LA NACION

El excampeón que logró alejar a más de 50 chicos de las drogas gracias al boxeo

Hace una década, Jesús Romero abrió un gimnasio en la villa 1-11-14, al que van jóvenes que buscan mejorar sus vidas

- María Ayuso

En esa mañana de miércoles, sobre la cortada que está frente al gimnasio de Jesús Romero, en el límite de la villa 1-11-14, del Bajo Flores, Karina Gómez da saltos y tira golpes para entrar en calor.

Tiene 36 años y aunque ese día es la única mujer con los guantes puestos, son muchas más las que, como ella, encontraro­n en el gimnasio un espacio donde empezar de nuevo. “Vine por primera vez hace nueve años: estaba en una época muy oscura de mi vida y esta fue la mejor terapia que encontré”, cuenta Karina, una morocha de flequillo y ojos verdes. “Tenía muchos problemas y en lugar de conectarme con la solución me tiraba a salir a bailar: en la noche, acá en el barrio, hay mucho consumo de drogas y alcohol. El boxeo me salvó la vida”, resume.

Sobre una de las paredes que dan a la galería exterior, hay un mural en el que se lee: “Jesús Romero, tercero en el ranking mundial”, y un dibujo donde se lo ve con los guantes en alto. A un costado, el Jesús de carne y hueso mira a los chicos que entrenan esa mañana. “Prefiero sacar a un pibe de la calle y no a un campeón”, dice. Esa es su frase de cabecera. La que resume el espíritu del proyecto que inició hace una década: un gimnasio albergue para ayudar a que chicos y chicas del barrio, atravesado­s por la marginalid­ad y las adicciones, puedan mejorar su vida a través de su pasión: el boxeo.

Jesús fue campeón argentino y sudamerica­no de pesos liviano en la década del 80. Cuando se retiró, volcó toda su energía al barrio donde vive desde los 9 años, en el que su mujer, Ana, tiene un comedor; su hija, una jugoteca, y uno de los dos varones da clases de fútbol. “En el gimnasio tenemos unos 550 inscriptos. En estos años, ya sacamos a 53 pibes de la calle”, cuenta Romero. Hay días en que van 100; algunas veces, 50; otras, solo cinco. Todo es gratuito y las puertas están abiertas de lunes a sábado.

“Cuando empecé a entrenar, me empecé a alejar de todo: cambié de amistades, porque las que tenía me llevaban para atrás. Empecé a conectarme con compañeros que tenían los mismos objetivos que yo. Todo el énfasis que antes le ponía a hacer cosas malas lo empecé a volcar en las buenas”, dice Karina.

Hoy, esta mamá de un nene de 5 y una adolescent­e de 19 está estudiando el primer año del profesorad­o de Educación Física y es una de las entrenador­as del gimnasio. “Mi vida se basa en el deporte”, asegura. Y Jesús suma, orgulloso: “Es una campeona de la vida”.

Su historia no es la única que se dio vuelta dentro del ring. Hace ocho años, Javier Castro, de 43 años, tuvo un ACV que lo dejó postrado, al borde del abismo. “Después, me enteré de que tenía esclerosis múltiple; y, unos meses más tarde, enfermedad de Huntington, la que tenía mi papá. Fue un bife, no me esperaba una cosa como esa”, recuerda Javier. “Estuve varios meses sin poder moverme −continúa−, dependiend­o de alguien para comer o ir al baño. Me devastó”.

Cuando se enteró de lo que había pasado, Jesús se acercó a su casa.

“Vamos, pibe. Arriba. No te vas a dejar morir: vamos a hacer rehabilita­ción”.

“Era verdad: tengo cuatro hijos, no me podía dejar morir”, dice Javier, que trabaja como instructor de formación profesiona­l y docente de computació­n en una escuela. “Jesús me iba a buscar, me traía al gimnasio y me hacía hacer ejercicios que quizás a la mayoría le pueden parecer tontos: subir y bajar escalones o caminar alrededor del ring −describe−.

Ejercitar fue muy importante, sobre todo para el ánimo. Mi enfermedad sigue avanzando, pero esto me da una mejor calidad de vida”.

Ver a los chicos y chicas del barrio entrenando fue para Javier una inyección de adrenalina. “Te dan ganas de estar a la altura de tanta lucha: no por el hecho de boxear, sino por el hecho de no dejarse vencer. Son pibes con historias difíciles, que están constantem­ente preocupado­s por sus compañeros”, asegura.

Llegar al Luna

La historia de Jesús Romero empezó el 4 de enero de 1954 en plena Puna jujeña, en Abra Pampa. Su papá, Vicente, era gendarme. Su mamá, Esther, criaba 13 hijos.

A los 7 años ya cambiaba golpes en peleas de “gallitos”, donde los adultos apostaban mientras los nenes se medían sin guantes, las manos vendadas con lonas. Jesús siempre ganaba. En un campeonato regional, escuchó a hablar por primera vez del Luna Park. “El que quiere ser boxeador, tiene que ir al Luna”, dijo alguien. Con lo que había ganado en las peleas, se fue a la terminal de tren:

“Un pasaje para el Luna”, así le pidió al hombre de la ventanilla. “¿A Buenos Aires? ¿Para quién es?”, le preguntó. “Para mi papá”, respondió Jesús, y se subió a un vagón con un bolso en el que había metido un par de guantes, una campera y unas zapatillas. Llevaba puesto un pantalón corto y un moño en el cuello. Tenía 9 años.

El boxeo lo llevó desde Australia hasta Francia e Italia. Ya retirado, eligió quedarse en su barrio, el Bajo Flores, y en 2009 abrió su gimnasio. Mientras baja la persiana, subraya: “Este es un lugar muy difícil: la droga, la junta, la bebida hacen lo suyo. Me siento orgulloso de que muchos de los chicos que vienen a entrenar volvieron a la escuela”. Y agrega: “Este lugar es mi vida, lo que siempre soñé. Tiene más valor que todos los títulos que gané”. Es mediodía y se aleja hacia su casa. En menos de tres horas, llega la tanda de la tarde y hay que volver a levantar las persianas.

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María ayuso Karina entrena con Jesús, en la puerta del gimnasio en el que hoy da clases

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