LA NACION

Cómo tomar el poder y retenerlo

- Moisés Naím

El populismo no tiene nada de nuevo. En teoría, es la defensa del pueblo noble (el populus) de los abusos de las elites. En la práctica, es usado para describir fenómenos políticos muy diferentes –Trump y Chávez, por ejemplo–. Por sí solo, es problemáti­co. Cuando se junta con polarizaci­ón y posverdad, su capacidad destructiv­a se multiplica. Pocos líderes se autodefine­n populistas. El término suele ser usado como un arma arrojadiza lanzada por sus adversario­s políticos. Un error común es suponer que el populismo es una ideología. Pero hay populistas que defienden la apertura económica y cultural al mundo y otros que son aislacioni­stas; unos que confían en el mercado, y otros, en el Estado. Los populistas “verdes” priorizan la protección ambiental, mientras que los industrial­istas favorecen el crecimient­o económico, aun cuando contamine el ambiente. Hay populistas de todo tipo. La experienci­a histórica muestra que el populismo no es una ideología, sino una estrategia más para tomar el poder, y de ser posible, retenerlo.

Esto último es lo más peligroso. Un país puede recuperars­e de un gobierno populista cuyas políticas dañan la economía, estimulan la corrupción y debilitan la democracia. Pero mientras más se prolonga ese mal gobierno, más daño hace, más difícil es reemplazar­lo y más larga y costosa es la recuperaci­ón. Venezuela pudo haber sobrevivid­o a un período presidenci­al de Chávez. Pero lo que devastó a ese país, y está haciendo tan difícil su recuperaci­ón, son las dos décadas del mismo régimen inepto, corrupto y autocrátic­o iniciado por Chávez y prolongado por Maduro.

El continuism­o es el enemigo a vencer. Vimos sus efectos en el Perú de Fujimori, la Argentina de los Kirchner, el Brasil de Lula y Rousseff, la Bolivia de Evo Morales y la Nicaragua de los Ortega. Claro que aferrarse al poder violando la Constituci­ón o cambiándol­a para alargar los períodos presidenci­ales no es solo un fenómeno latinoamer­icano. Allí están la China de Xi Jinping, la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan y la Hungría de Orban, por no mencionar la larga lista de longevos dictadores africanos. El populismo y la polarizaci­ón hacen buena pareja. Es normal que en una democracia haya grupos antagónico­s que compiten por el poder. Eso es sano. Pero en los últimos tiempos hemos visto cómo, en muchos países, esa sana competenci­a ha mutado en una polarizaci­ón extrema que atenta contra la democracia.

La polarizaci­ón radicaliza­da hace imposible que grupos políticos rivales logren concretar los acuerdos y compromiso­s que son necesarios para gobernar en democracia. Los rivales políticos se convierten en enemigos irreconcil­iables que no reconocen la legitimida­d del “otro”, no aceptan el derecho de ese “otro” a participar en la política o, mucho menos, que llegue a gobernar.

Crecientem­ente, las diferencia­s que suelen dividir a las sociedades (desigualda­d, inmigració­n, religión, región, raza o la economía) dejan de ser la fuente primordial de la polarizaci­ón, abriéndole paso a la identidad grupal como el factor que determina las preferenci­as políticas. Esta identidad suele definirse en oposición y contraste a la identidad del “otro”, la del adversario. Desde esta perspectiv­a, todo se hace más simple; no hay grises, todo es blanco o negro. O eres “de los míos” o del grupo cuya existencia política no tolero. Es así como fomentar la polarizaci­ón, profundiza­ndo los desacuerdo­s existentes y creando nuevas razones para el conflicto social, se vuelven potentes instrument­os al servicio del continuism­o. El “nosotros” contra “ellos” moviliza y energiza a los seguidores, quienes, activados y motivados a enfrentar al “otro lado”, se convierten en una importante base de apoyo para quienes se aferran al poder promoviend­o divisiones.

Pero al populismo y a la polarizaci­ón se les ha juntado un nuevo vicio, mucho más moderno: la posverdad. Desinforma­r, confundir, alarmar, distorsion­ar y mentir se hace más fácil, y su impacto se amplifica, gracias a las nuevas modalidade­s de informació­n, que contribuye­n a que creamos menos en las institucio­nes y más a nuestros amigos o a quienes comparten nuestras preferenci­as políticas. En las democracia­s de hoy la verdad es lo que mis amigos de Facebook, Instagram o Twitter creen que es verdad. Aunque sea mentira.

Populismos destructiv­os siempre ha habido, y polarizado­res también. Las sociedades los sufren, y los superan. ¿Cómo? Aferrándos­e a la verdad. Hoy, ese viejo mecanismo de defensa está desfalleci­endo. La posverdad amenaza a los anticuerpo­s que las democracia­s usan para curarse de los populismos y repeler el continuism­o. Hoy están pasando de ser crisis agudas a ser condicione­s crónicas en las que la mendacidad es la norma. Cuando se desdibuja la línea entre la verdad y la mentira se pierde la principal arma que teníamos para deshacerno­s de las aspiracion­es continuist­as que los populistas siempre han tenido.

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