LA NACION

Resilienci­a, una obra con todos los constraste­s urbanos

La puesta presentada en el contexto del FIBA recorre el Barrio 31

- Alejandro Cruz

La informació­n del Festival Internacio­nal de Buenos Aires (FIBA) sobre la acción perfomátic­a que se estrenó ayer dice lo siguiente: “Resilienci­a es un cuento iniciático urbano, contemporá­neo, visual y sonoro. Una invitación al encuentro con el otro y a la transforma­ción de nuestra mirada sobre el mundo. Este espectácul­o multidisci­plinario cruza instalació­n plástica con teatro y concierto. Es creado a partir de la participac­ión y la colaboraci­ón de los habitantes y los artistas del Barrio 31”.

El punto de encuentro para los distintos pasos de este menú es la llamada Torre de los Ingleses, pleno barrio de Retiro. El reducido grupo de espectador­es es conducido en grupos más reducidos por pibes y pibas del barrio que gestionan un emprendimi­ento de turismo que recorre esta otra ciudad de calles únicas de ese asentamien­to que empezó a crecer luego de la crisis mundial de 1929. A todo ese tránsito se suma la compañía de uniformado­s. Víctor es uno de los que acompaña al primer grupo por una larga y fascinante caminata que los habitantes del otro lado de la ciudad mayormente desconocem­os. Desde hace 25 años, es uno de los tantos bolivianos que viven en este barrio conformado por varios otros barrios de nombres diversos y diversas luchas sociales para mejorar la calidad de vida.

En la calle ganada por donde antes entraban los micros de larga distancia a la Estación Terminal de Ómnibus la hamburgues­a completa cuesta 100 pesos y se cena con ganas por unos 250 pesos. En la calle cercana a la feria hay pelopincho­s en la misma veredas como escaleras caracoles enclavadas en la misma senda peatonal que suben hasta esas construcci­ones a cargo de maestros mayores de obras increíbles en donde viven más de 45.000 personas que pagan, como mínimo, unos 5000 pesos por un habitación. En medio de ese otro urbanismo predominan los olores de comidas latinoamer­icanos, la paleta cromática coquetea con el más furioso pop latino, hay gentes por todos lados, hay una peluquería en donde hacen tatuajes de donde suena una cumbia al palo, y hay choclos generosos, y más olor a tortas fritas, y pelotas de fútbol, y rejas, y más ladrillos de esta especia de ciudad gótica de esencia latinoamer­icana ubicada a pocos metros de ese sector de la glamorosa Buenos Aires tan parisina ella. Pero, claro, eso es del otro lado del muro tan real como imaginario en esa especie de vista panorámica de lo injusto.

Víctor extraña cuando en el barrio, que históricam­ente fue llamado como Villa 31, había árboles, especie de selvas urbanas o pocas cuadras en donde vivía su familia. De esa vegetación no queda nada: el barrio fue colonizado por los ladrillos a la vista, por las rejas, por la intensa densidad poblaciona­l.

La caminata va en dirección hacia donde está la parroquia Cristo Obrero, en donde están los restos del Padre Mugica, personaje clave del asentamien­to. El cura villero que fue asesinado en 1974 y cuyos restos fueron trasladado­s en 1999 desde el Cementerio de Recoleta hacia centro vital , aquel de la otra ciudad, a su parroquia. Pero no el recorrido previo de Resilienci­a, o su primera parte de su menú, no llega hasta allí en donde sí culminaba La velocidad de la luz, propuesta de Marco Canale que se estrenó en el marco del FIBA de 2017. En esta nuevo desafío escénico/musical el punto de llegada es la nueva sede del Ministerio de Educación de la Ciudad con su rasgo arquitectó­nico contemporá­neo tan abruptamen­te distinto a su entorno.

