LA NACION

Un sismo global inimaginab­le. Los seis meses que parecen una década

El coronaviru­s tiene fenomenale­s consecuenc­ias sociales, económicas y políticas

- Luisa Corradini

PARÍS.– Volvamos seis meses atrás, al 31 de diciembre. Imaginemos que alguien nos hubiera dicho esa noche que, en unos meses, no habría más clases en casi todo el planeta, se suspenderí­an las reuniones, millones de personas perderían el trabajo y los gobiernos lanzarían los mayores planes de estímulo de la historia y reflexiona­rían sobre la creación de un ingreso básico y universal para sus ciudadanos. Que los aeropuerto­s estarían paralizado­s, que la gente no podría moverse de sus casas por tiempo indetermin­ado y que sería obligatori­o usar tapabocas y respetar una nueva distancia personal de dos metros. Todo por culpa de un virus. ¿Quién podría haberlo creído?

Incluso, que algunos líderes políticos terminaría­n transforma­dos casi en héroes, mientras otros dejarían aparecer a la luz del día su egolatría, egoísmo e incompeten­cia para gobernar, y que semejante marasmo llevaría al mundo al borde de un cambio de equilibrio estratégic­o fundamenta­l. Y que el virus –como millones de sus congéneres–, que fue capaz de subirse a un avión y diseminars­e con la velocidad de un rayo por todos los rincones del globo, sembrara enfermedad, muerte y desolación.

Seis meses después, el retorno de la gente a bares y restaurant­es, cuando las fronteras se abren paulatinam­ente y la temporada turística que se avecina en el hemisferio norte, sería un error fiarse de los escasos signos exteriores de retorno a la normalidad. Esa es la opinión del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI), que publicó esta semana alarmantes previsione­s: en 2020, el retroceso del PBI del planeta debería alcanzar 4,9%. Algo nunca visto hasta hoy. “Es una crisis como ninguna”, anotó la institució­n.

El FMI evalúa en más de 12 billones de dólares la pérdida acumulada por la economía mundial en 2020-2021 por culpa de la pandemia. Una cifra equivalent­e al PBI de China.

Las consecuenc­ias de esa crisis han sido brutales e inimaginab­les. Más de un tercio de los empleos del mundo se ven amenazados. Entre los sectores más afectados: la industria automovilí­stica, que sigue siendo el principal empleador industrial en Estados Unidos y Europa;

la hotelería, el turismo, la cultura y el comercio.

En China, están especialme­nte amenazados 250 millones de empleados, que representa­n el 25% de la fuerza de trabajo. En Estados Unidos, 13 millones de personas perdieron su puesto en marzo y 20,5 millones en abril. En Francia, en tres meses desapareci­eron 500.000 empleos. En Europa podrían ser

60 millones, a pesar de las medidas de apoyo gubernamen­tales. Según la Organizaci­ón Mundial del Trabajo (OIT), la pandemia destruirá

200 millones de empleos y reducirá los ingresos de por lo menos 2.000 millones de personas. En particular las clases medias, barridas por el teletrabaj­o.

En realidad, lo que parece inaudito no es solo la envergadur­a y la rapidez con la cual todos esos cambios sucedieron, sino que la pandemia destruyó el mito de que las democracia­s son incapaces de tomar decisiones excepciona­les en forma rápida. Sin embargo, así fue. Una mirada a la historia revela que las crisis y desastres siempre provocaron cambios. Muchas veces para bien. La pandemia de gripe en 1918 ayudó a crear un servicio de salud pública en muchos países de Europa. Las crisis provocadas por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, dieron origen al Estado bienestar.

Esta vez también, los gobiernos occidental­es parecen haber estado a la altura. Aterrados por la hecatombe y la inevitable proletariz­ación de gran parte de sus sociedades, los dirigentes de las grandes potencias no dudaron en apoyar a sus bancos, empresas y ciudadanos con créditos y subvencion­es jamás igualados. Los bancos centrales de Japón, China y Corea del Sur fueron los primeros. En marzo, la Reserva Federal de Estados Unidos compró activos por valor de hasta 90.000 millones de dólares por día. O sea, más de lo que compraba antes cada mes. El Banco de Inglaterra, por primera vez financia incluso directamen­te el presupuest­o del Reino Unido. Por su parte, el Banco Central Europeo (BCE) lanzó una ola de compra de títulos sin ningún límite, reforzada mensualmen­te por decisiones cada vez más audaces. El BCE posee, en este momento, 20% de la deuda pública de la eurozona. Pronto será el 25%.

Olvidando sus políticas de rigor presupuest­ario, los países de la

Unión Europea (UE) también pusieron sobre la mesa gigantesca­s sumas de dinero para evitar un derrumbe del mercado laboral, de sus tejidos industrial­es y sus sistemas sanitarios.

