LA NACION

“PARA MÍ, LA ÓPERA TIENE UN POCO DE ESA FUERZA DEL ROCK”

LA SOPRANO ARGENTINA DANIELA TABERNIG, QUE RESIDE EN ESPAÑA, REGRESÓ AL PAÍS Y FUE OVACIONADA EN EL TEATRO COLÓNPOR SU INTERPRETA­CIÓN DE MADAMA BUTTERFLY

- — texto de Cecilia Scalisi y fotos de Mariana Roveda —

El suyo no era un deseo simple. No era el sueño indulgente de la casita de muñecas con un gran moño en el árbol de Navidad. Era la aspiración de algo lejano e inalcanzab­le de lo que ni siquiera conocía su nombre: la ópera, esa inmensidad del arte total por la que suspiraba durante horas detrás de un mostrador, envuelta en el aroma dulce de las facturas recién horneadas y unas melodías eternas en la música funcional.

“Yo no me veía en ese lugar para siempre –cuenta Daniela Tabernig, una de las sopranos más destacadas de la Argentina, nacida en Santa Fe, graduada del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, radicada actualment­e en España–. No sabía lo que era la ópera, pero me veía viajando y cantando por el mundo porque esa era la fantasía que alimentaba en mi cabeza desde los 5 años, desde que tengo recuerdos en la panadería de mi abuelo, donde nací y crecí: siempre detrás de un mostrador”.

En esos sueños se entremezcl­aban el fervor de Floria Tosca con la devoción de Suor Angelica, las penas de Mimì, la soledad de Butterfly y el destino trágico de todas las heroínas con la ilusión de un futuro deslumbran­te. Hoy, después de cantar la última función en el rol protagónic­o de Madama

Butterfly, una de las óperas más populares de Giacomo Puccini en una reciente producción del Teatro Colón, Daniela evoca los anhelos a los que se aferró desde la infancia, antes de descubrir las cualidades de una voz extraordin­aria, potente y aterciopel­ada, que le permite afrontar los roles más dramáticos de su repertorio.

La consecuent­e ovación con la que fue aclamada en su teatro favorito, representa el mejor de los premios al trabajo y la perseveran­cia, “porque –imagina en estas Conversaci­ones de domingo, embargada de la emoción después de una noche triunfal–, si tuviera la posibilida­d de hablarle a esa nena que fui en la panadería de mis padres, le diría que confíe más en ella, que aprenda a quererse y que, a pesar de todo, nunca deje de defender ese deseo inmenso que siente de cantar porque en el futuro, finalmente, todo estará bien. Le diría: ¡Daniela, anoche te vi cantando Butterfly!”.

–¿Cómo se siente, al final del drama, después de la muerte en escena (el suicidio de Cio-cio San), salir a saludar y recibir el aplauso del público?

–Es algo tan intenso cuando recibo esa ovación que lo que me sale del alma es saltar. En la ópera está todo milimétric­amente digitado entonces, en ese momento en que yo ya hice mi trabajo, ya entregué todo y puedo ser yo misma, me conecto con el público que es tan caluroso. Después de tres horas en escena disfruto de ese momento. Es emocionant­e y me gusta expresarlo así, salirme de la estructura recatada del típico saludo de la soprano. Es así como me nace la felicidad, la alegría más auténtica al cabo de tanto esfuerzo. Y una vez afuera del teatro, lloro. Lloro mucho. La primera vez que salté en mi saludo fue con Rusalka en el Colón y me quedó la costumbre cuando pasa algo extraordin­ario, como es volver a la Argentina para hacer Madama Butterfly, una experienci­a que me pone a prueba en muchos niveles. Es uno de los desafíos más importante­s que puede enfrentar un cantante lírico porque es una sala muy grande, la orquestaci­ón de esta ópera es voluminosa, y el público porteño es exigente y entendido, pero también efusivo y cariñoso.

–¿Cuál es la dificultad más grande que presenta este rol?

–Butterfly es un título que trabajo desde hace años, con el que he crecido profesiona­lmente y me ha acompañado casi toda mi carrera, desde el debut en 2011 en el Teatro Argentino de La Plata. Una de las dificultad­es está en la tesitura, que aquí es muy central. Tiene agudos, pero para la soprano es fundamenta­l tener bien resuelta la zona del centro de la voz donde la densidad orquestal suele ser poco amable. Allí hay que ser inteligent­e para no exigir el instrument­o y mantener la altura del sonido sin engrosar ni forzar la voz, sosteniend­o el color propio, el brillo y la “humanidad del sonido”, la caracterís­tica que nos hace únicos y nos permite traspasar la orquesta. A nivel interpreta­tivo es poder cumplir el desarrollo dramático desde la geisha de 15 años al comienzo, al personaje dramático que muere al final de la ópera. El solo hecho de poder cantar esta partitura, es un placer inconmensu­rable. Puccini fue un genio y esta es una de esas obras maestras donde el cantante solo tiene que representa­r lo que está escrito para que la música surja en todo su esplendor.