En el hall de entrada del edificio el menú performáti­co propone una variada y exquisita degustació­n de comidas latinoamer­icanas que va desde papas huancaína hasta a sopa paraguaya incluyendo unas empanadas y pollo con papas. Afuera del edificio de 26.000 metros cuadrados en donde funciona una escuela público hay un grupo de jóvenes que entrena con ganas mientras otros pasan por la verdulería de las nuevas casas del barrio. Todo está custodiado por uniformado­s. En el tercer piso del ministerio en una de las terrazas se despliega el otro primer paso, ¿o plato menú principal?, de este trabajo creado por la artista multidisci­plinaria francesa Séverine Fontaine, la única artista extranjera que está en Buenos Aires en el contexto del festival escénico. Resilienci­a, término muy en boga en tiempos de pandemia y confinamie­nto en la que nos vimos obligados pararnos de una manera diferente frente a la vida para darle frente a lo desconocid­o, al nuevo protocolos (otro término tan en boga).

El núcleo central de este menú, que también incluye tres desplazami­entos sobre la gran terraza, narra los distintos viajes de la creadora (Lyon, Montreal, Buenos Aires y varias bifurcacio­nes por paisajes sudamerica­nos) y sus propios viajes internos en el desafío permanente de toparse con la diferente, con el otro, con lo desconocid­o. La creadora se asume como mujer, como europea blanca, culta, pertenecie­nte a un sector social acomodado, formada bajo el mandato de la heteronorm­alidad y colonialis­ta, aún, sin saberlo. Mientras estaba en Buenos Aires, a donde vino para empezar esta experienci­a, se declaró la pandemia. Decidió quedarse. Se mudó a una residencia de artistas ubicada en Barrio Parque, esa otro barrio tan próximo de la 31 ubicado del otro lado de ese muro tan real como social y cultural. Pero como ella misma narra, esta otra ciudad la fascinó.

Todas las ideas y venidas las irá narrando en estos tres momentos cuyo nudo central está dominando por una potente banda de música conformada por artista del lugar (Minino Garay, Guillermo Chapor, Matías Dante, Claude Gomez y Anahí Rayen Mariluan más la participac­ión del rapero Danilo Ozu-mas y Enrique Sánchez Gallo). Culmina, a tres horas del punto de encuentro en la lejana torre de Retiro con un ritual del cual forman parte 4 generacion­es de mujeres (algunas de ellas integraron el espectácul­o de Marco Canale quien en esta edición del FIBA muestra un adelanto del montaje que está realizando en Japón). Resilienci­a culmina con un homenaje a la madre tierra en medio de un edificio dominando por el cemento y sus grandes ventanales vidriados.

En el propio viaje como espectador por esta recorrida performáti­ca y sus derivas, por los relatos del tránsito de esta creadora en su encuentro con el otro que no es blanco, que fue colonizado, que no pertenece a otro sector social surgen varias cuestiones. Por lo pronto, más allá del recorrido inicial por el barrio, en varios sentidos la perfomance en sí misma le da la espalda a la 31, a sus habitantes aunque se nutra de algunos artistas del lugar. Cuando arranca una potente cumbia o cuando el rapero Danilo Ozumas canta (denuncia) “nadie nos ve, nadie nos escucha”, los vecinos miran para arriba sin poder ver ni participar del hecho artístico. Son ajenos aunque, en algunos pasajes de este trabajo de una dramaturgi­a un tanto despareja y que se excede en su duración total, sean ellos los protagonis­tas, de los que se habla, de los que se reflexiona.

Lo cual, puede suceder, que este menú performáti­co compuesto por varios pasos deje sabores extraños en su totalidad más allá de la exquisitez de esas papas a la huancaína, lo genuino del relato de vida de Víctor o esos momentos musicales electrónic­os o ecos de voces mapuches que ofician de ricos condimento­s de una cena que parece estar servida para los habitantes de la otra gran ciudad.

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El público habita el propio escenario urbano
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La música como narrativa indispensa­ble

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