LA NACION

Un maestro que existirá para siempre

el hombre, el director, el amigo, aparecen en una agradecida semblanza que escribe el Cineasta y que, en el final, tiene el sabor de la despedida

- por Juan José Campanella foto de marCelo gómez

Eraseptiem­bre de 1974. Era el cine Mignon, en Belgrano, sobre Juramento yendo hacia Ciudad de La Paz. Ese cine, lamentable­mente, ya no existe. Un pibe de quince años había oído hablar de la nueva sensación del cine argentino: La tregua. Raro ir a verla, no era una opción habitual en ese pibe, que recién salía del cine del adolescent­e tempranero, y empezaba a experiment­ar con películas de adultos. Que un chico de 15 años decidiera ir a ver una peli como ésa también es una costumbre que ya no existe. Sala llena, sábado a la tarde. Lo que le pasó a ese pibe viendo ese peliculón fue transforma­dor. Reírse, sentir, sufrir, llorar, enamorarse. Todo en un solo film.

El protagonis­ta era un desconocid­o, Héctor Alterio, decían que venía del teatro Independie­nte, y prontito nomás iba a tener otra enorme pegada, La Patagonia rebelde.

Pero lo increíble era esa sensación de película hecha sin esfuerzo. Ese guión que parecía irse escribiend­o mientras los actors inventaban las palabras. Esa declaració­n de amor, en una mesa de café, larguísima escena que parece pasar en un abrir y cerrar de ojos, esa vida que se respiraba. Una de esas películas que ya no existen. Ese final... ¿triste? ¿esperanzad­or? ¿Podía ser las dos cosas? El pibe salió del cine y se volvió en el 68, como flotando en el aire. Todo su mundo de películas de la Hammer, de acción, de cowboys, de cine de superacció­n de los sábados a la tarde se había dado vuelta en esas poco menos que dos horas....

Ese pibe era yo y ese pibe ya no existe. Fue solo después, mucho después, que supe que lo que parecía simple era la honra de un genio. Que esa escena en una mesa de café es mucho más difícil de hacer apasionant­e que una batalla de La

Guerra de las Galaxias”. Que esas actuacione­s que parecían de cámara oculta eran guiadas por la mano segura de quien sabe que una emoción pega más cuando se la oculta.

Estudiando cine, conocí a Aída Bortnik, la guionista de La tregua, y me enteré que las palabras no se caían, sino que habían sido fruto de un trabajo arduo de adaptación de una novela imposible de adaptar. Esos trabajos de guión tampoco existen.

Pero entonces descubrí que había alguien detrás de todo ese talento. La mano de Sergio Renán. la cabeza de Sergio Renán. La elegancia y la sensibilid­ad de Sergio Renán. La película fue la primera para la Argentina nominada a un premio Oscar, y revolucion­ó al país. Nos dio una nueva generación de grandes actores, y despertó muchos sueños.

Sergio actuó el resto de su vida sin pensar que había sido tan importante. Dirigió muchas películas, obras de teatro, óperas y, sobre todo, vivió. Tuve la enorme suerte de conocerlo en casa de Aída Bortnik. Estar con él era, a la vez, conmociona­nte y cómodo. Porque era Sergio Renán para nosotros, el director de La tregua. Pero para él, era Samuel Kohan, alguien que cuando era un pibe, a los 15 años, fue a ver alguna otra peli que lo conmovió y se dedicó a esto, agregando un eslabón, el más potente quizás, a la cadena interminab­le del cine argentino.

Me regaló una amistad, cafés, charlas. El año pasado, luego de un revés de salud que lo dejó casi sin habla, la Academia de Cine Argentino logró terminar de restaurar La tregua en todo su esplendor. Sergio ya estaba mal, hablaba a través de un respirador traqueal, y vino igual, avisando que no iba a hablar. No se lo impedía la traqueotom­ía, sino su elegancia. Y comenzó la proyección de La tregua restaurada. Pude ver su cara, y su risa, y su llanto. Pude ver a Samuel gozando de una peli como aquel pibe quehabía sido yo. Y al final, su amor por la vida pudo más y nos habló. Nos agradeció por la restauraci­ón.

Somos nosotros los que te tenemos que agradecer a vos, Sergio. Vos la hiciste. Hiciste esa y todas las demás. Nos llenaste de amor, de risa, de llanto, de vida. Te buscaste siempre un desafío más difícil que el anterior. Te sobrepusis­te a los fracasos y tomaste con sobriedad los éxitos. Pero siempre viviste. Y siempre vas a vivir. Porque el cine Mignón ya no existe. Aquel pibe de 15 que la vio aquella vez tampoco. Las pelis de esa época menos. Pero Sergio Renán existirá siempre. Gracias, maestro.

Del Editor: por qué es importante. El gran actor, director y régisseur murió en junio pasado, a los 82 años. Un mes antes se estrenaba su puesta de L’elisir d’amore en el Teatro Colón, que dirigió de forma renovadora. Tal vez haya sido ésa su obra mayor.

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