impuesto a la riqueza. El nuevo tributo es inconstitucional y confiscatorio, grava activos ya alcanzados por Bienes Personales y sus alícuotas superan valores razonables.
El nuevo tributo es inconstitucional y confiscatorio, grava activos ya alcanzados por Bienes Personales y sus alícuotas superan valores razonables
El Banco Mundial, con el asesoramiento de una de las principales auditoras internacionales, realizó un relevamiento de la presión impositiva sobre empresas en 190 países. Se tomó una como testigo bajo ciertos supuestos y se calculó cuál es la relación entre los impuestos totales pagados y su utilidad. En el caso de la Argentina, ese porcentaje resultó del 106%. Somos el único país donde no alcanzan las utilidades para pagar todos los impuestos y por ello nos corresponde el último puesto en el ranking, solo antes de la insignificante Comoras. A la abrumadora e impagable exacción fiscal se agregan una legislación laboral antiproductiva y un elevado costo del capital. No debe extrañar, por lo tanto, la estrepitosa caída de la inversión productiva.
Ser emprendedor en actividades no protegidas en el país alcanza ribetes de heroísmo. Ser un mediano o gran empresario en mercados competitivos implica un enorme patriotismo rayano en la santidad o en la locura. La respuesta de las autoridades ante esta situación es la de suponer que todo empresario es sospechoso de abusar de la gente y “llevarse la plata con carretilla”. Esta actitud ideológica se liga a la errada concepción de que el problema de la pobreza radica en una inequitativa distribución del ingreso, que debe resolverse quitando a unos para dar a otros. Así se expande el asistencialismo al tiempo que crece la presión impositiva. La “política de ingresos” se convierte en un proceso circular de suma cero. La torta no crece, sino que se reparte cada vez entre mayor número de personas.
En este escenario aparece el impuesto a la riqueza, denominado eufemística y engañosamente “aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia”. No es ni solidario ni voluntario. Es un impuesto, sin discusión. Su supuesto destino no es relevante, ya que el dinero recaudado es fungible. Solo se ha pretendido nutrirlo de una imagen altruista. Y con el propósito de quitarle el marcado sesgo antiproductivo, se alega que grava a personas físicas y no a empresas. Un sinsentido. Los empresarios son las cabezas decisorias de sus compañías. Ahuyenten a los empresarios y desaparecerán sus empresas.
El nuevo impuesto es anticonstitucional y confiscatorio. Grava activos que ya están alcanzados por el impuesto a los bienes personales y sus alícuotas superan las rentabilidades razonables y por lo tanto impactan sobre parte del capital. No considera los pasivos ni contempla excepciones por títulos públicos o vivienda propia. Para peor, al reclamar el fisco dinero líquido obliga al contribuyente a vender activos productivos. Ya hay centenares de empresarios, potencialmente inversores, que se han sentido víctimas de un sistema confiscatorio y han decidido exiliarse fijando domicilio fiscal en Uruguay, Paraguay u otros países. Todo esto, ante una Justicia que no ha puesto eficaces ni oportunos límites, un sector privado que no ha hecho sonar las alertas lo suficiente y una ciudadanía que en su mayoría se ha venido mostrando indiferente, sin mayor involucramiento.
Mientras los organismos internacionales señalan graves deficiencias, nuestras autoridades las niegan o contestan con evasivas. La situación se sigue agravando, ante jueces distraídos, empresarios exiliados y una ciudadanía indiferente. Solo por respeto a nuestra dolorosa experiencia del pasado y en virtud de las lecciones aprendidas, estas políticas y este nuevo impuesto deberían rechazarse de plano. Mucho más cuando los efectos para el país serán una mayor caída de la inversión y la deserción de importantes empresas.
Llevamos una década de recesión y vemos casi la mitad de la población sumida en la pobreza. Con esta carga fiscal y con confiscaciones como las del impuesto a la riqueza es imposible atraer inversiones. Más aún cuando se advierte que estos efectos tan negativos no han sido la consecuencia de algún desastre natural o alguna guerra prolongada, ni siquiera atribuibles a una pandemia, sino propios de tan disfuncional como ideologizado funcionamiento. Sin embargo, el ministro de Economía declara que no es necesario bajar el gasto público ni la carga fiscal y la titular de la AFIP dice que se debe “desmitificar” que la Argentina tenga uno de los sistemas más gravosos.
En nuestro ADN como sociedad está la capacidad de reaccionar, muchas veces en forma tardía, cuando se llega a un punto de hartazgo. En este caso, eso parece estar sucediendo a partir del debate y de la sanción del impuesto a la riqueza. En el trámite parlamentario, decenas de legisladores de la oposición pusieron sobre la mesa la insania fiscal representada en nuestro sistema tributario y sus actuales 166 impuestos. Además, fue un secreto a voces que incluso dentro de la coalición gobernante había importantes sectores contrarios a este impuesto. Se nota también el nivel de hartazgo en el sector profesional cuando los 24 consejos profesionales en ciencias económicas se presentaron recientemente en simultáneo con un reclamo administrativo contra un mero régimen de información por planificaciones fiscales. Se está notando también en importantes y variados sectores de nuestra sociedad, con debates sobre la cuestión fiscal en redes y medios como nunca antes. Si hay una sola cosa positiva del tan dañino tributo a las grandes fortunas es haber contribuido a instalar el tema fiscal en nuestra sociedad. Solo con un involucramiento colectivo en estas cuestiones se arribará a una reforma fiscal que favorezca la inversión y el desarrollo y obligue a reducir el elefantiásico e improductivo gasto público que entre todos financiamos.