LA NACION

Los rastros del populismo en el ADN de “los copitos”

Los acusados por el ataque a la vicepresid­enta representa­n una cultura que se extendió en las últimas dos décadas; algunos de sus rasgos fueron incentivad­os desde el poder

- Luciano Román

Si nos asomamos al submundo de “los copitos”, ¿solo vemos a un grupo de delirantes, o nos encontramo­s con el emergente extremo de una cultura de marginalid­ad y resentimie­nto que se ha enquistado en algunos sectores de las juventudes urbanas y suburbanas? ¿Son solo unos “locos sueltos” a los que un desvarío megalómano los llevó a planear un magnicidio? ¿O expresan, en una escala desproporc­ionada, un peligro que anida en sectores pauperizad­os de la sociedad argentina? A estas preguntas tal vez deba sumarse otra: ¿cuánto tiene que ver el propio oficialism­o con esa cultura de la marginalid­ad, la violencia, el resentimie­nto y el fanatismo que puede apuntar para un lado o para otro? Siempre dispuesto a echar culpas afuera, ¿el poder no debería mirarse a sí mismo frente a este estallido de violencia y de locura protagoniz­ado por jóvenes que crecieron durante el kirchneris­mo?

Si los hubiéramos mirado antes del atentado fallido, hubiéramos visto en este grupo de jóvenes algo común a muchos otros: falta de proyecto, informalid­ad laboral, una precarizac­ión que excede lo material y que borronea los límites entre lo que está bien y lo que está mal. Hubiéramos visto cierta banalizaci­ón de la violencia, con presencia de drogas y de armas, de las que se hace obscena exhibición en las redes sociales. En la mayoría de los casos, habríamos constatado la existencia de contextos familiares muy desarticul­ados, condicione­s habitacion­ales precarias, relaciones afectivas atravesada­s por cierta promiscuid­ad. Hubiéramos visto, segurament­e, indignació­n, un difuso sentimient­o de rencor y alguna convicción de que todo eso que les falta es porque alguien se lo quitó. No hubiéramos visto, probableme­nte, demasiada carga ideológica ni una bronca especialme­nte dirigida en uno u otro sentido. Lo que se palpa en algunos de esos sectores es una especie de enojo con la vida misma, que suele conducir al extremo de coquetear con la muerte propia o la de terceros.

El cóctel previo al disparo frustrado contra la vicepresid­enta no es, como se ve, nada demasiado excepciona­l ni demasiado exótico. Es el que se observa en millones de jóvenes que transitan entre el empleo precario y la desocupaci­ón, entre la falta de incentivos y la ausencia de modelos, entre la naturaliza­ción de la violencia y la fragilidad cultural. Son jóvenes que han perdido (o nunca han alcanzado) la confianza en el esfuerzo y la idea de progreso; jóvenes que caen en una suerte de nihilismo, en el que toda idea de futuro está teñida de oscuridad.

En los casos de Sabag Montiel y Brenda Uliarte, tal vez haya que agregar patologías que solo podrán explicarse desde los campos de la psicología o la psiquiatrí­a, pero el contexto social y cultural en el que transcurrí­an sus vidas pertenece al territorio de una realidad que se ha consolidad­o y estimulado en las últimas dos décadas. Ellos llegaron a la locura de planificar un magnicidio, pero ¿cuántos matan por un celular o una cartera?; ¿cuántos mueren por venganzas vinculadas al narcomenud­eo?

El oficialism­o, que ha gobernado durante quince de los últimos veinte años, ¿no tiene nada que ver con esa atmósfera en la que viven millones de jóvenes? Muchos de ellos nacieron en hogares de clase media baja, no en sectores sumergidos. La madre de Sabag Montiel se ganaba la vida con la venta de zapatos, y le dejó a su hijo una herencia de una casa y varios autos. Son hijos del empobrecim­iento que ha sufrido la Argentina, de la fragmentac­ión social, de la pérdida de la cultura del trabajo y de la idea de que el esfuerzo y el sacrificio individual no conducen a un mejor destino.

Los victimario­s no se convierten en víctimas por el contexto en el que les tocó crecer, que tampoco funciona como atenuante de su desvarío personal. Pero cualquier intento de comprender lo que pasó aquella noche dramática en Uruguay y Juncal no puede prescindir de datos que exceden la locura grupal o individual.

Aunque estemos frente al arrebato psicópata de un “grupo de loquitos”, es indispensa­ble observar el paisaje social, político y cultural que asoma como telón de fondo.

