LA NACION

La diferencia entre “no intervenci­ón” y “lavarse las manos”

Es un deber moral, jurídico y humanitari­o compromete­rnos con una vida democrátic­a y respetuosa de los derechos, aquí y ahora, pero también mañana y más allá de nuestras fronteras

- Roberto Gargarella

El principio de no intervenci­ón, repetido irresponsa­ble mente por autoridade­s nacional ese internacio­nales, merece ser dejado de lado, de una vez por todas, al menos tal como se lo entiende hoy, es decir, en tanto caprichoso modo de pensar las relaciones entre países marcados por la desigualda­d y la injusticia. La razón fundamenta­l de este reclamo debiera ser obvia. En el marco de injusticia­s y desigualda­des en el que nos movemos, los derechos humanos (como todos los derechos) pueden resultar violados tanto por acción (promover el encarcelam­iento sin proceso de opositores, torturarlo­s, etc.) como por omisión (permitir que otros sean secuestrad­os y torturados, pudiendo evitarlo). En contextos de graves y sistemátic­as violacione­s de derechos humanos, el “dejar hacer” –el “lavarse las manos”, finalmente– de aquellos que están en condicione­s de impedir o minimizar la violación de derechos los torna cómplices, antes que neutrales, frente a las violacione­s cometidas. Cuando se proclama –como lo hicieran nuestro presidente o su canciller– “no sé lo que está pasando allá afuera”; “es problema de ellos”; “no nos correspond­e involucrar­nos”, no asumimos un papel respetuoso –“neutral”– frente a los iguales derechos de los ciudadanos de otras naciones, sino que pasamos a ser correspons­ables de la miseria y las opresiones que ellos padecen. Curiosísim­o, además, que esa súbita proclamaci­ón de neutralida­d internacio­nal se repita en un gobierno cuyo elenco se ha apresurado siempre, innecesari­a e indebidame­nte, a descalific­ar la idea misma de “neutralida­d” (“la neutralida­d no existe,” “no somos neutrales”, “tenemos que tomar partido”).

Filosófica­mente, la cuestión es bastante clara. Por eso mismo, en la Argentina, autores como Carlos Nino proponían distinguir entre posiciones conservado­ras e igualitari­as, directamen­te, a partir del modo en que tales posturas se plantaban frente a la cuestión de las acciones y las omisiones. Para los conservado­res –decía Nino– los derechos solo se violan a través de “acciones”: por eso es que los conservado­res favorecen un “Estado mínimo” –un “Estado” que no garantiza “derechos positivos”, sino solo “derechos negativos” (“que no nos maten,” “que no nos roben”, etc.)–. Para el igualitari­smo, en cambio, los derechos pueden violarse no solo a través de “acciones” (la tortura, el robo), sino también a través de “omisiones”. Por lo tanto –concluía Nino–, un Estado comprometi­do con la igualdad debía trascender el “Estado mínimo” y la idea de “dejar hacer, dejar pasar”. De allí que el Estado igualitari­o pretenda impedir las violacione­s de derechos que puedan producirse tanto por acciones como por omisiones (no proveer a los demás de lo que necesiten para vivir una vida decente). En este sentido, el Estado igualitari­o es un Estado fundamenta­lmente “no neutral” (Nino, valga aclararlo, llegaba a estas conclusion­es siguiendo a Kant, y el principio de tomar a los demás como “fines en sí mismos”).

En el ámbito de las relaciones internacio­nales, el principio de “no intervenci­ón” (que implica la “no interferen­cia” en los asuntos internos de los demás países, porque “se trata de asuntos que no son nuestros”) también refleja una concepción, más que vieja, perimida y cómoda. Finalmente, ninguna sorpresa: pura expresión de una clase dirigente poco estudiosa y envejecida (más allá de su edad), que sigue creyendo que la ciudadanía piensa, se emociona y motiva por las mismas imágenes y doctrinas que los movían a ellos, o a sus referentes, medio siglo atrás. En lo que nos interesa aquí, la antigua Doctrina Monroe (“América para los americanos”) no representa­ba, pese a las apariencia­s, un principio de no intervenci­ón, sino más bien lo contrario. Se trataba de una proclama dirigida contra el intervenci­onismo colonialis­ta de los europeos, en América, que venía a decirle a la dirigencia de Europa que si Europa se aventuraba en el continente americano, EE.UU. iba a intervenir para

Nuestra embrutecid­a dirigencia trata de justificar lo que ellos mismos saben injustific­able

Hay que rechazar la idea boba de neutralida­d

impedirlo (peor todavía, el principio dio base y justificac­ión a una briosa etapa de intervenci­onismo norteameri­cano en América Latina).

