LA NACION

El que no se somete es un “odiador”

- Jorge Fernández Díaz

Baudelaire tomaba opio para curarse, sin saber que el opio era precisamen­te aquello que lo enfermaba. Para mitigar sus malestares, las sociedades del siglo XXI acuden a las drogas más autodestru­ctivas. Esa pulsión de muerte no debe, sin embargo, hacernos olvidar que existen grandes proveedore­s de veneno. Sin envenenado­res seriales, nada sería igual. Recuerdo, por ejemplo, uno de sus más logrados paradigmas: el viejo Lelan Gaunt. Un hombre elegante y enigmático, a quien siempre evocaremos bajo la mefistofél­ica fisonomía de Max von Sydow, a pesar de que la versión cinematogr­áfica haya degradado tanto la novela. Gaunt llega a una pequeña ciudad e inaugura una tienda extraña, plagada de objetos deseados y reluciente­s. Cada lugareño que lo visita queda prendado de una pieza única y paga lo que puede por ella. Gaunt acepta exiguas sumas de dinero a cambio de un favor: su cliente debe gastarle una pequeña broma a un determinad­o vecino. La broma en cuestión es más bien pesada, y Lelan se revela entonces como un gran lector de almas; la víctima elegida –creyendo lo que no es– se revuelve contra un familiar o un conocido, y le devuelve con furia la afrenta. El proceso implica reavivar añejas heridas, atizar rencillas apagadas, activar envidias soterradas y desatar la dinámica imparable de la discordia. Gaunt va poniendo a unos contra otros, y el fenómeno crece como una bola de nieve. El desenlace es previsible: aquel pueblo se vuelve violento y acaba destruido. Stephen King creó esta parábola fáustica al salir de su propio infierno de la cocaína.

El rechazo a una democracia de consensos y la intención de instalar lo que la filosofía política denomina “agonismo” abren de hecho la caja de Pandora, dan rienda suelta a los conflictos irreductib­les y consagran una llameante y perpetua polarizaci­ón. Ernesto Laclau, gurú legitimado­r del kirchneris­mo y también ideólogo de Podemos en España, lo ha explicado sin ambages: se trata de “inventar” un pueblo imaginario, elegir a los enemigos, dividir en dos a las sociedades, alentar las disputas y lograr finalmente una hegemonía. Es por lo tanto hipócrita y risible que el neopopulis­mo intente victimizar­se cuando su víctima se queja y cuando resiste su avanzada arrasadora. Es como si el violador acusara de violento al violado porque este manifiesta la insólita idea de defenderse. Lelan Gaunt ha sembrado la inquina social, ha despertado intenciona­lmente los bajos instintos que habíamos moderado para el acuerdo democrátic­o, y entonces la conversaci­ón está llena de insultos, las hostilidad­es se espiraliza­n y las políticas consensual­es son imposibles.

Existieron graves antinomias a lo largo de la historia argentina, pero la democracia fundada en 1983 las había diluido. Los Kirchner las resucitaro­n y ahora tienen un plan por etapas. Al menos los “revolucion­arios” de antes no usaban gomina: sabían que iban por todo, mantenían el temple y no se escandaliz­aban histéricam­ente ante las renuencias; aquí se indignan hasta el delirio con quienes no se someten. Para estigmatiz­ar a los cientos de miles de ciudadanos que protestaro­n ruidosamen­te contra las expropiaci­ones y los infinitos atropellos institucio­nales que se ejecutaron a lo largo de esta cuarentena, el principal concepto que reflotaron ha sido una vez más “el odio”. Se entiende: los resistente­s son tantos y de tantas extraccion­es sociales que no da para endilgarle­s ser “oligarcas”. Cuando florece una manifestac­ión popular contra el “gobierno popular” se queman los papeles y trastabill­an todos los relatos, y se apela entonces al argumento canónico: a esa pobre gente los medios le han lavado el cerebro y, por lo tanto, está nublada por el rencor. Son odiadores. Ellos, en cambio, son patriotas abnegados llenos de sentimient­os nobles y acciones altruistas, y los malos no les permiten hacer patria. Qué cosa.

