16 kilos”; engordó 17. “Ahora hay que bajar 26 kilos”, le pidieron; bajó 27. Si hablara inglés se lleva un Oscar, te lo garantizo porque es un actor de primera línea. Viajé con él a Londres a presentar la película, le decían “Enzo, tenés que subir el perfil”. Es tan humilde.

–El precandida­to presidenci­al del Frente Amplio, Mario Bergara, hizo una declaració­n polémica al afirmar que los pasajeros de ese fatídico avión eran “chiquiline­s de los sectores ricos”.

–Después pidió disculpas. Es verdad que éramos de los sectores ricos, pero eso no es ninguna cosa rara. Creo que tiene más mérito haber sido ricos que pobres porque nosotros no sabíamos lo que era el hambre, el frío. Para que te des una idea, yo le pregunté a Canessa cuando cayó el avión: “¿Esto es lo que se llama un desastre?”. O sea que no tenía metida en la cabeza la palabra “desastre”. Entonces me parece que tiene más mérito haber sido de familia acomodada porque nunca habíamos sufrido nada. Sufrimos en la Cordillera y eso nos hizo entrar en el camino de la humildad. También eso es verdad.

–¿Por qué creés que dirigentes políticos o empresario­s piden tus charlas con tanto interés. ¿Qué es lo que se puede transferir de una experienci­a tan extrema?

–Transfiere todo porque nuestra historia tiene trabajo en equipo, que es fundamenta­l, pero también toma de decisiones, tolerancia a la frustració­n, adaptación al cambio, encontrar recursos desconocid­os, manejar la incertidum­bre. Es lo que hicimos nosotros. Vivimos con incertidum­bre 72 días de no saber lo que podía llegar a pasar al día siguiente. Durante la pandemia di cientos de conferenci­as, porque había que manejar la incertidum­bre.

–Veo que con la película te subió mucho la demanda de charlas.

–Infernal. Te muestro el teléfono y no lo vas a creer. Debo tener unos setenta pedidos, de todos lados. Es impresiona­nte. Están como enloquecid­os. Tengo a mi manager, que está en Venezuela, como loco porque no da abasto. Me piden empresas, algunos gobiernos, universida­des.

–¿Siempre es la misma conferenci­a, pero titulada de distinta manera?

–Debo llevar más de mil conferenci­as dadas. Tengo seis títulos, pero la que más me contratan es la que se titula: “Actitud, actitud, actitud”, pero las conferenci­as son todas iguales. De repente si una empresa tiene problemas con el trabajo en equipo hablo más de eso, pero no puedo cambiar la historia. Se llaman conferenci­as motivacion­ales, pero yo no soy el motivador. La historia es motivadora.

–Esa tragedia, en el caso tuyo y en el de los sobrevivie­ntes, milagro, a lo largo del tiempo, de alguna manera, se convierte en un trauma, pero también en una forma de vida.

–Estoy condenado a contar la historia, como los Beatles, a cantar Yesterday toda la vida. Ya no es una historia mía sino del mundo entero. Para mí se transformó en un medio de vida que la gente la escucha con pasión y yo la cuento con pasión. Me tocó, para un banco en Chile, dar 29 conferenci­as en un mes, una por día.

–¿No te sentís en algún momento alienado?

–No. Me apasiona la historia, que me parece monumental y cómo el ser humano puede adaptarse a sus circunstan­cias. Del otro lado se vuelven locos. Nunca se me durmió nadie. El día que se me duerma uno dejo de dar conferenci­as. La gente aplaude sin parar. No soy un tipo que escaló el Everest. Soy un tipo común que me pasé 72 días con mocasines de Guido, que estaban de moda en aquella época. La séptima vez que vi la película me di cuenta que el actor que hacía de mí tenía mocasines Guido, que los mandaron a comprar.

–La repetición constante de la misma historia durante 51 años, ¿no te cansa? ¿Le encontrás nuevos matices, descubrís cosas?

–¿Sabés lo que hago yo? Contar la historia en positivo, dando esperanzas de alguna manera. Ese fue mi principal rol en la historia de los Andes. Un día Canessa me dijo: “Estamos sepultados acá y vos hablando de tu hermano”. Y yo le decía: “Al asado que voy a hacer en Casapueblo no te voy a invitar porque sos un mala onda”. Y después Canessa hablaba con los otros para que lo invitara. Fijate vos que le creé la idea de que íbamos a volver. En aquel momento Casapueblo estaba super de moda.

–¿Se siguen viendo los sobrevivie­ntes al día de hoy?

–Con la misma relación que tenés con compañeros de clase. Con algunos sos más amigo, con otros menos. Algunos van contando la historia por el lado del drama, que a mí no me gusta. Para mí triunfó la vida, somos 140 los descendien­tes del avión. Gracias a que yo estoy vivo tengo ocho más: dos hijos y seis nietos. Entonces la historia nuestra valió la pena.

–O sea que, aun sabiendo lo que iba a pasar, ¿te subirías de vuelta a ese avión?

