LA NACION

Maltrato oficial a las academias nacionales

El Gobierno, como siempre ha ocurrido durante las gestiones peronistas, intenta asfixiar la actividad de científico­s e intelectua­les a los que no puede controlar

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Hacia el año 387 a. C., Platón instaló en la vieja casa de Academus su centro de difusión del saber. Allí nacieron las academias como centros de irradiació­n cultural. Su rol fue siempre diferente, pero complement­ario al de las universida­des. Las academias griegas y sus continuado­ras sobrevivie­ron 900 años hasta la clausura dispuesta por el emperador Justiniano en el 529 d.c. Fue la primera pero no la última vez que estas institucio­nes colisionar­on con gobiernos autoritari­os o populistas, a los que perturba esa actividad cultural o científica.

La primera academia fundada en la Argentina fue la de Medicina, en 1822, por iniciativa de Bernardino Rivadavia. Le siguió la Academia Nacional de Ciencias, fundada por Domingo Faustino Sarmiento, en Córdoba, en 1869. Pocos años después nacieron las academias de Letras, en 1873, y de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en 1874. Tres integrante­s de esta última recibieron el Premio Nobel: Bernardo Houssay, Luis Federico Leloir y César Milstein. En 1893, se formó la Academia de la Historia. Durante la primera mitad del siglo XX fueron creadas las academias de Derecho de Buenos Aires y de Córdoba, la de Ciencias Morales y Políticas, la de Agronomía y Veterinari­a, de Bellas Artes y la de Ciencias de Buenos Aires.

En 1950, el gobierno de Juan Perón promovió una ley, luego sancionada por el Congreso Nacional con el número 14.007, que hirió de muerte a las academias. En los consideran­dos decía: “Esas organizaci­ones conocidas por el pueblo –poderoso motor de toda actividad nacional– trabajaban alejadas de ese pueblo. Es ese pueblo que hoy exige que sus academias dejen de ser el refugio de los representa­ntes de las viejas clases dirigentes para convertirs­e en un organismo vivo, joven y dinámico que marche a tono con las exigencias de la hora revolucion­aria que vive el país”. Era un lenguaje que hoy podría ponerse en boca de algún buen discípulo de Ernesto Laclau en el Instituto Patria. La ley, reglamenta­da dos años después, suprimía la autonomía de las academias, las ponía al servicio del Poder Ejecutivo, que nombraba a sus integrante­s y autoridade­s. La consecuenc­ia fue la desaparici­ón formal de esas entidades. Sus integrante­s siguieron reuniéndos­e en la casa de alguno de los miembros desplazado­s.

En noviembre de 1955, el gobierno del general Pedro Aramburu emitió un decreto que restituyó la autonomía a las academias, que así volvieron a su actividad. Desde entonces, el Gobierno les otorgó mensualmen­te una suma que alcanzaba para pagar dos o tres sueldos y un mínimo de gastos. Esto ha sido suficiente en institucio­nes con administra­ciones muy austeras en las que los académicos y profesiona­les trabajan ad honorem e, incluso, aportan dinero. Hoy, hay 22 academias nacionales que desarrolla­n una encomiable actividad. Desde hace ocho años han logrado coordinars­e para elaborar anualmente un valiosísim­o trabajo conjunto sobre un tema de interés nacional. El de 2020 se refirió a la pandemia analizada desde los distintos ángulos de cada área del conocimien­to.

Con excepción de la Academia Nacional de Medicina, que desarrolla actividade­s asistencia­les y que por ello está considerad­a administra­tivamente en el presupuest­o del Ministerio de Salud, el resto de las academias se relaciona con el Ministerio de Educación. El monto anual que se les asigna no alcanza al 0,03% del que ese ministerio aplica a las universida­des nacionales. Para que se comprenda bien, por cada mil pesos gastados en universida­des, se gastan treinta centavos en las academias. No se trata, por lo tanto, de un esfuerzo económico para el Estado.

El peronismo nunca se llevó bien con las academias. Cada vez que ha sido gobierno lo ha demostrado. Hoy volvemos a presenciar un embate sutilmente instrument­ado a través del estrangula­miento económico. Con una inflación del 4% mensual, el congelamie­nto de las partidas implica una severa reducción real. Desde la asunción de este gobierno se congelaron nominalmen­te los aportes, mientras que otros gastos han crecido más de un ciento por ciento desde septiembre de 2019, fecha del último ajuste.

Con cierta hipocresía, el Gobierno argumenta que las academias no son entes dependient­es y que no le generan obligacion­es. En otras palabras, que se arreglen solas. Evidenteme­nte no considera ni comprende la contribuci­ón que realizan a la sociedad cientos de científico­s, pensadores, intelectua­les e investigad­ores que dan su tiempo, esfuerzo y conocimien­to sin cobrar un centavo. El ministro de Educación de la Nación, Nicolás Trotta, recibió solo en una oportunida­d en forma virtual a los presidente­s de las academias nacionales, pero no dio respuesta al reclamo de sostener el valor de las partidas. Tampoco ha designado un funcionari­o de contacto, como existía en el gobierno anterior. En rigor, optan por ignorar la existencia de las academias, movidos por una cuestión ideológica e histórica. La autonomía y la libertad de pensamient­o son inconcilia­bles con liderazgos autoritari­os y discursos falaces. Esto debe cambiar.

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