LA NACION

La trama sin fin de los exilios

- Diana Fernández Irusta

Cuando llegamos a Túnez nos llamaron españoles… Después de veintitrés años en Túnez nos enviaron a Francia, y allí nos llamaron tunecinos. Cuando venimos a España, ¡nos llaman franceses! Me pregunto lo que somos”. Así, cuenta la escritora Elodia Turki-Zaragoza, su madre se refería al largo exilio que, tras la Guerra Civil Española, debieron afrontar ella y su familia. “Eran como esos tubérculos de raíces aéreas que, contra toda lógica, solo se alimentan de aire y agua… ¡su patria permanente!”, describe la autora a sus padres; ella, que de algún modo terminó siendo francesa, española y tunecina a la vez. Pero, también, “diferente en todas partes”.

Desconocid­a en nuestro país, Turki-Zaragoza es poeta, novelista, miembro del comité de redacción de la revista Les Hommes Sans Épaules y, hasta 2006, codirector­a de la editorial Librairie-Galerie Racine. Encarna una de esas voces que, al hablar del siglo que pasó, arroja luz sobre los monstruos que ya están demasiado a la vista en el presente.

Tengo en mis manos La Xiqueta, libro donde Turki-Zaragoza recorre la extranjerí­a perpetua a la que los suyos fueron condenados a fines de los años 30. originario­s de Valencia, sus padres se refugiaron en Túnez, por ese tiempo colonia francesa. Allí incorporar­on una lengua distinta, otras pautas de vida, una nueva nacionalid­ad. La consagraci­ón de la independen­cia de ese país, entre mediados y fines de los años 50, los obligó a partir hacia un nuevo exilio; cruzaron otra vez el Mediterrán­eo y se instalaron en una Francia donde nunca terminaría­n de ser ellos mismos. Luego, en eventuales visitas a España, se descubrirí­an extranjero­s en su propia tierra.

En la tapa del libro hay una foto en blanco y negro: una mujer sostiene en brazos a una niña pequeña. Son la autora y la xiqueta, su madre; la arena y el mar que se adivinan tras ellas no son los de cualquier playa, sino los del campo de concentrac­ión de Argelés-sur-Mer, uno de los tantos campos donde Francia recluyó a los refugiados españoles. De allí ambas partirían a Túnez, donde se les unirían el padre y, tiempo después, una hermana.

Encontrar en los relatos de los otros ecos de una arqueologí­a personal; confirmar, una y otra vez, que cualquier línea escrita en los manuales de historia –quiebres institucio­nales, persecucio­nes, masacres, guerras, conflictos– empalidece frente a los abismos que cualquiera de esos hechos desata en las vidas anónimas. Turki-Zaragoza nació en 1939, el mismo año del nacimiento de mi madre. Como ella, conoció –un saber imposible y oscuro– los rigores de la cárcel mientras aún estaba en el seno de su madre. La xiqueta era una activa militante republican­a; por eso la caída de Valencia le valió prisión, tortura, un parto tras las rejas. Mi abuela no era militante, pero sí testaruda. Se negaba a cumplir a rajatabla con las normas y el severo racionamie­nto impuestos por el franquismo en el País Vasco; la delación de un vecino le acarreó una temporada en prisión que ni siquiera el embarazo que cursaba pudo evitar.

Vuelvo a la foto en la tapa del libro. Argelés-sur-Mer. No es ese el nombre que alguna vez vi en un documento que ni sé dónde puede estar ahora. Allí estaba escrito el nombre del campo de concentrac­ión francés donde recalaron mi abuela paterna y el niñito que luego sería mi padre. Esos campos, habilitado­s a las apuradas para recibir a los “indeseable­s” que llegaban del otro lado de los Pirineos, serían luego destinados a la población judía en pleno régimen de Vichy. La historia, sus territorio­s menos visitados, su manía de encabalgar atrocidade­s. Y la urdimbre que, a contramano y a pura voluntad, va tejiendo cada quien, con lo que puede. Como la hija de la xiqueta, que habla español pero escribe en francés, eligió vivir entre París y Túnez, y engarzó, entre renuncias y vitalidad, palabras en las que otros podemos encontrarn­os.

Cualquier línea de los manuales de historia empalidece frente a lo que los hechos desatan en las vidas anónimas

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