–Independie­ntemente de los que murieron, a mí en lo personal me sirvió. Yo era un malcriado de desayuno en la cama. Tenía niñera en esa época. Y un padre que nos daba todo para que no lo molestáram­os. En la Cordillera aprendí que el camino era por otro lado: encontrar recursos y darme cuenta de que servía para algo. Fui el peor dibujante que pasé por el colegio y era un pésimo estudiante, pero gané un concurso por un mapa de Sudamérica que me hizo papá, que era espectacul­ar. Ni siquiera el premio era mío, había sido de papá.

–¿Qué estudiaste?

–Técnico agropecuar­io, pero me quedaron dos materias. Trabajé mucho en el campo de mi madre. En la Cordillera soñaba con un amigo de la familia apellidado Campomar. Según mi psicólogo esa es mi dicotomía, entre el campo y el mar.

–¿Competías con tu padre?

–Tuve la competenci­a natural que todos tenemos con nuestros padres, en mi caso tan célebre. Yo aprendí con la frase de San Francisco, que me parece maravillos­a, y que dice: “Empieza por hacer lo necesario, luego lo que es posible y terminarás haciendo lo imposible”. Es exactament­e lo que hicimos en los Andes y es exactament­e lo que hacía papá. Si papá tenía que pintar esta mesa, empezaba por la parte de abajo. El esfuerzo para él era parte de cumplir con el proceso. Yo quería saltear el proceso. Me parece que es un mensaje muy poderoso para la juventud en este mundo de la inmediatez. Los procesos hay que cumplirlos. Es como querer tener un hijo de un día para el otro. Vos tenés que pasar los nueve meses. Papá era un gran laburador, mucho más que un pintor porque él abarcaba todo: pintura, escritura, escultura, arquitectu­ra, porque Casapueblo la inventó él. Lo definiría como un gran polifacéti­co. Tenía una capacidad manual para todo. Como padre, un desastre. Era más amigo que padre. No había una parte que marcara que él era el padre y yo el hijo. Es más: él era amigo de mis amigos y eso no es buena cosa.

–Tu padre fue clave en la búsqueda de ustedes cuando estaban perdidos en los Andes...

–Tal vez impulsado por mi madre. Vamos a decir las cosas como son: lo obligó y lo financió para buscarnos en los Andes. Mamá cada noche miraba la luna porque sabía que yo también la miraba. No había Internet, ni Instagram, ni Facebook, ni nada. Lo que teníamos en común era la luna, era mi conexión. Y cuando volví a Montevideo, mamá me confirmó que salía a la noche a la rambla a mirar la luna porque sabía que yo la estaba mirando.

–¿Y cuántas veces volviste a los Andes?

–Tres. Una con once de los sobrevivie­ntes; otra con Discovery Channel, que hizo un documental muy bueno, que se llamaba “Voces de una tragedia”, y en la tercera volví con mis dos hijos, cuatro nietos y unas cien personas más. Fue muy duro porque el humor que en parte es como yo encaro el drama, y así lo hice las primeras dos veces, pero cuando fui con mi familia no podía hacerme el payaso y la pasé mal porque en ese lugar hay mucho sufrimient­o. Te juro que lo sentí.

–Decís que de la descendenc­ia de los sobrevivie­ntes ya hay 140 personas más. ¿Cómo les influyó a los chicos un episodio tan traumático?

–De alguna manera han nacido con la historia y no les impresiona nada. Es natural a ellos. Mi hija, por ejemplo, me ayudaba cuando yo empecé a dar las conferenci­as. A mi hijo creo que le complicó la vida porque a mí ser el hijo de papá me la complicó. Este es hijo mío y nieto del otro. Tiene una cuestión de competenci­a natural que la tendrá que resolver él. Yo la resolví a los 40 años.

–¿Pudiste amigarte con tu padre?

–Pude amigarme. Hay una historia muy linda. Yo estaba en Puerto Vallarta y el miércoles antes de morir me llamó para ver cómo estaba de salud él que tenía 90. O sea que como figura paterna me seguía cuidando y su orgullo era mostrar en un ipad a todo el mundo una conferenci­a que yo había dado para diez mil personas. Yo entendí que tenía que ir por un carril y papá por otro y terminamos teniendo una relación bárbara.

–No lo contás mucho, pero ¿tuviste una segunda Cordillera?

–Después de vivir lo de los Andes un poco te creés inmortal.

Tenía 18 años, éramos portada de todas las revistas Gente, Siete

Días, Para Ti. Si fuera ahora estaría en Bailando por un sueño, no te quepa la menor duda. Porque los argentinos tienen esa cosa genial de convertir un hecho dramático en faranduler­o. Y me metí con el alcohol y terminé con droga. Pero por suerte hace 32 años llevo un camino de recuperaci­ón limpio de alcohol y de droga.

–Vos decís que esa “cordillera” es peor que la otra.

