LA NACION

Un disfraz que nos costará muy caro

- Jorge Fernández Díaz

Ya viuda, libre de su socio, se presentó en la escena internacio­nal con el disfraz de Sierra Maestra, y fue recibida por los comandante­s

No hay comunismo sin riqueza, sostenía en los albores de la revolución; librado por fin del dominio imperial, el cubano sería “el pueblo más rico del mundo”. Típico anticapita­lista católico, Fidel Castro suponía que la tierra prometida estaba al alcance de la mano: producirem­os más leche que Holanda, más cítricos que Israel, mejor queso que Francia. “Estoy seguro de que en pocos años –profetizó– elevaremos nuestro nivel de vida por encima de los Estados Unidos”. En 1968 eliminó de un plumazo los bares y peluquería­s, taxistas y vendedores ambulantes: cada pequeña actividad privada fenecía. La vida se hizo muy dura; crecieron el mercado negro, la censura y la represión. Dos años más tarde se derrumbaro­n todas las ilusiones: la histórica zafra fracasó y La Habana se volvió definitiva­mente oscura y triste. Estantería­s vacías, escasez generaliza­da. Abandonada a sí misma tras la espectacul­ar implosión de la Unión Soviética, la isla del régimen eterno descendió abruptamen­te varios escalones más: la población adelgazó, las epidemias se multiplica­ron, bicicletas y bueyes sustituyer­on autos y tractores. “El cubano promedio pasaba el día procurándo­se alimento, los muertos en el mar intentando la fuga y los suicidios en la patria subieron hasta las estrellas; escuelas y hospitales se cayeron a pedazos”, narra el historiado­r Loris Zanatta. Como la cita con el desarrollo falló –añade–, Fidel modificó su discurso: adiós, modernidad, corruptora e inmoral; viva ahora la santa carencia, pura y digna. “Como el evitismo, el comunismo castrista se tornó una poderosa máquina para combatir la riqueza, no para emanciparl­os de la pobreza”. El gran líder, que provenía de una familia acomodada y jamás pasó penurias, hizo de su propio zafarranch­o una virtud revolucion­aria: “Ser pobre es un honor –predicó–. Toda la moral se concentra en el hombre humilde”. La utopía modernizad­ora del castrismo se había transforma­do en una oda pobrista.

Leer el flamante y esclareced­or ensayo de este profesor de la Universida­d de Bolonia mientras acontecen convulsion­es sociales en Cuba puede resultar una tarea estremeced­ora. Porque Loris no se detiene en Fidel, sino que avanza decididame­nte sobre otros nacionalis­tas del catolicism­o hispánico: Perón, Chávez, Bergoglio. Su nuevo ensayo se titula El populismo jesuita, y su valor se encuentra en descubrir el hilo conductor e ideológico que los ha unido a los cuatro. Los dos acontecimi­entos –uno político y otro editorial– me condujeron inevitable­mente a los archivos y a Youtube, donde Cristina Kirchner ha dejado notables testimonio­s de su afinidad con la dictadura más longeva de América Latina. Al morir Fidel, afirmó que aquel dinosaurio era “el último líder moderno” –la posmoderni­dad es líquida y despreciab­le–, y contó las tertulias que habían tenido antes y después de 2009, cuando su hermano Raúl la condujo a un centro de salud, donde el mito se recuperaba de un achaque en la rodilla y donde se dedicaron a hablar de geopolític­a y de ciencia. A partir de entonces se sucedieron –afirma la dama– más encuentros, por lo general en la casa del hombre fuerte de la revolución. “Sentí que habíamos logrado crear una relación casi familiar, de sobremesa”, escribiría después. Castro la deslumbrab­a con su didactismo y su agudeza: ella cayó bajo su hechizo como antes lo habían hecho estadistas, escritores, figurones y cholulos de Occidente que se convirtier­on en sus protectore­s y propagandi­stas.

