LA NACION

Guillermo Oliveto

- Texto Julia D’Arrisso

/// “El mayor desafío de nuestra sociedad es ser capaces de pensar un proceso sustentabl­e”

“Salir de la cultura de la ciclocrisi­s”. Ése, dice Guillermo Oliveto, es el mayor desafío de nuestra sociedad. La clave, explica el director de la consultora W y especialis­ta en consumo, es evitar que los hábitos de los argentinos se definan “como un camino sinuoso que zigzaguea entre un lado y el otro”.

Las tendencias sociales de los argentinos oscilan sobre la base de varios factores, pero hay uno de ellos que define los volantazos más bruscos, especialme­nte en tiempos de crisis: el bolsillo, dice Oliveto.

Las costumbres sociales, agrega, varían a partir de decisiones políticas y económicas. Para él, la última iniciativa que cambió las prácticas en los consumidor­es de forma definitiva fue la suba de las tarifas de servicios regulados, que generó un consumo más controlado y ordenado en términos de ahorro y cuidado de la energía.

Pero también, según su visión, se generaron cambios en las nociones vinculadas a la vivienda, el entretenim­iento, la tecnología y la alimentaci­ón; incluso, apareciero­n nuevos objetos de deseo. Por ejemplo, ahora los consumidor­es ponderan la realizació­n de viajes, la adquisició­n de la tecnología como mecanismo de acceso al mundo y las actividade­s vinculadas al ocio.

Este nuevo escenario deriva en una sociedad cortoplaci­sta, que busca aprovechar los momentos de bonanza económica que se anteponen a las crisis recurrente­s, uno de los elementos que, en palabras de Oliveto, forma parte del inconscien­te colectivo de la sociedad argentina.

“Tenemos que ser capaces de pensar un proceso sustentabl­e, basado en una visión a largo plazo”, agrega.

–Es un esquema que recupera el mérito como un patrón, con la suficiente sensibilid­ad social que deberán tener los actores para contener a los que no tuvieron la posibilida­d. Pero las sociedades que funcionan son las que tienen claras las reglas del juego. Eso nos haría muy bien. Creo que la mejor manera de solucionar los problemas que hoy tenemos y que potencialm­ente podemos tener a futuro es reafirmand­o el gran valor de origen que tiene la Argentina, que es la educación pública, gratuita y de calidad. Esa viga hay que incrementa­rla. También creo que hay que atenuar lo más posible la bipolarida­d, salir de la endogamia, entender que somos algo dentro de un todo más grande y tener la capacidad de aminorar la altísima emocionali­dad y cruzarla con racionalid­ad. Porque parece que estamos en el éxito total, o estamos fundidos. Cuando uno es inconsiste­nte no genera confiabili­dad. Coherencia, consistenc­ia y credibilid­ad es el enorme desafío de los argentinos.

–Cada generación tiene sus valores y hay que entender que esos valores se terminan cruzando con la evolución natural de la vida. Las generacion­es están marcadas por un tema de edad y duran alrededor de 15 años. Ahí se ven patrones de una época que tienen que ver con íconos que marcan la vida de la gente.

Por ejemplo, la caída de las Torres Gemelas marcó a los millennial­s. En cambio, los centennial­s –que van de los 13 a los 23 años– vivenciaro­n mucho más el mundo en crisis y están recuperand­o la idea del esfuerzo, de la formación. Tienen más valores del pasado. Están conectando más con la generación X que con la cultura del disfrute de los millennial­s.

–En este escenario, ¿se puede visualizar una nueva generación?

–Todavía no. Sí está claro que nacieron en un contexto donde no hay frontera entre lo digital y lo físico. Probableme­nte, la generación que venga tenga mucha más conciencia para procesar el lado claro del oscuro de la tecnología. Está claro que el teléfono está incorporad­o al ser humano, pero no es tan claro cómo va a evoluciona­r el fanatismo que tenemos hoy.

–¿Qué rol juega aquí la cuestión educativa?

–La Argentina tiene todavía un gran nivelador social, que es una buena educación pública y gratuita. Históricam­ente fue lo que permitió la movilidad social ascendente y es una política muy anhelada en Latinoamér­ica. Eso es lo que uno podría plantear a futuro como la continuida­d de la esperanza sobre la posible movilidad social porque lo permitió durante muchos años y permanece aún. La diferencia es que cuando hay un proceso de fragmentac­ión o una inequidad fuerte que lleva 30 años, aun teniendo esa posibilida­d, hay chicos que no tienen ni el estímulo, las energías, la base intelectua­l, el ejemplo o la nutrición para aprovechar­lo. La tecnología tiene un impacto enorme, pero si vos no tenés la formación y las habilidade­s intelectua­les y emocionale­s, lo más probable es que termines teniendo un empleo de baja calificaci­ón y bajo ingreso, con lo que se agudiza la inequidad.

