París intenta recuperar su ritmo normal, pero la guerra se cuela en cada esquina
De los centros comerciales a los medios de transporte, las medidas de seguridad alteran la rutina de la gente; la paranoia todavía no se diluye
PARÍS.– La guerra se cuela en las pequeñas cosas. Tener que pasar un cacheo de armas para entrar en las Galerías Lafayette del bulevar Haussmann. Sorprenderse encerrado bajo tierra en la estación Opéra porque un comando militar decide bloquear todas las salidas durante 15 minutos en hora pico. Un control de documentos arriba de un tren. Que cierren la torre Eiffel de improviso cuando había dos cuadras de cola para subir.
Es la vida cotidiana en París superados los tres días de duelo por la masacre terrorista que conmociona al mundo. La ciudad retomó ayer su ritmo frenético. El trabajo. Los cafés llenos. La apariencia de normalidad, aunque incapaz de ocultar el miedo que se expresa en las miradas furtivas entre desconocidos.
El “estado de emergencia” es una presencia sensible. Las calles militarizadas, con su consecuente exhibición de armamento pesado. Las sirenas que atruenan más de lo habitual. Operativos relámpago en cualquier esquina, sin motivo ni resultados aparentes. Las interrupciones en el metro. Los ramos de flores y las cartulinas desteñidas por la llovizna que siguen acumulándose en los altares improvisados que recuerdan a las víctimas.
Ayer por primera vez desde los atentados se retomó el horario de ingreso habitual de todos los edificios emblemáticos de París. En la torre Eiffel, sin embargo, la empresa que la administra decidió cerrarla por tiempo indeterminado ante los temores expresados por sus empleados. Al mediodía cientos de turistas esperaban turno para cambiar sus tickets, mientras cuatro militares vestidos para entrar en combate recorrían la fila mirando a uno por uno.
Se rehabilitaron todas las líneas de transporte, se llenaron las grandes tiendas e incluso se liberó el tránsito en el bulevar Voltaire frente al teatro Bataclan, escenario de la matanza más cruenta del viernes a la noche.
Los parisinos pasaban por delante del local, todavía cubierto con una lona gris y con decenas de policías en la entrada, y no podían evitar detener el paso. Mirar. Enfrente aparecieron más velas, fotos y mensajes.
Homenaje
Una señora con anteojos negros llegó pasadas las 9. Colocó sobre la vereda una camiseta del PSG y le echó encima una rosa roja. Un homenaje a su hijo.
Al final de la calle, la Plaza de la República recobró el frenesí de gente que llega y se va. Eso sí, en la escena permanecen los equipos de decenas de canales de televisión; un batallón policial con los reflejos a flor de piel; el altar de angustia y esperanza juvenil para homenajear a la “generación Bataclan” al pie de la estatua de Marianne.
“Es insoportable vivir así, con el dolor por los que murieron y el miedo de que nos digan que estamos en una guerra”, decía Robert dupuis, comerciante de 39 años, a la salida de la estación República. Le resultó especialmente alarmante, como a infinidad de franceses, que el primer ministro, Manuel Valls, anunciara anteayer que puede haber nuevos ataques terroristas “en los próximos días”.
En la otra orilla del Sena, la Universidad de la Sorbona también vibraba con los desafíos de la emergencia.
“¿Cómo se puede retomar la normalidad pensando que en cualquier momento un loco te puede matar sin ninguna razón?”, se quejaba Marie Ninon, estudiante de economía.
Las aulas operan con normalidad, a excepción de los controles de ingreso, mucho más rígidos que los habituales. Se les exige a los estudiantes presentar su carnet, abrir los bolsos; en algunos casos los palpan.
Un rigor parecido al que ejercen los cientos de guardias privados de seguridad desplegados desde ayer en las Galerías Lafayette, la superficie comercial más grande del mundo occidental.
Por fuera circulan agentes de prefectura con armas largas: se la considera un blanco posible como símbolo de la opulencia de París.
Seguridad y nerviosismo
El refuerzo de seguridad es particularmente notable en los museos. El Louvre reabrió el lunes por la tarde.
Ayer cerró, como todos los martes, pero incluso así la policía pedía “circular” a los turistas que visitaban la explanada cuando consideraban que ya se habían sacado suficientes selfies con las pirámides de cristal de fondo. Se los nota nerviosos.
Un ejemplo: tres agentes encararon al mediodía a un grupito de jóvenes de rasgos árabes que llevaban un rato dando vueltas por la zona. Los obligaron a darse vuelta contra una pared, los cachearon, les pidieron identificación y los dejaron ir.
“Ahora se las tomarán contra nosotros otra vez. ¿Por qué tengo que pagar por lo que hicieron unos psicópatas?”, decía después Ahmed, uno de ellos.
Pequeñas cosas. Militares que acordonan a plena tarde la plaza Albert-Kahn, en el distrito 18, porque descubrieron un auto sospechoso. Los hospitales que urgen que se repongan insumos para atender a los más de 100 heridos que siguen internados.
Al caer la tarde, la guerra seguirá como si nada. La torre Eiffel volverá a iluminarse de rojo, blanco y azul. Millones de personas volverán apretujadas del trabajo a casa. Las terrazas acristaladas de las brasseries de la rive gauche se llenarán de gente elegante y liberal que se niega a resignar su estilo de vida porque así lo sueñen sus verdugos.