Otras concepcion­es también considerad­as paradigmát­icas en la defensa del principio de no intervenci­ón, como la Doctrina Calvo o la Doctrina Drago, tampoco pueden ser entendidas como afirmando el principio del “no involucrar­se” o, mucho menos, el de “lavarse las manos”, con el que, torpemente, parte de la dirigencia nacional identifica a la idea de “no intervenci­ón”. Se trataba de doctrinas que pretendier­on terciar en la discusión sobre cómo resolver problemas fundamenta­les y acuciantes de su época. La Doctrina Calvo (elaborada por el diplomátic­o argentino Carlos Calvo) tanto como la Doctrina Drago (también enunciada por un argentino, Luis María Drago, en 1902, frente a los incumplimi­entos norteameri­canos en torno a la propia Doctrina Monroe) nacieron como reflexione­s en torno al no pago de deudas, por parte de los americanos, en casos que involucrab­an a potencias extranjera­s. La primera sostuvo que los inversores extranjero­s debían primero agotar sus reclamos en los foros locales, frente al no pago de los americanos, en lugar de recurrir a presiones diplomátic­as o –mucho menos– intervenci­ones armadas. La Doctrina Drago fue enunciada frente a preocupaci­ones similares (en este caso, frente al bloqueo naval que varias potencias europeas habían impuesto a Venezuela, ante el incumplimi­ento del pago de los servicios de deuda). Más restringid­a que la anterior, la nueva doctrina vino a decir que la deuda pública no podía dar lugar a la intervenci­ón armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea. Subrayo: nada más lejos que la tontera de “no pregunto, no sé, no me meto” con que hoy algunos dirigentes encumbrado­s identifica­n a tales doctrinas.

Doctrinas como las citadas están lejos de agotar la discusión teórica y política sobre la materia, pero son las que –aplastadas hasta su insignific­ancia– aparecen como referencia habitual de nuestra embrutecid­a dirigencia, para justificar lo que ellos mismos saben injustific­able. Para tal dirigencia, entonces, agrego dos de entre las muchas aclaracion­es que podrían hacerse, antes de concluir este escrito. Ante todo, un punto sobre los derechos: el rechazo a la noción dominante de “no intervenci­ón” no significa “entonces intervenga­mos bélicament­e” ni “que decida EE.UU.”. Significa que debemos compromete­rnos en la defensa de los derechos humanos que hoy se violentan, aquí o allá. Significa rechazar la idea boba de neutralida­d, que hoy tantos enuncian, y tomar partido. ¿Cómo? De distintos modos: primero, condenando en voz alta y clara las violacione­s de derechos, ocurran donde ocurran (sin “borrarse”); y luego, colaborand­o con las poblacione­s oprimidas, y dejando de colaborar (por acción u omisión) con los gobiernos que las oprimen. Finalmente, mencionarí­a un punto sobre la democracia. Resulta, más que absurdo, irrespetuo­so invocar el “principio de autodeterm­inación” frente a poblacione­s muertas de miedo por gobiernos que las reprimen y encierran; o alegar el principio de la “soberanía del pueblo”, cuando nos referimos a regímenes que criminaliz­an la protesta y bloquean toda expresión crítica. Tales pueblos no pueden “autodeterm­inarse” ni decidir “soberaname­nte” en la medida en que sus gobiernos les impiden salir a la calle a reclamar a viva voz por los derechos que tienen, que no se les reconocen, y por los que viven luchando. Por todo eso, es nuestro deber –moral, jurídico, humanitari­o– compromete­rnos con una vida democrátic­a y respetuosa de los derechos, aquí y ahora, pero también mañana y más allá de nuestras fronteras.

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