un ángel con traje de cocinero
de la timidez y el respeto del aprendiz a la confianza y fuerza emprendedora del mejor chef argentino, pasaron dos décadas de experiencia que se ven en el plato
Hablar de Germán debiera ser muy fácil, después de tantos años que nos conocemos. Es como hablar de un hijo: siempre está, antes que nada, el amor.
Cuando vino por primera vez a casa era un misterio. Muy reservado, respetuoso y también distante. Hubo que sortear muchos obstáculos antes de llegar a su interior. Pero luego trabajar con él fue fácil, por su capacidad de adaptación y la avidez que tenía de aprender. Ésa era la característica de su personalidad, su curiosidad y voluntad de estudio, como se ve en todo lo que hace en la cocina y en la vida.
Fue hace 25 años. Él estaba por recibirse en Relaciones Internacionales, trabajaba en un banco; me lo presentó Hermes, el sobrino de una amiga que en ese momento era mi asistente y se iba a trabajar a Bariloche. Si ahora es hermoso, imagínenselo cuando tenía 22 años. Me impresionó su belleza, lo bien vestido que estaba con un saquito azul de esos típicos del Tirol. Y me dijo, con las manos atrás: “Yo puedo venir un día en la semana y ayudarla en las clases”. Así empezó al lunes siguiente y se fueron sucediendo los días, hasta que vino los sábados. De pronto, me dijo: ¿“Mañana qué vas a hacer?” “Trabajar con vos, si venís”, respondí. Y así nos pasábamos los días.
Germán nunca se dio por vencido. Es naturalmente generoso y no pasa por la vida del otro: se instala con la fuerza de su personalidad. Es muy especial, mágico en sí mismo. Inteligente, culto; se alimenta con todas las cosas lindas de la vida: la literatura, la música, la pintura. Todo eso está en el plato.
Queda de aquel chico, aún, la mirada ingenua y sorprendida de haber conseguido lo que se propuso en la cocina y en la vida.
Es un ángel con traje de cocinero.