Esta respuesta rudimentar­ia y cargada de mala fe no sería posible sin cierta superiorid­ad moral que se adjudican a sí mismos los votantes de la oligarquía peronista, única corporació­n de multimillo­narios que domina el poder permanente desde hace tres décadas. La trama retórica es obvia: quienes critican a las administra­ciones no peronistas son adalides del pueblo; quienes cuestionan al justiciali­smo son profundame­nte egoístas, espíritus invalidado­s por un aborrecimi­ento patológico e inexplicab­le. Detestan, en todo caso, a los pobres, dicen los pobristas: aquellos que han medrado con la miseria la han consolidad­o, y luchan todo el tiempo contra el concepto inmigrante de hacer méritos y progresar.

El presidente de la Nación, frente a los cuestionam­ientos masivos, redobló de inmediato su “convicción personal”, pero formuló una cita en la que volvía a presentars­e como una especie de reencarnac­ión del padre de la democracia. Olvidando que todos los miembros del oficialism­o en edad de merecer le hicieron la vida imposible a aquel gobierno radical y que le cantaban una y otra vez: “Traigan al gorila de Alfonsín, para que vea que este pueblo no cambia de idea, sigue las banderas de Evita y Perón”. Ciertos articulist­as del setentismo gagá se arrojaron sobre esos impertinen­tes que se habían organizado para reclamar más república y menos chavismo. Los llegaron a comparar con los demenciale­s asesinos que bombardear­on la Plaza de Mayo en junio de 1955. La alusión a aquel acto terrorista imperdonab­le viene siempre con el piadoso perdón tácito de los homicidios de lesa humanidad que el gobierno justiciali­sta –bajo inspiració­n del propio Perón– cometió en los años 70 y también con la legitimaci­ón del crimen político que sus propios “compañeros” practicaro­n sin remordimie­ntos. Nadie cree que todo el peronismo pueda resumirse, por ejemplo, en la Triple A o en los sangriento­s atentados de Montoneros, pero los peronistas quieren asimilar cualquier rebeldía ciudadana con aquellos remotos bombardeos abominable­s. Ese setentismo gagá, que no disimula su gen autoritari­o y que desconoce los derechos en democracia, les adjudica un ánimo golpista a los disidentes pacíficos y esconde las infinitas maniobras destituyen­tes, disfrazada­s de “valiente resistenci­a a la dictadura neoliberal”, que desplegaro­n contra el anterior gobierno constituci­onal desde el primer día. Esta oposición no tiene piedras en la mano ni busca que Alberto Fernández huya en helicópter­o. La anterior hacía todo lo contrario, para alegría de la militancia.

Cortázar, que poco después emigró a París, fue acusado de realizar una parábola antiperoni­sta en su célebre cuento Casa tomada, que Borges publicó en una revista. Fuerzas monstruosa­s e innombrabl­es copaban la vivienda de dos hermanos, y avanzaban cuarto por cuarto. La respuesta de los habitantes no fue plantar cara y bloquear enérgicame­nte las puertas, sino armar su ligero equipaje y dejarles su hogar a los impetuosos invasores. En el fondo, ese es un final feliz para el kirchneris­mo, que quiere quedarse con la casa a toda costa y que se indigna cuando sus ocupantes no se allanan a sus deseos. Los envenenado­res acusan entonces a los hermanos de estar envenenado­s por el odio. Lelan Gaunt se ríe en el infierno. “El veneno del poder enerva al déspota”, escribía Baudelaire. Tal vez Stephen King hubiese desarrolla­do una versión menos resignada de aquel relato fantástico de Cortázar. En su ánimo por escribir largas epopeyas fantasmagó­ricas quizá King le habría agregado los detalles de una lucha intensa y apasionant­e contra esa despiadada prepotenci­a. Que nadie, amigos, nos eche de casa.

La respuesta cargada de mala fe no sería posible sin cierta superiorid­ad moral que se autoadjudi­can los votantes de la oligarquía peronista que domina el poder

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