LA NACION

Elecciones en Brasil: “La verde-amarilla es de todos, no de Bolsonaro”

- Ezequiel Fernández Moores —para La NaCIoN—

“Se apropian de todo, pero nada es de ellos, todo es nuestro”. Djonga, mineiro de Favela do Indio, estudiante de historia, rapero célebre que denuncia el racismo y la violencia policial, vestía la camiseta oficial de la selección de Brasil. Su show de abril pasado en el Mineirao de Belo Horizonte, dicen las crónicas, fue acaso la primera gran reacción pública. Días después, le siguió la cantante pop Anitta, subida a una moto en un show en Estados Unidos con top y short con detalles de verde, amarillo y azul. “La bandera de Brasil y sus colores pertenecen a Brasil”, afirmó. También el atacante Richarliso­n lamentó “el lado político” que quita “identidad” a unos colores que deberían ser “de todo el mundo”. Hoy, sin embargo, parecen propiedad del discurso que imita ametrallad­oras que disparan odio. Antivacuna­s, misoginia y elitismo. Es la camiseta de la selección. Símbolo también del fútbol mundial, es la camiseta que usurpó el presidente Jair Bolsonaro para las elecciones del domingo en Brasil.

Hasta 1950 Brasil jugó de azul o blanco. El dolor del Maracanazo añadió los colores de la bandera, el verde y amarillo que representa­ba a las viejas casas imperiales de Braganza y Habsburgo. Colores de Pelé con 17 años en Suecia 58, Garrincha en Chile 62, el Tri de México 70, Romario en USA 94 y Ronaldo en 2002. Pero la “verdeamare­lha”, contó Marcos Guterman, periodista e historiado­r, comenzó a ser vestida también en las protestas de 2013 que impulsaron la caída del gobierno del Partido de los Trabajador­es (PT). “Corrupto y comunista”. Y luego en los actos bolsonaris­tas financiado­s por agroganade­ros, evangélico­s y youtubers. “Patria y Dios”. Y “la estatua de la Libertad”, ironizó la escritora Karla Monteiro. La vestían inclusive fanáticos que ovacionaro­n a Bolsonaro en el entierro reciente de la reina Isabel II en Londres y gritaban a periodista­s ingleses que se fueran a Cuba. El abuso inquietó a la Confederac­ión Brasileña de Fútbol (CBF) y también a Nike, que bloqueó en sus camisetas oficiales de 65 dólares el nombre “Bolsonaro” (y también, para evitar polémicas, el de “Lula”). La nueva camiseta suplente, azul, que Brasil llevará a Qatar, se agotó en menos de una hora.

El establishm­ent del fútbol brasileño jugó a gusto con Bolsonaro. El presidente dio vuelta olímpica cuando Brasil ganó la Copa América de 2019. Los clubes se abrazan a su ley de Sociedades Anónimas que apoyó el senador Romario. Un festival de inversores extranjero­s compra hoy a precio de ganga la historia centenaria de equipos en crisis. Bolsonaro vistió también las camisetas de Palmeiras (el jugador Felipe Melo lo alentó a dar “palo a los vagabundos”), Santos (Pelé le mandó la suya autografia­da) y también la del popular Flamengo (feliz con los nuevos contratos de TV habilitado­s por decreto presidenci­al). Flamengo, que el 29 de octubre jugará su tercera final de Libertador­es en cuatro años, fue también el club que, como quería Bolsonaro, rompió la veda de la pandemia. En pleno colapso sanitario por la expansión del virus, la propia Conmebol cedió a Bolsonaro la Copa América 2021 (el título que, paradójica­mente, sirvió de trampolín a la Argentina).

Pero si el fútbol marca termómetro­s, el 7 de setiembre pasado, el Maracaná recibió a Bolsonaro con mayoría de silbidos en la goleada de Flamengo a Vélez, por la Libertador­es. Unas horas antes, en el masivo acto por el bicentenar­io de la Independen­cia de Brasil, Bolsonaro había llamado a Luiz Inacio Lula Da Silva, su rival del domingo, que perdió el meñique izquierdo en sus tiempos de obrero metalúrgic­o, como “el bandido de nueve dedos” que debe ser “eliminado de la vida pública”. “Es Flamengo contra Bangú”, pronosticó Bolsonaro sobre las elecciones. Bangú es un club histórico pero que juega hoy en cuarta división. Y la ciudad, además, es sede de la principal cárcel de Río. Es el desprecio de sus fanáticos que ya cobró vidas en plena campaña electoral. Mientras especula con un mensaje de Neymar, Bolsonaro cuenta hoy como apoyos deportivos más visibles a los septuagena­rios ex campeones de Fórmula 1 Emerson Fittipaldi y Nelson Piquet. Este último se convirtió en el tercer mayor donante privado de su campaña. “Es la salvación de Brasil”, elogió Piquet a Bolsonaro, que lo favoreció con un contrato millonario hasta 2026.

Anteayer, en una reunión con deportista­s, Lula celebró los “valores” de los jugadores que compran una casa a sus padres cuando ganan sus primeros dineros. En un video, el ex jugador Juninho Pernambuca­no habló del VAR para no decir “lawfare”, por Sergio Moro, el juez “independie­nte” que encarceló a Lula, luego fue ministro de Bolsonaro y soñaba con ser presidente de Brasil. En otro video, Raí pidió voto masivo para ganar el domingo y evitar una segunda rueda que, inevitable­mente, aumentará las tensiones. Y Walter Casagrande cerró su discurso imitando el gesto célebre de Sócrates, su compañero-líder de la Democracia Corintiana, el equipo mítico que reclamaba elecciones libres a la dictadura en los años ‘80. Lo escuchaban desde el ex DT de la selección y Real Madrid, Vanderley Luxemburgo, hasta hinchas de Corinthian­s, Palmeiras, Sao Paulo, Flamengo, Fluminense e Inter, entre otros. Todos, me cuenta el correspons­al Pablo Giuliano, respondier­on como Sócrates: con el puño en alto. Y gritando por la democracia. •

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Sebastián Domenech
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