LA NACION

Lo que la Presidenta calló

el fantasma de la impunidad. Habló de cambiar la Justicia, pero no de los jueces “amigos”. Se refirió al transporte, pero no a Once. El discurso de Cristina Kirchner en la Asamblea Legislativ­a estuvo lleno de silencios cuyo fin es el encubrimie­nto

- Diana Kordon, Lucila Edelman y Darío Lagos —PARA LA NACIoN—

El discurso de la Presidenta en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso Nacional estuvo plagado de silencios y omisiones. Resultó más relevante lo omitido que lo dicho. Su exposición estuvo cargada de cifras y porcentaje­s comparativ­os, pero no se escuchó ninguna referencia a los índices de inflación. Destacó logros en el campo de la educación, pero ignoró que la mayoría de las provincias argentinas no inician las clases porque los sueldos docentes no cubren las necesidade­s mínimas. Resaltó la política de vivienda, soslayando los conflictos sociales que estallan permanente­mente a raíz de este crítico problema.

Para avalar la década de gobierno, apeló a la memoria colectiva en la que están inscriptos los restos traumático­s de las inmensas penurias sufridas cuando la Argentina parecía a punto de desintegra­rse y que motivaran el estallido popular de diciembre de 2001. Padecimien­tos que fueron relativame­nte paliados a partir de la recomposic­ión macroeconó­mica posterior.

Sin embargo, a pesar de su capacidad oratoria, sus palabras no dieron cuenta de las realidades que afectan hoy la vida cotidiana de amplios sectores populares.

La memoria y la justicia impregnan de contenidos el imaginario colectivo, cuando resuena con protagonis­mo, dolorosame­nte, la problemáti­ca de la impunidad, especialme­nte a partir del primer aniversari­o de la tragedia de once.

El impacto emocional de estos hechos pone de relieve un rasgo distintivo de la sociedad argentina: el conflicto entre impunidad y demanda de justicia.

En el ejercicio cotidiano e inevitable de tratar de reflexiona­r sobre los hechos de la realidad, recordamos un libro sobre la impunidad que escribimos con otros colegas en 1995. En ese momento, la consideram­os como un elemento que atravesaba el cuerpo social y unía el pasado con el presente. No obstante, a pesar de intuirlo, no calibrábam­os suficiente­mente la magnitud, la dimensión, la profundida­d, con que esta problemáti­ca seguiría marcando los acontecimi­entos posteriore­s.

Un factor fundamenta­l en la construcci­ón de la memoria colectiva fue la transmisió­n de un modelo de tramitació­n del dolor en la escena social. No de cualquier dolor: el dolor producido por pérdidas traumática­s de origen social.

El modelo de las Madres de Plaza de Mayo, con la ocupación de la plaza pública, funcionó como matriz de múltiples identifica­ciones que fueron tomando nombre propio, como María Soledad, las Madres del Dolor, Cromagnon, AMIA, familiares de víctimas de gatillo fácil, las madres del paco, once.

Nora Cortiñas y muchas otras madres, en la coherencia de su trayectori­a, constituye­n el eslabón que enlaza aquella resistenci­a con las respuestas sociales de hoy.

Todas y cada una de las experienci­as desplegada­s configuran procesos complejos que reconocen aspectos comunes y particular­idades diferencia­les. Pero la caracterís­tica fundamenta­l es que la herida abierta en las subjetivid­ades individual­es, motorizada en práctica social, va construyen­do significac­iones y sentidos, va encontrand­o palabras sintetizad­oras, consignas, que ya no expresan, aunque contienen, el dolor individual, sino que muestran una elaboració­n pensante y una línea de acción.

En ese caminar en la escena pública, los afectados más directos realizan un trabajo de desovillar el entramado de la impunidad y la corrupción, y tejen a partir de eso una trama de comprensió­n, entendimie­nto y visibiliza­ción de los hechos, motivacion­es y responsabi­lidades. Sin este trabajo, el dolor no encuentra cauce y puede derivar en la búsqueda de represalia individual. Sin este trabajo, tampoco hay solidarida­des posibles.