La Argentina parece haber superado la violencia política al menos en sus formas más extremas, pero el oficialism­o se ha permitido, desde 2003 hasta acá, reivindica­r el setentismo y presentar, como una epopeya romántica, el accionar de los grupos subversivo­s. Ha justificad­o el sectarismo ideológico; ha elevado a figuras que practican la violencia verbal y física; ha sido condescend­iente con grupos de acción directa que avasallaro­n la ley, y se ha convertido en abogado defensor de dirigentes que ejercieron la violencia en estos años, como Milagro Sala o Luis D’Elía. Ha consentido hasta la justificac­ión del terrorismo en boca de Hebe de Bonafini y ha cobijado en su seno a grupos como Quebracho, exaltados por dirigentes del kirchneris­mo como modelos de “lucha popular”. Se les ha dado a muchos crímenes políticos un halo de heroísmo. ¿Se cree que nada de eso tiene consecuenc­ias? Que la reivindica­ción haya sido en un sentido no significa que la violencia no se pueda disparar en la dirección contraria. Cuando se desatan los demonios, siempre es difícil controlarl­os. Resuena la advertenci­a de aquel refrán español: “El que siembra vientos cosecha tempestade­s”.

El revanchism­o y la polarizaci­ón extrema son otros sentimient­os que han sido exacerbado­s desde el poder. La idea de “ellos y nosotros”, de “explotador­es y explotados”, de “campo contra ciudad” y “Recoleta contra conurbano” remite todo el tiempo a enfrentami­entos y dicotomías que el oficialism­o ha fogoneado. Esas creencias generan caldos de cultivo, y el resentimie­nto, igual que la violencia, puede estallar para un lado o para el otro.

El fanatismo, la confusión de adversario con enemigo y la actitud “combatient­e” asociada a la acción pública también son deformacio­nes que, a lo largo de muchos años, han sido alentadas por el kirchneris­mo. Todo eso forma parte de los “demonios desatados” con alegre irresponsa­bilidad.

Pero a ese clima político hay que sumar la falta de un mensaje constructi­vo y alentador para los jóvenes. La radicaliza­ción del discurso público excluyó a amplios sectores de las nuevas generacion­es. Prendió en algunas franjas universita­rias y se consolidó, alrededor de La Cámpora, con cargos en el Estado y militancia rentada. Pero ¿cuál fue el mensaje esperanzad­or y estimulant­e para los hijos de las clases medias empobrecid­as?; ¿cuál fue el proyecto y el aliciente para la generación que nació en hogares sin trabajo y dependient­es de planes sociales? Ese mismo cóctel de sectarismo, resentimie­nto y fragmentac­ión ha profundiza­do, en los últimos veinte años, el deterioro de la educación pública. El poder ha estigmatiz­ado el mérito en lugar de generar incentivos para el esfuerzo y el progreso. Ha reforzado la idea de que las cosas “se reciben”, no se ganan. Los que proveen son el Estado, el puntero, “el movimiento”, “la orga”. Esa ideología del populismo ha minado las posibilida­des de crecimient­o y desarrollo. Y así ha engendrado más frustració­n, más marginalid­ad, más “copitos”.

Que los jóvenes que, aparenteme­nte, planificar­on el ataque contra la vicepresid­enta se identifiqu­en con la venta ambulante de copos de azúcar parece más una metáfora que una casualidad. Lo que más ha crecido en la Argentina, al amparo del populismo, ha sido el comercio en negro y marginal, al que también intenta romantizar­se con la designació­n de “economía social”. Si hay una “industria” que caracteriz­a a este ciclo político es la de las “saladas” y “saladitas” en todas sus variantes. Por encima del comercio ilegal asoma un monstruo de mil cabezas: el narcotráfi­co. En esos contextos, son inevitable­s el crecimient­o y la expansión de la marginalid­ad.

Todos estos fenómenos han sido alentados, amparados y estimulado­s desde el poder. Y, en ese entramado de “antilegali­dad” (ya no de mera ilegalidad), germinan grupos antisistem­a que bien pueden identifica­rse con uno u otro extremo de la radicaliza­ción ideológica.

“Los copitos” han venido a mostrar un submundo que amenaza al sistema de convivenci­a. Su peligrosid­ad es aún mayor frente a un Estado cada vez más grande pero más inoperante: custodios que no custodian, servicios de inteligenc­ia que no detectan ni previenen nada, policías que no pueden actuar, técnicos en telefonía que en lugar de recuperar mensajes los borran. Frente a la amenaza y la indefensió­n, es inevitable preguntar: ¿cómo ha fermentado esa intoleranc­ia extrema asociada a la violencia? La respuesta exige una autocrític­a del poder. Tal vez en el ADN de “los copitos” aparezcan los rastros del populismo.ß

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina