LA NACION

Sobre el dress code de Medio Oriente

- Silvina Pini

Aunque en Occidente se los vista igual en todas las películas, existe una gran diversidad en los 1600 millones de seguidores del Islam. Dubai, donde el 95 por ciento de la población proviene de otros países de la región, es una pasarela natural para ver las diferencia­s y develar códigos. Los hombres nacidos en la península arábica –Arabia Saudita, Omán, Yemen, Emiratos Árabes, Kuwait, Qatar y Bahréin–, visten una túnica blanca llamada thawb y en la cabeza una ghutra, pañuelo de algodón blanco o a cuadros blancos y rojos o blancos y negros sujetados por una doble vuelta de soga de lana negra llamada agal. Las mujeres de estos países visten una capa negra, larga y suelta, la abaya, que se colocan sobre la ropa cuando salen de sus casas o cuando van a ser vistas por cualquier hombre que no sea su marido, hijos, hermanos o padre. Se cubren la cabeza con una especie de capucha o nicab, que les tapa también el cuello. Algunos nicab dejan al descubiert­o el óvalo del rostro, otros dejan apenas una ranura para los ojos. Las abayas pueden estar adornadas con lentejuela­s o listones de encaje negros.

Pakistaníe­s e indios calzan amplísimos pantalones de algodón y una camisa larga hasta la rodilla del mismo color, algunos también llevan turbante. Las musulmanas de Turkmenist­án y Acerbayán visten pantalones coloridos y polleras amplias encima y se cubren la cabeza y el cuello con un pañuelo o hiyab, mientras que las iraníes se cubren con un chador, una especie de capa con capucha en una sola pieza.

Estas diferencia­s me las explica Aldina, que pertenece al 5 por ciento de los nacidos en Dubai, mientras vigila a sus dos pequeños hijos que corren junto a la fuente al pie del Burj Khalifa. “Lo importante es que el cuerpo de la mujer no se insinúe y despierte malos pensamient­os en cualquier otro hombre que no sea tu marido”, sintetiza.

La miro a los ojos envidiable­mente maquillado­s, el rostro enmarcado de negro, y sería fácil tenerle pena, pensar que pesa sobre ella el yugo de la opresión, que no es consciente de una tradición que la ahoga, que no es dueña de su propio cuerpo. “¿Cuántas veces por semana vas al gimnasio?”, me pregunta. También quiso saber cuánto gastaba en tratamient­os de belleza, cuántas dietas había empezado, si me angustiaba envejecer y si me había hecho cirugías estéticas. Un yugo por otro.

“Me alivia que todas las mujeres estemos cubiertas. Aquí no competimos por la mirada de los hombres y nuestro destino no está atado al aspecto físico.”

En cualquier otra ciudad occidental esta plaza céntrica estaría atestada de artistas callejeros, vendedores ambulantes, patinadore­s, parejitas encimadas, gente enfrascada en sus celulares y jóvenes compitiend­o con sus peinados, piercings y tatuajes. Pero es Medio Oriente y la multitud cubierta hasta los tobillos camina educadamen­te con sus carritos de bebe, sin fumar, sin gritar, sin beber alcohol, sin tocarse. Se los ve relajados, protegidos aún por la clara división entre lo privado y lo público, esa sutil frontera que impone el pudor y que Occidente se jacta de haber derribado.

Incómoda en mi ropa occidental, después del encuentro con Aldina, me compré una túnica fucsia y suelta larga hasta el piso. Salí a caminar y me sentí liviana, libre de miradas, sobre todo de la propia.

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