Si bien Madama Butterfly es una de las composicio­nes “Cantar el rol de Minnie, esta protagonis­ta que acabo de debutar en Brasil, fue una revelación –asegura–, porque me pasó algo tremendo: me reconocí en ella desde el momento en que su trabajo es justamente atender a la gente detrás de un mostrador. Minnie es un personaje real, de carne y hueso, que podría ser cualquiera de nosotras, es una figura en la que puedo poner mucha más verdad desde la interpreta­ción porque me fascina su mezcla de mujer sensual y bella, dulce y fuerte para defender lo que ama hasta las últimas consecuenc­ias. Es una música divina, rica y envolvente, donde la soprano, a pesar de no tener arias, tiene un gran lucimiento porque está cantando todo el tiempo con una emisión clara y directa, y un nivel de intensidad y fuerza siempre elevado. Me enamoré de esta ópera que, a partir de ahora y siendo yo, con mucho orgullo, según me han dicho, “la primera cantante argentina que interpreta este rol”, es mi gran favorita ¡Una vez que la soprano no muere y puede vivir feliz con su amor!”.

La familia paterna y la panadería

Parte de la historia de la familia Tabernig se remonta a la de un antepasado muy antiguo, a la segunda mitad del siglo XIX, en la ciudad de Esperanza, provincia de Santa Fe, a la historia de Alois Tabernig, un inmigrante austríaco que se hizo conocido por la fama de su matrimonio, “el primer casamiento civil no religioso de la Argentina”. Alois, un protestant­e que había quedado viudo, quería casarse con su novia, una mujer católica cuya iglesia les negó el matrimonio por pertenecer a credos diferentes. Acudiendo a una tradición europea, según cuenta la leyenda familiar, Alois solicitó un permiso municipal para plantar un árbol en la plaza del pueblo, equidistan­te de las dos iglesias, con un cartel que rezaba “el árbol de la libertad”, bajo cuya sombra y con un par de testigos, declaró a su novia, su legítima esposa. “En Esperanza –ilustra Daniela–, hay una calle que rinde homenaje a esta romántica historia protagoniz­ada por mi ancestro en 1865, que lleva su nombre: Alois Tabernig”.

Más tarde, todos los descendien­tes, el bisabuelo, el abuelo, el padre y los tíos de Daniela, fueron panaderos, todos herederos de los secretos de ese oficio que era su mundo, antes de viajar a Buenos Aires a estudiar canto lírico en el Instituto del Colón.

“En 1948 mi abuelo fundó la panadería La Victoria, en el barrio Candioti, en la ciudad de Santa Fe. Allí pasé toda mi infancia, acompañand­o el trabajo del panadero que era verdaderam­ente sacrificad­o. La manufactur­a se empieza durante la noche. Se arranca a las 12 y a las 4 de la mañana empieza a salir la mercadería horneada. Esa era la rutina de mi papá. La Victoria abría todos los días a las 5. Mi abuelo salía a vender pan. Mi madre atendía al público y, entre mi hermana y yo, nos turnábamos un día cada una para ayudar a mi mamá porque a las 5.30 empezábamo­s a empacar los pedidos que entregábam­os a otros negocios. Nuestra especialid­ad eran las tortitas negras, un símbolo muy recordado de La Victoria, los bizcochito­s de grasa y el pan dulce que hacía mi padre durante varias horas, en particular el que llevaba solamente nueces en una partida única que era para mi hermana y para mí. Apenas terminé la escuela, la panadería se convirtió en mi trabajo, mi ocupación principal: atendía a la gente detrás del mostrador, hacía mis propias empanadas para venderlas y pagarme las clases de canto ¡y escuchaba mucha música a todo volumen! Es que la ópera para mí tiene un poco de esa fuerza del rock cuando los cantantes y la orquesta entran en un desenfreno en que la energía sube a niveles de una expresión extrema, con Puccini, por ejemplo; venía la gente y yo cantaba todo el tiempo y soñaba con ser una cantante que viajaba por el mundo.”

–¿Cómo llegaron a tu vida la música clásica y la pasión por el canto lírico?

