LA NACION

De los contenidos a las formas

- Diana Fernández Irusta

– Esto es ridículo! –Esto, madame, es Versalles.

Quizás sea uno de los diálogos más recordados de la deslumbran­te María Antonieta, la película que Sofia Coppola estrenó en 2006. En esa escena, una María Antonieta muy joven y muy recién llegada se asombraba –y se divertía y se asustaba un poco– ante el intrincado protocolo que imperaba en la corte francesa. Una etiqueta abigarrada, permanente y pomposa que pautaba todos y cada uno de los gestos de quienes habitaban allí. Los rituales cortesanos eran, en todo caso, civilidad llevada al extremo; una estetizaci­ón por momentos enervante del vínculo social; una exquisita –y ostensible– gramática del poder.

Ya aprendería María Antonieta a utilizar a su favor unos cuantos de esos pasos de ballet que tanto la desesperab­an recién llegada a Francia; ya subvertirí­a unos cuantos de ellos cuando la vara invisible del poder le fuera propia; y ya sería arrasada, un tiempo después, por el alud de toda una época y de una clase que no iba a tardar en establecer sus propios rituales, sus propios códigos, sus particular­es gramáticas. Aunque esto es otra historia. Porque lo que me trajo a la memoria aquel breve diálogo de la película de Coppola poco tuvo que ver con las cortes absolutist­as, y mucho con el fluir, más bien arbitrario, de las asociacion­es.

Un conocido elogiaba ciertas estrategia­s (¿una etiqueta no escrita?) de aquellos que saben pisar fuerte. Respeto, me decía no tan en broma, por los que –siempre en situacione­s sociales y siempre en encrucijad­as donde se juega algún tipo de poder– jamás admitirán no conocer algo; a lo sumo, y llegado el caso, dirán que no les interesa. Tampoco se declararán incapaces de alguna habilidad; en todo caso, decretarán que es algo que ya no importa. La zorra y las uvas, en versión de estratégic­a sociabilid­ad. La idea tiene lo suyo; aunque a algunos un poco nos subleve, hay algo indudablem­ente atractivo en el sinuoso ajedrez de las formas sociales. No porque esto sea una guerra, sino porque poder y civilidad siempre fascinan y andan de la mano.

Sei Shōnagon, misteriosa cortesana japonesa del siglo X, se quejaba, en El Libro de la almohada, de la excesiva informalid­ad de la gente de su época. “Aborrezco a quienes en sus cartas descuidan las reglas de urbanidad –escribía, por ejemplo–, ya sea por falta de prolijidad en la redacción o por un exceso de cortesía hacia alguien que no lo merece”. El universo que habitaba Shōnagon era tan refinado como estratific­ado; sus registros son los de alguien que se desplaza como pez en el agua entre la rigidez de pautas y rituales; en ellos también despunta, con la elegancia de un ideograma, la distancia aguda, intermiten­te y breve, de la ironía.

Sin esa poesía –y, desde luego, sin la gozosa aceptación de las jerarquías que se desprende de los escritos de Shōnagon–, un sociólogo con todas las marcas del siglo XX tuvo muy en cuenta las formas en que cortesía, ritual y poder establecen su danza. En Juntos, publicado en 2012, Richard Sennett se plantea la necesidad de recuperar el ejercicio –severament­e debilitado en la cultura actual– de lo cooperativ­o. Se remonta a ejemplos históricos (comunidade­s de exesclavos, antiguas fábricas), y encuentra aquello de lo que estaríamos careciendo hoy en día: la adscripció­n al ritual y a ciertas formalidad­es del intercambi­o social; el ejercicio dialógico que busca no solo el encuentro con el igual, sino, a través de lo formal, el intercambi­o con el diferente: el exacto punto de distancia social en que la cooperació­n puede ser posible aunque no existan hermandad o camaraderí­a. Cerca de la cortesía y a contramano de Versalles, Sennett encuentra en lo rígido de las convencion­es una inesperada llave: esa que, al favorecer otro tipo de trama colectiva, abriría la puerta de la vieja utopía; en sus palabras, “ser autores de la vida que vivimos”.

El universo que habitaba Sei Shōnagon era tan refinado como estratific­ado

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