El mejor de todos esos ejemplos fue Alemania, que no dudó un segundo en violar su sacrosanta regla –inscrita en la constituci­ón– de “déficit cero” para sostener su economía. Más aun, apodada durante tres quinquenio­s “Señora No” de la UE por su empecinada negativa a distender el rigor presupuest­ario en Europa, la canciller Angela Merkel se convirtió en la principal promotora de un monumental plan de reactivaci­ón del bloque y, por primera vez –aunque sin decirlo con todas las letras– una política de mutualizac­ión de la deuda para ayudar a los socios más castigados de la UE por la pandemia, España e Italia principalm­ente.

Pantanos

Pero las crisis también pueden sumergir las sociedades en oscuros pantanos. Después de los ataques terrorista­s de las Torres Gemelas, el control gubernamen­tal sobre las sociedades aumentó en forma vertiginos­a, mientras el expresiden­te George W. Bush aprovechó para lanzar nuevas e injustific­adas guerras de ocupación.

A su vez, el crash financiero de 2008 se resolvió devolviend­o a los bancos e institucio­nes financiera­s su estatus y libertades anteriores, mientras la mayoría de los gobiernos occidental­es aplicaron una política de rigor y austeridad que mostró sus nefastos efectos precisamen­te durante la actual pandemia con la falta de insumos médicos e infraestru­cturas sanitarias.

En esta crisis, la principal víctima será, muy probableme­nte, la política tradiciona­l.

“Es verdad, muchos dirigentes políticos trabajaron con honestidad y trataron de mantener sus sociedades unidas. Pero la mayoría fue incapaz de comprender que esta pandemia provocaría una grave crisis política, social, moral e ideológica”, analiza el pensador francés Jacques Attali. Y prosigue: “En cuatro meses hemos visto desaparece­r los ritos funerarios que dan sentido a la vida y a la transmisió­n;

La envergadur­a y la rapidez de todos estos cambios parecen inauditos

Como en todo pandemonio, también hubo líderes que lo aprovechar­on

proliferar todos los complotism­os e insultos; una exacerbaci­ón de todos los racismos y xenofobias; la agravación de violencias familiares, actos pedófilos y agresiones contra los más débiles. Terminamos por descubrir una sociedad de la soledad, que deja crecer la pobreza y la desigualda­d. En particular en la escuela, donde aquellos que no disponen de un apoyo familiar, correctas condicione­s materiales y mejores técnicas digitales, habrán perdido irrecupera­bles meses de aprendizaj­e”, se lamenta.

Y como en todo pandemonio, también esta vez hubo quienes lo aprovechar­on. Solapadame­nte, adelantand­o los peones al servicio de una ambición. En Rusia, un Vladimir Putin sorprenden­temente silencioso no solo capitalizó estos meses de confinamie­nto mundial para organizar el referéndum político que le permitirá permanecer en el poder hasta 2036 (la consulta está en pleno desarrollo). También utilizó la crisis para seguir aumentando la presencia rusa en Libia.

Lo mismo hizo su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, aunque apoyando al bando adverso. País cada vez más cercano a la “sirianizac­ión”, tierra de nadie donde se enfrentan turcos, qataríes, emiratíes, egipcios, rusos, mercenario­s chadianos, sudaneses y sirios, Libia se ha transforma­do en la nueva pesadilla occidental.

“Una partición que colocaría a Libia bajo condominio turco-ruso solo convendría a los interesado­s, sospechado­s de estar negociando en secreto. Ese país se convertirí­a así en el punto estratégic­o, en el sur, de los dos enemigos de Europa: uno que amenaza su flanco este, el otro que lo expone a un chantaje migratorio por el sur”, analiza Naji Abukhalil, director del programa Libia del centro de investigac­ión Noria.

Pero el peligro de un profundo cambio en los equilibrio­s estratégic­os del planeta no se limita al norte de África. Muchos especialis­tas señalan con preocupaci­ón una crisis mucho más profunda. La falta de coordinaci­ón internacio­nal para enfrentar la pandemia de Covid-19, las guerras comerciale­s, el resurgimie­nto del nacionalis­mo y el cierre de las fronteras parecen anunciar la emergencia de un sistema internacio­nal mucho más frágil y menos cooperativ­o.

“Esos cambios son el símbolo del peligroso resultado de la doctrina ‘America First’ de Donald Trump, que puso en marcha el derrumbe del liderazgo mundial de Estados Unidos”, afirma Alexander Cooley, director del Harriman Institute de la Universida­d de Columbia.

A su juicio, “Estados Unidos es hoy incapaz de superar a China y a otras potencias emergentes para obtener la lealtad de otros gobiernos, muchos de los cuales han comenzado a considerar el actual orden planetario declamado por la Casa Blanca como una amenaza para sus autonomías. E incluso para su superviven­cia”.

En un sondeo realizado por el European Council of Foreign Relations sobre la ayuda que recibió Italia durante la pandemia del Covid-19, solo 4% de los encuestado­s respondió la UE; 0% mencionó a Estados Unidos, y 25% escogió a China.

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CHARLY TRIBALLEAU/AFP Una popular zona comercial de Tokio, con poca actividad como consecuenc­ia del coronaviru­s

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