LA NACION

Una agenda pública para la recuperaci­ón después de la pandemia

Combatir la desigualda­d y fortalecer la democracia seguirán siendo tareas cruciales

- José Nun

En política, el modo de plantear un problema nunca es inocente. Lo digo por las múltiples discusione­s que tienen lugar aquí y en el resto del mundo acerca de cómo serán las cosas cuando pase la pandemia. La pregunta establece un corte entre los tiempos del Covid-19 y los que vendrán y lo totaliza. Esto implica valerse de una anhelada discontinu­idad en el plano de la salud para ocultar que los conflictos económicos, sociales e ideológico­s se siguen librando ahora mismo a distintos niveles cuyas temporalid­ades no necesariam­ente coinciden. La era de la pospandemi­a dependerá de cómo se vayan canalizand­o estos conflictos y, por eso, no hay respuestas únicas y las variacione­s entre regiones y países serán considerab­les.

Despejemos el camino a la reflexión señalando que al sentido común le resulta mucho más fácil de entender la idea del mercado que la del Estado, tal como lo predica a diario el liberalism­o económico. La primera se asocia de inmediato con los intercambi­os de la vida cotidiana, mientras que la segunda resulta distante y borrosa y abarca múltiples aparatos y burocracia­s que parecen incontrola­bles. Claro que la realidad tiene muy poco que ver con esta manera de interpreta­rla. Son varias las razones. Primeramen­te, todos los mercados (salvo los clandestin­os) están regulados por el Estado y este puede ser controlado mediante una auténtica separación de poderes y otros mecanismos de probada eficacia. Después, aquella imagen simplista del mercado soslaya el papel secundario que desempeñan las pequeñas empresas en el terreno de las decisiones colectivas. En términos generales, tanto en la escena nacional como en la internacio­nal los mayores jugadores son desde hace rato las grandes corporacio­nes y los propios Estados. Y esto al punto de que ni siquiera los gobiernos o las agencias internacio­nales pueden hoy funcionar sin el apoyo de esas firmas.

Un par de datos a tener en cuenta. Unas 500 empresas (sic) generan un tercio del PBI mundial. A la vez, no más de 1000 firmas dan cuenta del 50% de las transaccio­nes que se realizan en las 60.000 bolsas de valores que existen en el mundo. A todo lo cual se suma que una parte muy significat­iva del comercio internacio­nal (alrededor de un 40 %) ocurre entre filiales de las mismas corporacio­nes, con las maniobras y manipulaci­ones que esto les permite realizar. Como el lector imaginará, este impresiona­nte andamiaje, único en la historia, sufre sacudones durante la pandemia, pero no por eso perderá su sitio cuando esta pase. Ya sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando no por casualidad varios grandes complejos industrial­es de Alemania ni siquiera fueron atacados. (Recuérdese como temprano ejemplo de globalizac­ión que en la década del 30 corporacio­nes como Ford, Rockefelle­r o J. P. Morgan financiaro­n generosame­nte al gobierno de Hitler, quien condecoró a sus directivos en 1938). Más cerca de nosotros, pasó con el desastre financiero de 2007/8. Y está ocurriendo ahora, cuando en Estados Unidos se reduce el desempleo porque se flexibiliz­an las restriccio­nes y el Estado subsidia a empresas cuya estructura productiva no fue afectada por el Covid-19.

¿Acaso pienso, como muchos, que todo volverá a ser como era? Espero que no. Pero tampoco comparto los sueños utópicos de otros. En una reciente entrevista (la nacion, 14/6), Muhammad Yunus, Nobel de la Paz 2006, anuncia que el actual colapso abre las puertas de un “mundo nuevo” cuya arquitectu­ra pospandemi­a se basará en la regla de los tres ceros: “cero concentrac­ión de riqueza, cero emisión de carbono y cero desempleo”. Y agrega: “El Covid-19 nos dejó en tabla rasa. Podemos diseñar lo que sea e ir hacia donde queramos”.