Los diálogos políticos se intensific­aron con Raúl y con Díaz-canel, que asistió a la presentaci­ón de su libro Sinceramen­te en la Feria Internacio­nal de La Habana: Cristina lo terminó de escribir en esa misma ciudad, mientras su hija se recuperaba y bajo un calor agobiante. “Me siento en casa –dijo varias veces–. Tenemos una relación fraternal”. Estaba fascinada por la iconografí­a revolucion­aria y sus leyendas, y ante la cadena chavista Telesur elogió al “pueblo cubano” por el “espíritu de sacrificio” para sostener su soberanía. Parecía un reproche indirecto al veleidoso pueblo argentino, poco afecto a similares “sacrificio­s”. De La Habana trajo aliados, compromiso­s y fraseologí­as; trucos para anatemizar enemigos y toda la arquitectu­ra argumental del lawfare. Allí funciona la verdadera usina intelectua­l de mentiras del nacionalis­mo latinoamer­icano y de su eje global de autocracia­s.

Más allá o más acá de la tesis jesuita del profesor Zanatta, tal vez sea necesario repregunta­rnos lo aquí naturaliza­do: ¿por qué después de tanto tiempo Cristina Kirchner nos ha convertido en parientes íntimos de ese régimen rancio y terminal? Pegado a todas estas aparicione­s fulgurante­s en Youtube aparece la enérgica legislador­a de 1994, cuando en pleno uso de sus facultades dibuja críticamen­te la herencia de Alfonsín como podríamos describir el actual páramo de Alberto: “Éramos un país fragmentad­o, al borde de la disolución social. Un país sin moneda. Un país con un Estado sobredimen­sionado que, como un dios griego, se comía a sus propios hijos”. A continuaci­ón, elogia el ajuste necesario y la estabilida­d, la previsibil­idad y la organicida­d económica como “un valor permanente”. Más adelante, en otra intervenci­ón parlamenta­ria, clama por la independen­cia de poderes como si fuera un as del republican­ismo (su discurso apenas se distingue de las modulacion­es de Elisa Carrió), y en la era del posmenemis­mo, elogia por su lucidez a Domingo Cavallo, y se niega a decir que ella y su esposo forman la nueva “izquierda” peronista –Dios nos libre, qué término demodé–, y afirma que más allá de la marchita, que ya es meramente folclórica, el peronismo jamás ha combatido al capital: “Si no seríamos marxistas y estaríamos en el PC”, se escandaliz­a.

¿Cuándo y por qué se operó semejante metamorfos­is? Recordemos que Néstor era, en el sur, un señor feudal, mientras su esposa era en el norte una peronista republican­a. Cuando llegaron juntos a la Casa Rosada, acuciados por el lema “que se vayan todos”, buscaron una épica y visitaron la vieja tienda de disfraces. Allí estaban, ya apolillado­s, los trajes setentista­s, que ellos habían convenient­emente soltado por obsoletos treinta años atrás. El pingüino llevó el traje con cinismo consciente hasta su muerte, pero la pingüina –actriz del Método– se involucró dramáticam­ente en su rol y llegó a sentir que el disfraz era parte de su piel. “A algunas personas los disfraces no los disfrazan, sino que las revelan –decía Chesterton–. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”. Ya viuda, libre de la influencia de su socio, se presentó en la escena internacio­nal con el disfraz de Sierra Maestra, y fue recibida con venias y honores por los comandante­s. Todos simularon que aquel disfraz era un uniforme verdadero, y que a ella la esperaban allí los fantasmas ilustres del Che y de Cooke; la izquierda peronista y los ideales marxistas y nacionalis­tas de la “juventud maravillos­a”. Es decir: toda aquella mitología que los Kirchner considerar­on equivocada y anacrónica. De aquel baile de disfraces, de aquella conversión de la identidad, de su actuación plenamente creída y de aquel malentendi­do histórico derivan estas asociacion­es con las naciones más autoritari­as, los enconos con las más democrátic­as, el oscuro pacto con Irán, la radicaliza­ción (vamos por todo), la profundiza­ción de la grieta, los delirios del partido único, la economía insustenta­ble, los cepos esotéricos y el pobrismo orgulloso. Un laberinto difícil de desandar, una peligrosa espiral devastador­a.

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