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Es como comunicarse en un idioma que se extinguió sin que notificaran al último hablante. O repetir un viejo y efectivo chiste de la infancia para encontrarnos ante una mirada vacante en lugar de la respuesta necesaria para continuar contándolo (basta arrancar con un chiste ”toc-toc” o “primer acto” ante niños de hoy para comprobarlo). Es difícil hacer un censo sobre lo que constituye exactamente la cultura popular en su acepción actual, algo norteamericana (testamento del poder de Hollywood para informar el modo en que imaginamos nuestras propias vidas). Pero sí es fácil descubrir el momento en el que la cultura pop nos abandona en pos de nuevas generaciones que colonizar: ocurre cuando no terminamos de entender qué es (y sobre todo de qué vive) un influencer; cuando la playlist del auto está integrada por músicos “de Tiktok” como única clasificación, o nos indignamos ante la sugerencia de que una cita en una obra es como un meme. Nos vamos volviendo “padres”, los únicos interesados en explicar durante la cita semanal y familiar con Wandavision (Disney+) por qué la TV se veía en blanco y negro pero se filmaba a colores, o quién todavía es Dick Van Dyke y por qué el episodio de las nueces de su programa es una parábola sobre el horror de la felicidad doméstica.
la cultura pop –que tiene rasgos en común pero también diferencias con la mucho más estable “cultura popular”– engloba no solo costumbres, historias, productos, obras de arte y gustos compartidos por una generación en un lugar determinado, sino también el ejercicio colectivo de traerla de nuevo a la vida cuando los recuerdos son lo único que queda de ella. Cual experimento de Victor Frankenstein, con cada resurrección disminuye un poco el impulso creador: la nostalgia institucionalizada, el retro, ocupa el lugar de la chispa de emoción genuina. Es posible que lo que podemos definir nada científicamente como cultura pop se detenga en los confines de la infancia y la adolescencia, y que “nuestro marco de referencia cultural” en estos casos debiera hacer énfasis en “nuestro” y no tanto en el marco mismo, capaz de ser modificado por múltiples variables incluso dentro de una misma generación. Nosotros y nuestras circunstancias.
Todo este distanciamiento teórico no contradice el golpe casi visceral en nuestros sentidos que es capaz de infligirnos un momento Rosebud (aunque el spoiler del desenlace de El ciudadano debiera haber vencido en 1941, lo dejaremos ahí): un recuerdo fundamental de la infancia, expuesto a la luz de la experiencia de una vida vivida, se revela como retrato de lo que significa
La nostalgia institucionalizada, el retro, ocupa el lugar de la chispa de emoción genuina
estar vivo. Una magdalena en el té de Proust, por supuesto. En estos dos casos tan célebres, el efecto es puro diseño del artista, y su efectividad puede ser probada en tantas ocasiones como se concurra al cine o se abra Por el camino de Swann.
En otras ocasiones, ese efecto se produce por un encuentro fortuito, pero no casual, entre una historia que es parte de nuestro canon personal –la de la trágica Wanda Maximoff de la serie de Marvel, “la bruja que no puede aceptar la muerte de su marido robot”, magníficamente encarnada por Elizabeth Olsen– que es reencauzada en una dirección completamente distinta a la que tenía cuando la descubrimos (antes de House of M). Tanto como lo permiten los límites de la ficción televisiva de superhéroes, es una meditación sorprendentemente sutil acerca de la naturaleza del duelo, que incluso contiene más humor del que jamás tuvo la Bruja Escarlata en los cómics sobre su siempre melodramática existencia. Por el camino, recobramos a Hechizada, Yo quiero a Lucy y hasta el rito de sentarse a la mesa a ver un programa todos juntos sin poder avanzar más en la historia que lo que nos permiten sus creadores. No sé qué otro deseo podría pedirle a la TV.