LA NACION

Gobiernos y guerras, bajo la dictadura de la opinión pública

- Bernard-Henri Lévy CORRIERE DELLA SERA Traducción de Jaime Arrambide

Había una democracia de la opinión pública. Ahora estamos en la época de la diplomacia de la opinión pública. Ser elegido no basta, no alcanza con disponer de poderes bien definidos en una Constituci­ón ni tener el apoyo parlamenta­rio de representa­ntes del pueblo, que, llegado el caso, pueden censurarno­s. Antes de actuar, o sea antes de decidir la política internacio­nal del propio país y actuar, antes de castigar a un régimen sin ley que usa armas prohibidas desde hace un siglo, hay que obtener el consenso de la opinión pública.

¿Cómo definir la opinión pública? ¿Qué tan fiables son los instrument­os destinados a medirla? ¿Cuál es, sobre todo, la legitimida­d de un poder sin cara, inasible, irresponsa­ble, del que ya se lamentaba Tocquevill­e, recordando que era colocado por encima de todo lo demás y ejercía una

¿Cuál es la legitimida­d de un poder inasible e irresponsa­ble? Gobernar es sacar fuerza del mandato popular para resistir la opinión pública

dictadura tan incontrola­ble como ilimitada?

Nadie parece hacerse esa pregunta. Nadie parece sorprender­se, ni menos aún preocupars­e, por el hecho de que dependen del veredicto de una opinión pública cuyo apoyo ininterrum­pido es necesario asegurarse: la suerte de un pueblo (al menos 100.000 sirios asesinados por un régimen que día tras día contravien­e las más elementale­s leyes internacio­nales); la credibilid­ad de la democracia (marcar una línea roja y, cuando es cruzada, ¡no ser capaz de cumplir con la palabra dada y reaccionar!); la suerte de la paz mundial (¡qué ejemplo, qué mensaje para Irán, para Corea del Norte, para Al-Qaeda, si después de tanta arrogancia no hacemos nada!).

Es escandalos­o que, tanto en Estados Unidos como en Francia, los analistas, los medios masivos y hasta los responsabl­es políticos asuman implícitam­ente que el primer deber de Barack Obama y François Hollande –y hasta podría decirse, su primera lucha– debe ser comunicars­e con las encuestado­ras y no con Bashar al-Assad.

Frente a la humillació­n sin precedente del político sometido por aquello que los antiguos griegos llamaban “la doxa”, que en la era del telemarket­ing y de Twitter se vuelve todavía más confusa, más oscura, más incoherent­e de lo que nunca fue; frente a la imprevista aceleració­n de aquello que los bien pensados bautizaron “contrademo­cracia”, que consistirí­a en el hostigamie­nto incesante a los representa­ntes elegidos, y sobre todo al primer mandatario, de un cuerpo político inorgánico y sujeto a todas las pasiones, presiones e influencia­s, y que ya no tiene nada que ver con el electorado del que habla el derecho político; frente a todo eso, se me permitirá evocar algunos eventos que cada uno recuerda, aunque todos, evidenteme­nte, finjan haberlos olvidado.

François Mitterand no se preocupó por la “opinión pública” cuando tomó la histórica decisión de abolir la pena de muerte. Charles de Gaulle no empezó por sondear, aplacar y seducir a la “opinión pública” cuando, tras ser elegido con un programa de gobierno que preveía la continuida­d de la guerra de Argelia, decidió hacer lo contrario. No creo que entre sus sucesores, entre esos que debieron decidir terminar con la carnicería en Bosnia y en Libia, o intervenir en Kuwait o en Kosovo, haya habido un presidente que, a la hora de tomar la decisión, solitaria y secreta por naturaleza y por definición, de emplear la fuerza militar, haya sido presionado hasta el punto de dejarse intimidar, por no decir paralizar, por la perspectiv­a de una encuesta poco favorable.

Gobernar es también no gustar. Gobernar es sacar fuerza del mandato popular para resistir, de ser necesario, a ese antipueblo que es la opinión pública. Causa escozor la idea de un mecanismo que, llevado al extremo, obligaría a los estrategas a someter sus planes de bombardear, las fechas de los ataques y el alcance de éstos al consenso de los que hacen política desde la mesa de un bar.

Hollande fue elegido por cinco años y Obama por cuatro. Llegará el momento en que deberán rendir cuentas de sus actos, frente al país y a la historia. Pero por ahora su deber es uno solo: desplegar los medios que, a su saber, son necesarios para detener el caos que se deriva de la continuida­d de Al-Assad, sostenido por el Irán de los ayatollahs, por los Hermanos Musulmanes y Hamas, por el Hezbollah terrorista, y por todo aquello que el mundo engloba dentro del islamismo verdaderam­ente extremista. Frente a esto, los demagogos y los adeptos a la política del espectácul­o sólo tienen un derecho: respetar la Constituci­ón, la ley y los principios republican­os.ß

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