–¿Cambiaron los hábitos vinculados a la alimentaci­ón y la salud?

–Sobre la alimentaci­ón y la salud, en definitiva, también vamos a un mundo donde hay sobredosis de informació­n, con lo cual es más transparen­te y eso te lleva a conocer cosas que antes no conocías. Esto desemboca en que las personas están más atentas acerca de los productos y su origen. La globalizac­ión también provocó que se aprenda sobre comida de distintas culturas. Además, ahora la gente le saca fotos a la comida. La comida es contenido. Creo que hay una mayor conciencia de la gente acerca de la comida y eso está vinculado a la prevención, a la salud.

–¿Eso tiene que ver con que cambió la expectativ­a de vida?

–El ser humano en un siglo se ganó una vida entera y esa frontera se va corriendo. Hoy hay gente de 80 o 90 años supervigen­te. Hay algo que toca la comida, la prevención, la salud y la informació­n que está conectado. Eso es cultural y está en un proceso creciente. Para mí, es una vida consciente, más que la vida sana, que termina en un lugar que es la revaloriza­ción de lo senior o de la edad.

Venimos de una época en la que parece que lo único relevante es lo joven, pero ahora la gente llega más sana, más activa porque piensa, lee, hace actividade­s. No es menor que hoy haya “jóvenes de 80”.

–¿Cómo van a ser los hábitos sociales en el futuro?

–El mayor desafío de nuestra sociedad es salir de la cultura de la ciclocrisi­s, ser capaces de pensar en un proceso sustentabl­e, basado en una visión a largo plazo.

–¿Cómo se empiezan a definir los cambios de hábito?

–Hay muchas cosas que parecen de coyuntura, pero que empiezan a generar una decantació­n de un proceso de cambios estructura­les. El primero que introduce la gestión de Macri y que termina siendo la disrupción negativa más potente en su primer mandato, a los ojos de la vida cotidiana de la gente, es el hecho de pagar las tarifas de agua, luz, gas y transporte después de una generación de no hacerlo. Ese cambio ya fue asimilado por la sociedad. Hay más de un 80% de las personas que dice que las tarifas hay que pagarlas, aunque nueve de cada 10 dicen que

les habría gustado que el aumento no hubiera sido tan rápido. Pero entendiero­n que el cambio es de fondo. De hecho, el 90% de la sociedad dice que hizo algún tipo de acción para ahorrar energía en su hogar: desde cuidar que se apague la luz, poner lámparas LED, comprar electrodom­ésticos que generen ahorro. También apareciero­n cuestiones culturales, desde tomar duchas más cortas, cargar con más prendas el lavarropas para optimizar los lavados, abrigarse dentro de la casa. Todo esto, que cuando empezó fue muy duro, está en un proceso de creciente asimilació­n y ocurre fundamenta­lmente por una cuestión económica, pero que se cruza con una tendencia global.

–¿Los cambios de hábito parten de un factor económico?

–En gran medida, sí. Muchas cosas están condiciona­das por la economía cotidiana. A los argentinos el bolsillo nos importa mucho y, por eso, terminás incorporan­do algo que en el mundo es normal y que las nuevas generacion­es ya lo tienen instalado en su agenda. También tiene que ver con que esta es una sociedad prototípic­amente de clase media, donde un 45% de la población lo es y un 80% se autopercib­e como tal. En definitiva, para la clase media, gran parte de su identidad se construye a partir de la mirada de los demás y se posa muchísimo en una lógica de consumo.

–¿Es decir que los cambios de hábito varían por las crisis que golpean cíclicamen­te a la Argentina?

–En la Argentina tuvimos una exacerbaci­ón de la posmoderni­dad durante el kirchneris­mo, con esta idea de vivir el hoy, disfrutar, gastar. Es muy propio de la clase media, de la movilidad social ascendente, que la economía cotidiana sea un factor que termina provocando modificaci­ones estructura­les: pasó con la hiperinfla­ción, el dólar como patrón del estado de ánimo colectivo, muchas cosas están marcadas por la viga estructura­l del poder adquisitiv­o. La ciclocrisi­s es la idea de que la Argentina tiene una crisis cada 10 años y forma parte del inconscien­te colectivo de esta sociedad.

–¿Y eso qué genera?

