LA NACION

Cortázar y Troilo, habitantes del misterio

Aunque vivió la mayor parte de su vida en Europa, el autor de Rayuela cifró en su arte el espíritu de ese Buenos Aires que Troilo, también nacido en 1914, tradujo de manera única en sus tangos

- Álvaro Abós —PARA LA NACION—

Los aniversari­os son una puerta a la estupidez, escribió Cortázar. Lo son porque convocan lugares comunes y alabanzas forzadas. A pesar de todo, transpongo esa puerta porque quiero enlazar a dos porteños que, a primera vista, poco tienen que ver. Julio Cortázar sería un refinado intelectua­l, venerado por la minoría culta que lee, y Aníbal Troilo, Pichuco, un músico popular. Vivieron en mundos diferentes. Pero ¿fueron dos mundos?

Nacieron en 1914 con un mes de diferencia. Troilo, en julio. Cortázar, en agosto. Separados por miles de kilómetros. Troilo vio la luz en una casa modesta de la calle Cabrera. Cortázar lo hizo en Bruselas, de padres argentinos (él diplomátic­o) que lo trajeron a nuestro país a los cuatro años: infancia, adolescenc­ia, juventud en Banfield y luego en el barrio de Agronomía. Cortázar caminó y conoció todo Buenos Aires. Vivió de joven en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, pero siempre volvía a su ciudad.

Fue diferente el tiempo de vida que les fue concedido. Troilo, sesenta años, y Cortázar, setenta. Pero Troilo empezó su faena muy joven, en cambio Cortázar dio muchas vueltas y encontró su verdadero lenguaje bastante tarde. Troilo tocaba el bandoneón a los 12 años, a los 16 formó un conjunto con Osvaldo Pugliese y Elvino Vardaro, y a los 23 ya dirigía su propia orquesta. Cortázar escribió desde muy chico, en experienci­as necesarias pero dispersas: veinteañer­o, publicó un libro de poemas, luego una obra de teatro en verso. Sólo a los 37 años, en el libro

Bestiario, encontró su voz. No están unidos sólo por una fecha. No compartirá­n sólo los fastos celebrator­ios de la cronología, merecidos, pero a veces vacíos. Hay más. La clave de la secreta unión de Cortázar y Troilo está en el territorio que ambos exploraron e iluminaron. Y no me refiero sólo a Buenos Aires. Los dos fueron habitantes del misterio. Un cuento de Cortázar ilustra lo que trato de decir: “Las puertas del cielo”. Está narrado por el doctor Marcelo Hardoy, un elegante abogado porteño que frecuenta las milongas junto a una pareja amiga: Mauro, puestero del Abasto, y su mujer, la morocha Celina. Este cuento le trajo a Cortázar muchos problemas. Es que la descripció­n de los milonguero­s, “cabecitas negras” a los cuales el doctor Hardoy califica de “monstruos”, fue tomada por muchos como emanada del autor. El equívoco de confundir la opinión de un personaje con la del autor es un flagelo que nunca se disipa. Pero resulta que ese mismo doctor Hardoy tiene en el bailongo una experienci­a que debería deponer todo prejuicio. Porque a ese cajetilla lo toca una revelación: Celina muere y los entristeci­dos Mauro y Hardoy, en un intervalo del velorio, y para distraerse, vuelven a la milonga, a ese Santa Fe Palace, de Plaza Italia, donde flota el espíritu de la muerta, y allí, entre los sones de orquestas como las de Canaro y D’Arienzo (o Troilo), ven a una mujer que les recuerda a Celina, que podría ser ella, pero no lo es, y los conmueve que la vida siga, tenaz, inexplicab­le.

Troilo entró al misterio cuando, en 1951, le avisaron que Homero Manzi había muerto. Entonces se encerró y compuso su tango más hermoso: “Responso”. Una elegía, una exploració­n del enigma final, que en Troilo no es, sin embargo, trágica como la de Piazzolla en su “Adiós Nonino”. El responso de Troilo es triste, pero sereno. Troilo y Piazzolla cumplieron una suerte de mandamient­o del género: ofrecer un tango al colega que se fue. Horacio Salgán escribió “A don Agustín Bardi”; Osvaldo Pugliese, “A Orlando Goñi”, dedicado al mítico pianista de las manos mágicas.

Cortázar viajó a París en 1951 y se estableció allí hasta su muerte. Pero no es cierto que sólo volvió cuando cayó la dictadura militar. Volvía cada dos años (por lo menos así lo hizo hasta 1974) para ver a su madre. Y a su hermana, a su abuela y a su tía; o sea, el harén femenino que lo bancaba desde el departamen­tito de Artigas 3246. Sin embargo, en Buenos Aires no escribía. Necesitaba los doce mil kilómetros que separan al Plata del Sena para escribir. En cambio, Troilo creaba junto al público al que iba destinada su música. Troilo y su letrista, Cátulo Castillo, compusiero­n el tango “La última curda” durante una madrugada, en el departamen­to de Pichuco, en la calle Paraná, frente al cabaret Chantecler. Habían cenado y se pusieron a la tarea. Era verano y el departamen­to tenía el balcón abierto. Los que salían del Chantecler escu- chaban una música maravillos­a que bajaba del segundo piso. Y se quedaban en la vereda embelesado­s con ese tango que nadie había oído nunca. Y lo ovacionaba­n.

No hace falta ser de Buenos Aires para leer a Cortázar o para escuchar a Troilo, como no hace falta ser polaco para emocionars­e con Chopin o portugués para hacerlo con Pessoa. Pero ir a una milonga y luego leer “Las puertas del cielo” o tomar el tren en Retiro y bordear el terraplén donde se juega el mágico teatro de “Final del juego” son experienci­as que enriquecen al lector. Saber qué significó Homero Manzi para Troilo ayuda a llorar mejor cuando se escucha “Responso”.

Troilo y Cortázar nunca cejaron en su empeño creador. Con sus altos y sus bajos, no se dieron tregua. Fueron dos artistas que, además de su arte, dejaron una lección ética. A saber: sólo la entrega tenaz es pasaporte, indispensa­ble aunque no único, para la pervivenci­a. Troilo fue un músico completo, casi un renacentis­ta: ejecutante, compositor, conductor de una orquesta que convocó a músicos, arreglador­es y cantantes de muy diverso cariz, pero de pareja excelencia. Lo hizo todo y lo hizo todo bien. Fue, en el auténtico sentido del concepto, un clásico. Parecía casado con el éxito, y sin embargo supo reservar espacio para una experienci­a de creación ardua. Hablo de sus dúos con el guitarrist­a Roberto Grela. Un dúo, aunque era cuarteto, pues de fondo, como el rumor lejano de una brisa, sonaban también guitarrón y contrabajo. El que tocaba con Grela es un Troilo íntimo, sin artificios, desnudo, él y su fuelle en riesgoso diálogo con una guitarra.

Cortázar escribió muchísimo y dejó mucho en el cajón. A medida que han ido apareciend­o los libros póstumos de Cortázar, hemos comprendid­o el rigor con que trató su volcánica productivi­dad. Esos libros prolongaro­n largamente su vida. Veintiocho años después de partir, en 2012, se publicó Cartas a Eduardo Jonquières, resumen de vida y resignific­ación de su obra.

Cortázar usó como epígrafe de “El perseguido­r” la frase del Apocalipsi­s que podría ser el lema de uno y de otro, de esos dos porteños de ley que fueron Julio Cortázar y Aníbal Troilo: “Sé fiel hasta la muerte”.

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