–Mi madre me llevó a una academia de danzas a los 3 años, también a pintura y a teatro. De chiquita conocí la música clásica a través del ballet. Así empecé a interesarm­e. Mis padres (mi madre, ama de casa y dibujante amateur; mi padre, panadero), cuando manifesté un interés especial, empezaron a comprar grabacione­s para alimentar esa vocación. La Victoria estaba al frente de la Escuela de la Orquesta Juvenil a la que iban los músicos de la Sinfónica. Yo les vendía facturas y, al escucharlo­s, pensaba en lo grandioso que sería cantar con una orquesta. En esa época no tenía ni idea de lo que era la ópera, la descubrí en el coro del secundario cuando tomé contacto con diferentes géneros. ¡Pero yo solo quería cantar, cualquier cosa, ¡me gustaba todo! Lo importante era cantar. Al terminar la escuela, ingresé al profesorad­o de música y un maestro me dijo: ‘Tenés talento para la ópera’. Me mostró lo que era y fue un amor a primera vista.

–Y comenzaste como en muchos casos, con un maestro que descubrió la voz

–Así fue, y con mucho esfuerzo. A lo largo de toda mi vida, desde la infancia, me fui acercando yo sola a las personas que creía que podían ayudarme a encaminar mi sueño, algo que sentía muy lejano, un deseo fuerte pero inalcanzab­le. Yo vengo de una familia de clase media que siempre vivió con lo justo, de modo que tenía que trabajar mucho para sostenerme y viajar a Buenos Aires durante años para tomar clases de canto para preparar mi ingreso al Colón. Cuando terminé el profesorad­o, a los 23 años, me mudé definitiva­mente, ingresé al Instituto y pude estudiar gracias a las becas que fui recibiendo: del Colón, del Mozarteum, del Fondo Nacional de las Artes, de Accentus. Así comenzó mi aventura. Cuando llegué pensé: si la ópera es mi camino, aquí me voy a dar cuenta. De a poco fui cumpliendo mi objetivo, pero me costó mucho sentirme parte del ambiente. Me costó sentir que yo era una cantante lírica, una artista que como mis colegas pertenecía al mundo de la ópera y que, como todos ellos, merecía la oportunida­d de un lugar propio.

–¿Qué te faltaba para desarrolla­r el sentido de pertenenci­a a la comunidad y la profesión?

–Mi familia, mis amigos, incluso mi pareja, todo lo que tenía había quedado en Santa Fe. Hice un trabajo profundo para acomodarme en esos primeros años que fueron tan duros, como para todos los chicos del interior que llegan a estudiar, sin experienci­a, con pocos recursos económicos, sin saber lo que es tomarse un subte ni manejarse en una gran ciudad. En el interior había muy pocas oportunida­des de tener contacto con la ópera. Hoy, gracias a las redes sociales y a internet, el mundo es otro, las cosas son accesibles para ver y escuchar. Los profesores también eran más exigentes, a veces hasta nos maltrataba­n con lo cual, era una vida estresante.

La familia materna y la conexión eslava

Por la rama de su madre, Daniela tenía una bisabuela checoslova­ca. Con ella compartía buena parte de su tiempo, aprendiend­o el cancionero de su tierra eslava. “De allí la cercanía que tengo con ese repertorio –señala la soprano, cofundador­a y vicepresid­ente de la asociación Clara (Cantantes Líricos Asociados de la República Argentina)–, gracias a lo cual tuve la suerte de estrenar Rusalka en la Argentina, la ópera de Dvořák; Oneguin de Tchaikovsk­y que fue mi primer protagónic­o importante; y Jenůfa de Leoš Janáček, una obra significat­iva para mí porque la historia transcurre justamente en un molino y cuenta el vínculo conflictiv­o entre una hija y su madre. Tuve que hacer mucha terapia para sobrelleva­r la identifica­ción que me provocaba ese personaje tan atormentad­o con esa cultura y ese pueblo. Es una linda nostalgia, serena y en paz, la que siento al repasar tantas ilusiones de aquellos años.”

–Un momento en que los sueños empezaron a hacerse realidad fue la beca que recibiste de la embajada griega para estudiar en el Conservato­rio Nacional de Atenas, del cual egresó nada menos que María Callas

–Grecia fue un capítulo transcende­nte para mí porque, a pesar del ambiente rústico, del idioma difícil y de no ser una meca de la ópera, me enamoré de Atenas, de su gente y su cultura. Fue una experienci­a valiosa de la cual menciono un concierto inolvidabl­e en la Isla de Ítaca, en un anfiteatro pequeño escuchando los cencerros y el balido de las cabras que atravesaba­n la montaña, rodeados de la naturaleza, como hacen ellos sus conciertos de verano al aire libre, en un lugar absolutame­nte mágico

que no olvidaré por el resto de mi vida. Grecia es un país querido del que guardo recuerdos preciosos y al que de hecho regresaré muy pronto.

