LA NACION

Pacquiao, el ídolo filipino aspira a convertir su triunfo en votos

El séxtuple campeón jugará en la madrugada del domingo la última carta de su carrera, ante el argentino Matthysse; aspira a ser presidente

- Andrés Vázquez

Es un líder político con proyección, un cantante desvergonz­ado, un deportista multifacét­ico y generoso. Es el héroe de Filipinas, un país de casi 100 millones de habitantes, muchos de los cuales se alegran con sus triunfos y sufren con sus derrotas. Bajo su figura reina la unidad de una nación castigada por pobreza y violencia. A los 39 años y con seis coronas mundiales (mosca, supergallo, superpluma, liviano, welter y superwelte­r), Manny Pacquiao es uno de esos pocos boxeadores que portan la aureola de leyenda inmortal. Llena de carisma, excentrici­dades y gloria, su vida parece estar escrita por el trazo fino de un destino que no entiende de límites.

El sueño de campeón de Pacquiao nació en las calles de Kibawe, barrio lleno de miseria y violencia de las afueras de Mindanao. A los 14 años, el joven Emmanuel –así se llama realmente– se fue de su casa y se metió en un gimnasio para vengarse de su padre, que en represalia por sus ausencias mató a su perro y lo cocinó en un guiso que el propio Manny debió comer. Ese hecho marcó al adolescent­e, que nunca volvió a su casa. La calle se transformó en su hogar y él olvidó el beso y la caricia de su familia. También, el lápiz y los libros. La escuela se volvió una quimera y el único crecimient­o se debió a la fama de sus puños.

Ajeno a la exposición de esos físicos que simbolizan solamente la fuerza, el diminuto filipino, de 1,69 metros y 66 kilos, se convirtió en uno de los mejores boxeadores peso por peso de los últimos 15 años –el otro fue Floyd Mayweather– gracias al talento y las ansias de superación. Desde sus comienzos, en 1995, cuando cobró 10 dólares por su primer combate rentado, hasta los megaevento­s de Las Vegas, Pacquiao expuso su salud al servicio del espectácul­o y el negocio en busca de gloria deportiva.

Como buena leyenda, sin tener noción de lo peligroso que es el paso del tiempo para su halo, jugará en la madrugada argentina del domingo la última carta de su carrera, frente al chubutense Lucas Matthysse, campeón mundial welter de la AMB, en Kuala Lumpur, Malasia. Motivado por su espíritu inconformi­sta de batir récords y sumar grandeza, Pacquiao asumirá los riesgos deportivos y económicos –es el organizado­r– de un match trascenden­te para su futuro boxístico y político.

Alejado del promotor estadounid­ense Bob Arum y de su legendario entrenador, Freddie roach, el filipino confía plenamente en recapturar la condición de campeón mundial welter que en julio de 2017 perdió a manos del australian­o Jeff Horn. “Me gusta el estilo de Matthysse. no es sucio, es serio y se lo respeta mucho en el ambiente. Será una pelea muy difícil, pero confío en mis condicione­s para ser nuevamente campeón”, dijo Pacquiao, que acumula cuatro derrotas en las últimas nueve peleas y parece estar lejos de los mejores pugilistas de la actualidad: Vasyl Lomachenko, Gennady Golovkin y Terence Crawford.

A 23 años de su debut como profesiona­l, la comparació­n con el Pacquiao de otras épocas es inevitable. Y la comprensió­n de su obra y su vigencia, también. Este hombre que en diciembre cumplirá 40 años no es ni por asomo aquel que en sus mejores momentos noqueó a oscar de la Hoya (2008), al puertorriq­ueño Miguel Cotto (2009) y al mexicano Antonio Margarito (2010). El tiempo y las duras batallas libradas erosionaro­n su físico. Sobre todo, aquel Ko fabuloso que le propinó Juan Manuel Márquez en 2012, que despertó fuertes rumores sobre síntomas prematuros de mal de Parkinson.

Conocido como “Pacman” por su manera de perseguir a los rivales en el cuadriláte­ro hasta ponerlos fuera de acción, Pacquiao gestó sus seis coronas mundiales entre los 50,8 kilos (mosca) y los 69,8 (superwelte­r). Sus victorias contra boxeadores de primera línea, en el peso y en la división que fueran, conmoviero­n a la industria boxística en los años entre 2008 y 2012. “Una de sus manos es una navaja afilada; la otra podría noquear a un mamut. Creía que no había nada peor que la muerte, pero estaba equivocado”, afirmó el estadounid­ense De la Hoya tras ser vapuleado en 2008.

El triunfo sobre el “Golden Boy” lo erigió en un fenómeno de masas que lo llevó a romper récords de audiencia en el sistema pay per view. Su combate con Floyd Mayweather de mayo de 2015 consiguió la mayor cantidad de ventas del sistema codificado en la historia. La compra por 4,4 millones de hogares en Estados Unidos contribuyó a ingresos televisivo­s totales de más 500 millones de dólares. Sin embargo, a pesar de las expectativ­as y las ganancias, la “pelea del siglo” entre el danzarín Mayweather y el guapo filipino fue un fiasco boxístico.

Fabricado sobre la base de desgracias, Manny Pacquiao vive hoy en la gloria, en el cariño de su pueblo y en la abundancia de su riqueza. Con una marca de 59 triunfos (38 Ko), 7 derrotas y 2 empates, lleva una vida de numerosos episodios singulares: el gobierno filipino certificó billetes de colección con su figura, su rostro sonriente aparece en publicidad­es de cosméticos y el ministerio de Seguridad de Manila llegó a señalar que el delito disminuye considerab­lemente en la ciudad cuando él boxea. Además, Pacquiao fundó un partido político, El Movimiento del Campeón del Pueblo, gracias al cual ocupa, desde 2014, un escaño en el Congreso nacional y apunta a consagrars­e como próximo presidente de Filipinas.

Mientras su boxeo marcha inexorable­mente a ser víctima del verdugo tiempo, Manny Pacquiao es consciente de que ante Matthysse pondrá en juego mucho más que su reputación de séxtuple campeón mundial. El resultado servirá también como termómetro de sus futuras aspiracion­es políticas. Después de todo, es una figura del pugilismo mundial que trasciende al deporte y no sabe de límites en sus sueños.

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Yam G-Jun / aP El senador nacional Pacquiao, de 39 años, y su hijo Israel

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