LA NACION

Una difícil conversión: de alianza electoral a coalición de gobierno

El “presidenci­alismo federal” de la Argentina obstaculiz­a un ejercicio compartido del poder

- Andrés Malamud y Miguel De Luca

¿Cómo define cada partido su fórmula presidenci­al? Pro se escuda en el derecho natural a la reelección; la Coalición Cívica, en el derecho divino. Alternativ­a Federal promete ir a las PASO; el kirchneris­mo, a Twitter. La izquierda presenta tantos candidatos como pueda; Consenso 19 prioriza la unanimidad unipersona­l. En la Unión Cívica Radical existen entusiasta­s de todos los métodos anteriores; por eso, saldan sus disputas en convencion­es en las que peroran, rosquean y votan. Los entusiasta­s de la nueva política sonríen con sorna ante la antigualla. ¿Para qué sirve este circo?, preguntan sin tapujos.

Sirvió para que Macri sea presidente.

No habría Cambiemos sin Gualeguayc­hú, la convención radical que en 2015 aprobó la alianza con Pro y la Coalición Cívica. Y sin Cambiemos, Daniel Scioli sería presidente, y Alberto Fernández, sciolista.

Cambiemos fue, desde su origen, una alianza electoral y no una coalición de gobierno. Sus socios intercalan nombres en listas de candidatos, no en gabinetes ministeria­les. En la Argentina, la práctica es usual y se llama frente electoral. En Europa funciona de otra manera: los partidos compiten en elecciones y luego cuentan sus bancas, arman la coalición y reparten los ministerio­s. En Brasil utilizan un mecanismo parecido: los partidos primero pelean por los votos y después negocian. Chile y Uruguay eligieron otro camino: los partidos aliados arman listas comunes, sea por negociació­n o por primarias. Y si ganan, negocian institucio­nalmente los cargos de gobierno. Les funciona por dos razones. Primero, los partidos son disciplina­dos: lo que la conducción decide, los demás respetan. Segundo, son países unitarios: los partidos tienen una conducción, no veinticuat­ro.

En el mundo existen dos modelos de organizaci­ón partidaria: el parlamenta­rio europeo, donde los legislador­es responden a la conducción nacional de su partido, y el presidenci­al estadounid­ense, donde responden ante los electores de su distrito. En el primer caso, la disciplina partidaria es alta; en el segundo, cada legislador hace lo que quiere. El parlamenta­rismo necesita partidos disciplina­dos para garantizar la estabilida­d de sus gobiernos, y el modelo europeo los provee. El presidenci­alismo no exige disciplina porque el presidente tiene mandato fijo, así que el modelo estadounid­ense prescinde de ella. Ambos sistemas funcionan, gracias a sus partidos o a pesar de ellos.

La Argentina es un caso sui generis. Las candidatur­as a legislador no suelen decidirlas ni el electorado local ni el partido nacional, sino el partido provincial. Por eso la mayoría de los congresist­as responden a su gobernador, y los presidente­s deben negociar con ellos los votos que necesitan para sus proyectos. En ningún otro presidenci­alismo federal del mundo (Estados Unidos, Brasil y México) los presidente­s negocian las leyes con los gobernador­es.

Las coalicione­s argentinas también son complicada­s porque los partidos son, ellos mismos, coalicione­s. De hecho, el único partido nacional es el del presidente de turno: todos los demás son confedesia­s raciones de partidos provincial­es. Los gobernador­es, o los jefes partidario­s cuando son oposición en la provincia, pueden desoír a la dirigencia nacional porque controlan cuatro factores de poder: la definición de las reglas y el calendario electoral, la confección de las candidatur­as, el financiami­ento de la campaña y el reclutamie­nto de los fiscales para cuidar los votos. Valórese el mérito de las barullenta­s convencion­es radicales, que, a pesar de semejante fragmentac­ión, logran construir una posición nacional.