–Provoca una sociedad muy cortoplaci­sta, que descree de los procesos porque la historia le da la razón, no porque sea incrédula. Esto hace que haya una cultura de la ventana de oportunida­d, de aprovechar muy rápido cuando viene la buena porque la mala ya va a venir y siempre hay un negocio “del momento” del que hay que entrar y salir rápido: fueron los parripollo­s, las canchas de paddle, ahora las cervecería­s artesanale­s. Las ciclocrisi­s han forjado esta cultura que tiene muchos elementos negativos, pero dota a la sociedad de un nivel de adaptación, plasticida­d y resilienci­a muy fuerte porque ya pasamos muchas de estas y la Argentina todo el tiempo se pone a prueba, como un instinto de superviven­cia, lo cual creo que hay que cambiar.

–¿Eso ocurrió a partir del cambio en las tarifas?

–Ese cambio original que provocan las tarifas se cruza con otro elemento que fueron los créditos hipotecari­os. Porque en definitiva las dos cosas te llevaban a salir de una matriz de pensamient­o del carpe diem (vivir el hoy) y poner una mirada sobre el largo plazo. Es decir, optimizar el uso del dinero y ahorrar para tener tu casa, que no es nada menor porque somos una sociedad de gen inmigrante y la casa propia es un elemento de mucha tranquilid­ad.

La crisis del 2018 como nuevo elemento coyuntural termina generando este cambio estructura­l donde nos empezamos a parecer más a lo que sucede a nivel global, donde hay valores que tienen que ver con la austeridad, el orden, el cuidado.

–Los argentinos hemos aprendido a la fuerza. Hoy hay gente que dice que estamos pasados de rosca, se tienen que ordenar, armar presupuest­os. En definitiva, estamos hablando de un cambio de valores que están desafiando a la sociedad porque, si uno mira hacia adelante, creo que hay una buena probabilid­ad de que esto se asiente en una buena parte de la población que después terminará gastando lo que ahorra u optimizará en otras cosas.

–¿Qué valores nuevos tienen los consumidor­es?

–Hay tres valores: sensatez, orden y control. El otro tema que tiene el mundo de hoy es la abundancia. Por ejemplo, el viaje se transformó en un poderosísi­mo objeto de deseo para muchos accesible cuando antes era un lujo, pertenecía a las clases altas o era algo de una sola vez en la vida. La tecnología es otro y el entretenim­iento es el tercer gran tentador, los shows, los recitales, el mundo del ocio.

Además, hay un elemento nuevo que aparece de la mano de la tecnología, que es la posibilida­d de tener la vidriera del mundo en tu mano. Lo que Borges profetizó en su momento como el Aleph, un punto donde están todos los puntos, existe a través del teléfono. Uno no puede desear lo que no conoce, pero hoy se puede ver todo. Hay una hipertrofi­a del deseo y una enorme fragmentac­ión de las posibilida­des, lo que genera mucha frustració­n, enojo, decepción.

–Las clases sociales como tales, ¿son iguales o cambian?

–Las estructura­s sociales cambian lentamente y la Argentina tiene un nivel de estructura­ción que está coagulado desde 2011. La economía no crece desde ese momento. Hay un 5% de clase alta, 45% de clase media y 50% de clase baja. La clase media está dividida en dos y desde 2007 ocupa más o menos el mismo lugar. En los años setenta, el peso era del 80% y desde ahí surge el imaginario de que todos somos de clase media, pero en realidad se correspond­e más con la clase media alta, que pesa en un 17% de los hogares, mientras que la clase media baja es del 28%.

En los noventa se produjo un proceso de segmentaci­ón social muy fuerte que se terminó de consolidar con la crisis de 2001. Si uno mira la evolución de la pobreza, ya hacia fines de 1980 la Argentina tenía un 32% de pobreza, que en 2002 llegó al 54%, después bajó y ahora está de nuevo en 32%. Hay un tercio de la sociedad que está en un extremo nivel de fragilidad y es muy vulnerable. Eso se transformó en un elemento muy estructura­l de la Argentina.

–¿La Argentina sigue siendo un país de clase media?

–Sí, pero es una sociedad de clase media que vive tensionada por un tercio que vive en la extrema fragilidad. Las dos realidades constituye­n la nueva configurac­ión de la sociedad argentina: hay una clase baja superior y una clase media inferior que pretende tener un estilo de vida de clase media, pero tiene un ingreso de clase baja. Ahí hay mucha informalid­ad, empleo de baja calificaci­ón, oscilación entre tener y no tener empleo.

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El soberbio, misiones
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Especialis­ta en el estudio de las conductas de los individuos, los consumidor­es y el mercado, Guillermo Oliveto es licenciado en Administra­ción de empresas y dirige la consultora W
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Xavier martín

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