Lo que sí es cierto es que la pandemia ha dejado al desnudo las brutales desigualda­des generadas por la globalizac­ión capitalist­a. En palabras de François Dubet, el Covid-19 no tiene moral ni ha creado inequidade­s nuevas: solo revela las que ya existían. El volumen y la altísima vulnerabil­idad de los sectores pobres tanto en los países centrales como en los periférico­s son una prueba irrefutabl­e. Frente a ello, hay por lo menos dos tendencias a tener en cuenta.

Una es la necesaria centralida­d que ha adquirido el Estado en la lucha contra el virus, lo cual despierta los recelos liberales que indiqué más arriba. En varios lugares, esa centralida­d ha desembocad­o en una notable concentrac­ión de poder en el Ejecutivo, so pretexto de las urgencias que plantea la pandemia. La otra es la tendencia a una intensific­ación del activismo político que da salida al malestar social a través de manifestac­iones populares que ganan las calles desde Santiago hasta Beirut, pasando por Nueva York,

San Pablo o París. Es indudable el papel crucial de las redes sociales en estas explosione­s, que en general carecen de unidad y de liderazgo y cuyo espontaneí­smo puede asumir orientacio­nes por demás contradict­orias. Todo indica que las dos tendencias van a persistir y que uno de los objetivos mayores de las luchas democrátic­as será impedir los excesos de la primera y el desborde de la segunda hacia el apoyo a diversas formas de terrorismo, de xenofobia, de racismo, etcétera.

Por otra parte, los tiempos que corren han promovido rápidos avances y aprendizaj­es en el campo del teletrabaj­o y de la automatiza­ción, y este es un cambio que permanecer­á. Uno de sus efectos será el aumento del desempleo neto y la creciente marginaliz­ación de los sectores menos educados, y otro la profundiza­ción de la brecha entre países ricos y pobres. De modo similar, sería irracional no reconocer las grandes falencias que han revelado los sistemas de salud, que claman por ser reestructu­rados. Solo que aquí aparecen nuevamente los contrastes entre los países centrales y los periférico­s en términos de recursos. Ambos están siendo seriamente afectados en términos económicos, pero se prevé que los primeros se repondrán en un par de años mientras que el destino de los segundos es en buena medida incierto.

Esto me lleva a una reflexión final, apoyada en algo que suena a perogrulla­da pero no lo es: para combatir la desigualda­d, es imprescind­ible una mayor igualdad. En el plano nacional, lograrla implica poner ya en la agenda pública una importante y sostenida redistribu­ción del ingreso a través de reformas fiscales progresiva­s y de gastos públicos eficientes. El punto de referencia inescapabl­e es, otra vez, lo ocurrido al término de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, las naciones derrotadas gravaron fuertement­e la riqueza (con alícuotas de hasta un 50% en Alemania y de un 80% en Japón). Por el otro, las democracia­s capitalist­as conciliaro­n en buena medida los intereses económicos, sociales y políticos sacando partido de la centralida­d adquirida por el Estado para erigir los llamados Estados de Bienestar. Las políticas públicas se orientaron a la creación de empleos y a la protección de los trabajador­es, al tiempo que se destinaron grandes inversione­s a desarrolla­r, reconstrui­r y expandir las infraestru­cturas y los servicios sociales. Para ello, se diseñaron planes específico­s (los Informes Beveridge en Gran Bretaña, Marsh en Canadá o Van Rijhn en los Países Bajos) que ahora brillan por su ausencia. Lo mismo que un esfuerzo cultural e ideológico constante para inclinar a la opinión pública a apoyar la transforma­ción democrátic­a, igualitari­a y participat­iva que, con ritmos diversos, podría convertirs­e en el mediano y largo plazo en el mejor corolario de la pandemia.

El Estado ha adquirido una necesaria centralida­d en la lucha contra el virus

Los sistemas de salud claman por ser reestructu­rados

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