–Mucho peor. Escuchá bien esta cifra que me dijeron: uno de cada cien cumple un año limpio. Es muy doloroso porque te encontrás contigo mismo y cuando te encontrás no es fácil. Es como estar en el medio del océano, te sacan el salvavidas y tenés que seguir nadando, pero también vale la pena.

–¿Qué prevencion­es tomás para no recaer?

–Bueno, por ejemplo, yo de noche no salgo. No es que vaya a recaer, pero me aburre que estén hablando en AM y yo esté en FM. En casa no tengo alcohol. Bueno, ahora Netflix me mandó un Chandon que lo tengo guardado en la heladera por si viene alguien, pero no compro alcohol. No le tiro los bigotes al tigre.

–¿Incorporas­te esa “otra” cordillera a tus charlas?

–A veces, pero no la promuevo. Siempre me presento como el antihéroe, porque en realidad lo fui. No soy el que todo lo pudo. Al contrario, todos mis problemas, ser el más chico de aquel avión, el no servir para nada.

–Repetís mucho eso de que “no servía para nada”.

–Era una sensación que tenía y no sabía cómo salir de eso. Papá me decía “mano de hacha”, porque todo lo que agarraba lo destruía. Contrariam­ente a papá que era tan meticuloso, me traía un regalo y al minuto ya lo rompía, no me preguntes por qué. Después aprendí con el tiempo que sí, soy mano de hacha y que no soy un tipo manual, pero tomo mis precaucion­es. Me preguntaro­n una vez qué sería yo sin los Andes y respondí que sería una gran pelotudo. La verdad que esta historia tan potente fue un renacer en los Andes. Según una tía mía, cuando subí al auto recién rescatado yo le dije “ahora tengo algo que puedo competir con papá”. Pero fijate que en la historia de los Andes los importante­s pasaron a ser Parrado, Canessa y papá.

–¿Y con los aviones cómo te llevás?

–Bárbaro. Tengo millones de millas. Cuando saben que viajo, la tripulació­n me lleva adelante y es un bodrio porque al final vas sentado incómodo al lado de los pilotos. Pero todos los pilotos quieren conocerme. A veces te pasan a primera, que eso está bueno. Soy un agradecido a la vida. Tengo, hijos, nietos, ¿qué más puedo pedir? Tampoco tengo grandes ambiciones. No quiero un Rolls-royce; quiero una vida sencilla. Yo debería vivir en Miami de acuerdo a mi circuito, pero vuelvo al Uruguay a tomar mate, a la vida simple.

–¿Por qué esta película conmociona más que Viven, que era una superprodu­cción de Hollywood?

–Creo que porque le dio valor a los muertos. En Viven el narrador soy yo, que me hace John Malkovich; en esta, el narrador muere. Además, Bayona encapricha­do les puso un coach para que hablen en uruguayo a la mayoría de los actores que son argentinos. Estuvo doce años para financiar esta película en español. Bayona es una bestia: hizo El Orfanato y Jurassic

World.

–Contame algunas historias tuyas correteand­o por acá.

–Fue el disfrute de mi vida. Casapueblo sin papá no es Casapueblo porque era el alma de este lugar. Te voy a decir algo: yo sentía si papá estaba acá o afuera, tal la energía que le ponía. Era una máquina de avanzar. Acá vinieron todos. Cuando yo era chico venían los del Club del Clan, Palito Ortega, Raúl Lavié, Violeta Rivas. Venían absolutame­nte todos. Vinicius de Moraes vivió dos veranos acá. Yo tenía 16 años y papá me había puesto de trabajo, cuando volvía de La Fusa con un pedo total después de tomarse 35 litros de gin tonic, bajarlo hasta el cuarto de él.

–¿De quién es Casapueblo?

–Casapueblo, el taller y la parte privada son de los seis hermanos que somos y de la viuda de papá. Con la parte del hotel, que es de un grupo argentino, no tenemos nada que ver. Por año pasan 200.000 turistas.

–Tu padre dejó infinidad de obras.

–Dejó muchísima obra que se administra acá en el taller y se divide proporcion­almente de acuerdo a los porcentaje­s que cada uno tiene.

–Se cumplieron cien años del nacimiento de tu padre y diez de la muerte.

–Era Carnaval y quince días antes de morir salió con una comparsa. Era un monstruo. No era un padre común. Era un superdotad­o. Es muy difícil llegar a ser una figura como papá.

–Tu padre muere a los 90.

–Y muere laburando. Tiene un último cuadro que lo pintó el día anterior. Hasta el final vivió laburando y con proyectos. Era un tipo que decía que el obstáculo era su mayor estímulo. ß

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padre e hijo Además de escultor, pintor y creador de Casapueblo, Carlos Páez Vilaró para su hijo “era un monstruo. No era un padre común. Era un superdotad­o. Es muy difícil llegar a ser una figura como papá. Era un tipo que decía que el obstáculo era su mayor estímulo”.
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Luego de la tragedia, Páez Rodríguez dio más de mil conferenci­as motivadora­s; el título más pedido es “Actitud, actitud, actitud”
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