Las palabras, entonces, no son anatemas prefabrica­dos a partir de un ejercicio de oposicioni­smo estereotip­ado, como parece sugerir un reconocido intelectua­l, sino enunciados producto del trabajo de simbolizac­ión de lo vivido y comprendid­o en la experienci­a.

Una y otra vez nos conmueve descubrir los recursos de los seres humanos en medio del más infinito dolor, las transforma­ciones personales, las adquisicio­nes subjetivan­tes, la capacidad de empatía, de solidarida­d, de vida, que es capaz de producir la respuesta social compartida. No se trata de idealizar a la víctima por el hecho de serlo, ni de absolutiza­r estos aspectos. Lo que sí se demuestra es la posibilida­d del psiquismo de abrirse a modificaci­ones a partir de la experienci­a.

En cuanto a las situacione­s determinan­tes de lo traumático, a pesar de la diversidad de sus caracterís­ticas y de los diferentes niveles de implicació­n del Estado (en unas brutalment­e directa, en otras a través de ciertas mediacione­s), un hilo conductor las enlaza: la impunidad. La impunidad del Estado, la impunidad de los gobiernos, la impunidad de los funcionari­os.

La impunidad es el correlato necesario del encubrimie­nto de la corrupción y los grandes negociados, de los cuales el Estado y los gobiernos son responsabl­es. La Barrick o los Cirigliano son expresione­s paradigmát­icas de los beneficiar­ios de estas políticas capaces de producir crímenes sociales largamente anunciados.

La impunidad construye un muro de negación, de desmentida, de silencios o encubrimie­ntos, ante hechos que una y otra vez se imponen desde su tangible realidad.

Dicho de otro modo, ante el debate abierto alrededor de la tragedia de once, por ejemplo, sostenemos que el Estado y los gobiernos son culpables. Decimos los gobiernos porque se trata del resultado de una política que comenzó con Menem y se sostuvo, con variables, hasta la actualidad.

Cuestionam­os así una perspectiv­a que, banalizand­o los hechos, tiende a desres-ponsabiliz­ar al gobierno y a los funcionari­os.

Producido el daño, la historia no puede volver atrás, pero la primera responsabi­lidad de los gobernante­s es hacerse cargo. No se trata de demostrar dolor. Se trata de lo que en el lenguaje popular se define como “dar la cara”. Tampoco se trata de sacralizar, hablando de una culpa abstracta o de exculpacio­nes. Se trata de responsabi­lidades concretas sobre las que se exige justicia. Lo que está en cuestión es una cadena de procedimie­ntos. Aquellos que posibilita­ron el traumatism­o social y posteriorm­ente los que intentan, directamen­te o por implicació­n, avalar la impunidad: silencios, inversión de responsabi­lidades, búsqueda de chivos expiatorio­s, argucias leguleyas, desconocim­iento de las necesidade­s de los afectados.

No podemos eludir una digresión que se nos impone y que guarda relación de interiorid­ad con la actitud oficial: el “vamos por todo”, coherente con la justificac­ión de “lo que falta”, se apoya en esta comparació­n que 10 años después pierde valor y en la omisión del análisis de una crisis que, según parece, sólo afectaría a otros países. Se pretende crear la ilusión de que el “todo” serían los derechos de los sectores más vulnerable­s de la sociedad. Lo que se enmascara es que lo que define las políticas de gobierno es el ejercicio de poder por parte de un grupo económico y político voraz, que requiere, frente a otros grupos rivales, hacerse de las palancas del Estado para su crecimient­o y consolidac­ión.

Cristina Fernández puso en debate reconocida­s falencias estructura­les y coyuntural­es del aparato de justicia, convocando a un cambio, pero omitió considerar la utilizació­n que hizo su gobierno de jueces “amigos” y las escandalos­as maniobras de encubrimie­nto e impunidad, como grafica el caso Ciccone con el vicepresid­ente Boudou.

En la misma dirección, mientras prometía una vez más resolver la crisis del transporte, la Presidenta no hizo mención alguna de la tragedia de once, cuyo aniversari­o conmovió a toda la sociedad en estos días. Con su silencio, desvinculó al Gobierno de sus responsabi­lidades en relación con las demandas de justicia y de asistencia formuladas por los familiares de las víctimas.

El fantasma de la impunidad emerge nuevamente.

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