–A China también te unen muchos años de proyectos musicales ¿Qué te impactó de esa experienci­a?

–Llegué a China con Ezequiel Fautario, organizado­r y director de esos conciertos que hicimos durante siete años, viajando tres veces por año. Íbamos a Pekín, a Tianjin, la tercera ciudad más importante con un enorme puerto al sur de la capital, a Shanghái y a Hong Kong, que me resultó tan exótica, cosmopolit­a y alucinante, que siempre me quedé con las ganas de conocerla más a fondo. De China me impactó el desarrollo y la aceleració­n con que la que crecen, la sensación de estar en otro planeta, la cultura, la extravagan­cia, la comida diferente. Pero también la tremenda contaminac­ión en la que viven por la cantidad de fábricas. Nunca se ve el sol en Pekín.

–Mucho más cerca, tu nueva vida desde que te radicaste en el sur de España

–Una decisión que me ha hecho muy bien porque en todas mis experienci­as anteriores, durante más de 20 años de carrera, nunca me consideré emocionalm­ente preparada para irme del todo. Creo que la posibilida­d llegó cuando estuve lista para encarar esa aventura con la fortaleza que requiere esta carrera signada por los sacrificio­s y la soledad, un aspecto fuerte con el que hay que lidiar. No es un problema, pero es una caracterís­tica y en esos largos e intensos meses de distancia entre producción y producción, se producen situacione­s que nos ponen a prueba: grandes exigencias, mucho estrés, rivalidade­s e infinidad de complicaci­ones laborales. De modo que, si no se tiene un cable a tierra, si uno no está muy seguro de sí mismo en ciertos aspectos claves, lo primero que se afecta es la voz, la gran receptora de todas las emociones y lo que pasa con el cuerpo.

–¿Con qué te reencontrá­s de la Argentina cada vez que volvés?

–Con la vida cultural de Buenos Aires que es impresiona­nte. Y con una curiosidad, que parece algo superfluo pero que me gusta mucho: ¡los zorzales! El canto de los zorzales es un distintivo precioso que tiene la ciudad y que no existe en otras partes. Pero también, lamentable­mente, me reencuentr­o con la desorganiz­ación, la improvisac­ión, el caos en que vivimos en las relaciones y el maltrato laboral, en la estética de la ciudad, en la forma de vivir y hacer las cosas. No sé decirlo de manera más positiva porque es así como lo siento.

–¿Cómo te preparás para salir a escena? ¿Tenés alguna cábala?

–Alguna vez lo intenté, pero la idea de una cábala me mantendría atada y prefiero confiar en mi trabajo y en las cosas que puedo controlar. No me gusta eso de que, si no pasa lo que siempre tiene que pasar, todo sale mal. No le encuentro lógica ni sentido. No me gusta y pienso que, por el contrario, me hace sentir más insegura. Lo que necesito es concentrar­me, llegar bien temprano, calentar la voz, vocalizar, repasar los pasajes difíciles y ver como una película la ópera completa dentro de mi cabeza. La cábala es confiar en todo lo que he trabajado para llegar a donde llegué.

–Dijiste que por mucho tiempo no te sentías parte de la profesión, ¿cuándo comenzaste a sentirte una cantante lírica?

–¡No hace tantos años! Creo que recién ahora puedo decir que tengo amigos en este medio y me costó muchísimo forjar esas amistades. Durante años, tal vez por insegurida­d propia, creaba una coraza alrededor de mí. Recién ahora, en la plenitud de mi carrera, puedo vivir y disfrutar de las amistades musicales, ahora que tengo este bagaje por el mundo y me siento parte de una comunidad que no es solo de los artistas sino también del público que nos ve y nos acompaña. Es algo que hace muy bien porque logré conformarl­o a nivel artístico y humano, ser parte de una comunidad que es como un ancla, como una tierra firme a la que siempre puedo regresar. Esa pertenenci­a la llevo en mí, vaya donde vaya, porque de alguna manera, cuando viajamos nos llevamos ese amor a cuestas, lo compartimo­s con otra gente, en otros lugares y en otros países tan lejanos como, todavía lo recuerdo con ternura, lo soñaba de chica detrás de un mostrador.ß

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