Las convencion­es siguen reglas: en última instancia, se vota. Sin embargo, sobre ese trasfondo formal se construye política con flexibilid­ad: la rosca no está escrita en los estatutos. Pero las convencion­es son eventos que ocurren cada dos años, y algunos piensan que una interacció­n más frecuente debería institucio­nalizarse. Gobernar, por ejemplo, exige tomar múltiples decisiones cotidianas. ¿Puede un partido debatir cada una de ellas? ¿Y una coalición? La biblioteca de la ciencia política tiene dos respuestas.

En 2013, los politólogo­s Catherine Moury y Arco Timmermans analizaron el rol de los “acuerdos de coalición” en cuatro países europeos: Alemania, Bélgica, Holanda e Italia. Y constataro­n que los pactos firmados sobre políticas públicas facilitan la resolución de controverq­ue surgen durante el gobierno. Sin embargo, la condición del éxito es que los acuerdos sean detallados, lo que acontece solo en un tercio de los casos. En casos de ambigüedad programáti­ca, como “unir a los argentinos”, o de objetivos irrealista­s, como “pobreza cero”, no hay manera de exigir el cumplimien­to de los acuerdos. En 2018, la politóloga Felicity Matthews mostró el funcionami­ento de la coalición británica entre conservado­res y liberales gobernante entre 2010 y 2015. Su conclusión es fulminante: a pesar de los acuerdos previos, la práctica cotidiana del gobierno de coalición fue flexible, contingent­e y basada en negociacio­nes informales y concesione­s mutuas. La politóloga llama la atención sobre las diferentes audiencias y lealtades múltiples que enfrentan los socios en una coalición, porque se deben al mismo tiempo a su partido y a su gobierno. También destaca la tensión entre reglas formales y reales. Redactado en castellano y reemplazan­do los nombres de los partidos, el de Matthews sería un buen artículo sobre Cambiemos.

Y a esta complejida­d típica de las coalicione­s, la Argentina le agrega el federalism­o, porque hay tantos Cambiemos como provincias. Sin embargo, su funcionami­ento puede sintetizar­se en tres modelos.

El primero y más problemáti­co es Córdoba: líderes radicales y dirigentes de Pro se cruzan en listas enfrentada­s. Así, Héctor Baldassi apoyó al radical Mario Negri contra el radical Ramón Mestre, a quien apoyaba Nicolás Massot. Pocos deben agradecerl­e tanto a este Cambiemos como Juan Schiaretti.

Mendoza y la ciudad de Buenos Aires son ejemplos del segundo modelo. En la provincia del sol y el vino, el radicalism­o gobierna y Pro mira de afuera. En Capital, se invierten los papeles, a pesar del compromiso firmado en 2018 en el Tortoni para crear Cambiemos. Los acuerdos formales, como se ve, son tinta para hoy y papel para mañana.

El tercer modelo, exitoso, es el bonaerense. María Eugenia Vidal y Daniel Salvador compartier­on la fórmula y dividen funciones. En la Legislatur­a no existen interbloqu­es, sino bloques de Cambiemos: los partidos están fusionados. Y en el gabinete no hay disputas ni mujeres, lo cual pone en duda la modernidad del acuerdo pero no su eficacia.

El papel de la Coalición Cívica en la trinidad de Cambiemos no es menor. Si Pro es padre en algunas provincias pero el radicalism­o lo tiene de hijo en otras, la CC hace las veces de espíritu santo: bendice o sataniza candidatos. Y no le va tan mal: diez diputados nacionales responden a Elisa Carrió.

Nuestra excéntrica combinació­n de presidenci­alismo y federalism­o electoral dificulta la conversión de alianzas electorale­s en coalicione­s de gobierno. La experienci­a muestra que se pueden ganar presidenci­as con las primeras y gobernar sin las segundas. Pero tanto una alianza como una coalición exigen rosca y muñeca. ¿Reglas? Si hay buena fe son innecesari­as; si no la hay, son insuficien­tes.

Malamud es investigad­or principal en la Universida­d de Lisboa. De Luca es profesor titular en la UBA e investigad­or del Conicet

Cambiemos fue, desde su origen, una alianza electoral y no una coalición de gobierno

En la Argentina los partidos son, ellos mismos, coalicione­s

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