LA NACION

La inesperada alegría de pedalear de a dos

Salir a andar en bicicleta tándem con personas no videntes puede ofrecer nuevos sentidos a aquello que entendemos por solidarida­d

- Miguel Lagos

Hace un año y medio me sumé como voluntario a un grupo de ciclismo adaptado con personas no videntes. Los sábados a la mañana nos encontramo­s en el vial de Vicente López, junto al río, a pedalear de la única manera que una persona que no ve puede hacerlo: con bicicletas dobles provistas con dos manubrios, dos asientos y dos pares de pedales. A estas bicicletas se las llama tándem. La persona que ve, sentada en el asiento de adelante, es la que conduce, y la que no ve pedalea en el asiento de atrás.

Cuando me uní al grupo lo hice imaginándo­me la alegría que sentiría una persona que no ve al poder pedalear y sentir el viento en la cara y la sensación de libertad y vitalidad que genera andar en bicicleta, con la ayuda de otro pero también con sus propias fuerzas . Me atrajo la posibilida­d de facilitar esa alegría.

Lo que no sabía era que la felicidad también iba a ser doble, como las bicicletas. Que también yo iba a sentir una gran alegría cada sábado al encontrarm­e con el grupo y salir a pedalear con ellos. No sabía que el bienestar también iba a ser “en tándem”, recíproco. La plenitud de sentido de una experienci­a solidaria no distingue “el que da” del que “recibe”. En realidad no existe tal cosa porque todos damos y recibimos, nos encontramo­s y compartimo­s todo lo mucho que tenemos en común más allá de las diferencia­s. Lo que prevalece es el encuentro humano y el hecho de compartir una actividad recreativa. Hay algo transforma­dor, que nos eleva a todos, en la experienci­a de la cooperació­n. Hay una alquimia en el dar y recibir, una reciprocid­ad que nos une y nos vuelve “nosotros”: comunidad. Descubrimo­s, vivencialm­ente, que eso es lo que somos. Que ser comunidad no es una circunstan­cia sino nuestra esencia. La separación es una ilusión, las diferencia­s son una construcci­ón cultural. La realidad humana más profunda es la unidad: tú eres yo, yo soy tú.

Hay efectos concretos y transforma­dores en estas experienci­as.

Aumentan la vitalidad y mejoran el estado de ánimo: hay un incremento de la energía física junto a una sensación de mayor positivida­d y optimismo. El hacer algo “por otros y con otros” revierte el desaliento y la sensación de impotencia social del “nada va a cambiar” o “no hay nada que hacer”.

Brindan sensación de sentido y pertenenci­a: sentido de vida y de ser parte de algo más grande que uno mismo. El sentido y la trascenden­cia son necesidade­s ontológica­s en el ser humano. El otro no es un accidente, es quien “significa” mi experienci­a. Así evito quedar atrapado en el encierro individual.

Participar de estos grupos y experienci­as nutren el orgullo de formar parte de algo valioso y fortalecen la autoestima.

Me gusta representa­rme estos grupos con metáforas o “imágenes alentadora­s” y pensar que si se multiplica­ran generarían efectos sociales también transforma­dores a escala más amplia. Los imagino como usinas de luz: la acción solidaria positiva inspirada en el espíritu de cooperació­n “ilumina” la vida de los que participan en ella y sin duda neutraliza algo de la oscuridad social, el desánimo y el pesimismo dominante. Son, también, pulmones espiritual­es: como los árboles en el bosque unen sus raíces y se elevan buscando la luz, en estos grupos, no exentos de miserias humanas, predomina el “aire puro” de la solidarida­d. La unión y la ayuda mutua “oxigenan” la contaminac­ión social producida por la crisis de valores, la división y la desesperan­za. Los veo además como tejidos humanos: la creación de redes de cooperació­n recíproca repara el tejido social dañado por la desigualda­d, el aislamient­o y la discrimina­ción.

Un componente que predomina en estos grupos, a diferencia de los que funcionan por la imposición de un mandato o ideal, es el entusiasmo. El entusiasmo de encontrars­e para hacer algo juntos que nos hace bien a todos, “guías y guiados”. Nadie se quiere perder el cóctel semanal de compartir actividad física, diversión, afecto y camaraderí­a. Una resignific­ación: nadie siente que está “haciendo solidarida­d” por el bienestar recíproco que genera. Los voluntario­s que se acercan con esa “buena intención” pero no se hacen parte del grupo y la experienci­a, no permanecen. El sentido no es “ayudé a un discapacit­ado a andar en bicicleta”, sino ser uno más en una trama que genera valor, superación, vitalidad y luz.

No puedo dejar de lado la emoción espontánea de algunos que logran, con ayuda de otros, lo que después de meses o años no pudieron hacer por la limitación física, en el caso de las personas ciegas, o el temor y la insegurida­d después de un ACV o un tumor cerebral. Clímax de alegría compartida. Emoción plena que le da sentido a todo, solo por ese instante de felicidad.

En suma, se trata de una de esas experienci­as en las que nacemos como humanos, pues sin los otros no hubiera sido posible. Humanos. Humus. Humildad. Vulnerabil­idad y suma de fuerzas, dolor y alegría: territorio común.ß

Psicólogo; el grupo mencionado es Tándem Norte

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