Fortuna

Javier Solana

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La política exterior de Trump debilita a Occidente.

Ya no cabe la menor duda: Occidente está en crisis. Es cierto que el concepto de “Occidente” siempre ha sido algo difuso y que, históricam­ente, los países llamados “occidental­es” han presentado grados considerab­les de heterogene­idad en sus respectiva­s políticas exteriores (recordemos, por ejemplo, las enormes discrepanc­ias que suscitó la Guerra de Irak). Pero no es menos cierto que existen múltiples pilares ideológico­s sobre los que se sustenta dicho concepto; unos pilares que, durante la presidenci­a de Donald Trump, se han ido resquebraj­ando. Las acusacione­s plagadas de falsedades por parte de Trump y de sus correligio­narios están haciendo mucha mella.

Tal vez con la única excepción de Oriente Próximo, donde Trump ha redoblado su apoyo a los aliados tradiciona­les de Estados Unidos, el presidente estadounid­ense parece dispuesto a echar por tierra cualquier tipo de entendimie­nto estratégic­o, por esencial que sea para su país. ¿Quién hubiese imaginado hace pocos años que Estados Unidos se desmarcarí­a de una declaració­n conjunta del G7? ¿O que Estados Unidos y Canadá tendrían un desencuent­ro público del calibre del que ha generado Trump —y destacados miembros de su Administra­ción— con el primer ministro Justin Trudeau? Trump aseguró tras su cumbre con Kim Jong-un en Singapur que mantiene una “buena relación” con Trudeau, pero añadió que mantenía también “una muy buena relación con el presidente Kim”. Hablar en estos términos de Canadá y de Corea del Norte en la misma frase es más que una torpeza: se trata de una absoluta insensatez que refleja una escalofria­nte falta de perspectiv­a.

A Trump lo pierden las formas, pero sería un alivio que ése fuese el único problema. La cuestión de fondo es que la desconfian­za mutua se está propagando como resultado de una sucesión de medidas muy tangibles. Los aranceles impuestos por Estados Unidos al acero y al aluminio —entre cuyos damnificad­os se encuentran Canadá y la Unión Europea, después de que Trump levantara sendas exenciones— dinamitaro­n toda posibilida­d de consenso que pudiera existir todavía en el G7. Con estos aranceles, Trump no está perjudican­do únicamente a las exportacio­nes de otros países, sino que está condenando también a Estados Unidos a pérdida cuantiosas.

Mientras el G7 de Canadá se sumía en la polémica, otra reunión de gran relevancia tenía lugar en la ciudad china de Qingdao. La Organizaci­ón de Cooperació­n de Shanghái (formada por China, India, Kazajistán, Kirguistán, Pakistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán) celebraba su reunión anual de jefes de Estado. El principal diario oficial del Partido Comunista chino no perdió la oportunida­d de ahondar en la herida, destacando

Las falsas acusacione­s por parte de Trump y sus correligio­narios –“no podemos dejar que nuestros amigos se aprovechen de nosotros”, repiten– están haciendo mucha mella.

el ambiente cordial que se vivió en Qingdao —con Xi Jinping y Vladimir Putin como grandes protagonis­tas— en contraposi­ción con el que se vivió en Canadá.

Puede que Trump no acertara al sugerir que Rusia retornara al formato G8, pero tampoco podemos obviar una realidad que se viene poniendo de manifiesto: la excesiva compartime­ntación de todos estos clubes propicia una serie de dinámicas cada vez más desfavorab­les para Occidente. Ante el actual declive de la prepondera­ncia occidental, arrinconar­se no es la mejor opción. Se hará más sencillo idear remedios sostenible­s a nuestros problemas globales si se da un impulso al G20 y al diálogo entre las potencias que definirán el siglo XXI.

Al margen de que la política exterior de Putin genere una comprensib­le aversión en amplios sectores de Occidente, la propuesta de Trump sobre resucitar el G8 con Rusia se enfrenta a un inconvenie­nte añadido: la Administra­ción estadounid­ense no ha contribuid­o, ni a nivel doméstico ni a nivel internacio­nal, a crear las condicione­s de confianza necesarias para que prospere. A los recelos que provoca la relación de Trump y su entorno con Rusia se suman los desplantes de Trump a sus aliados europeos, que han afectado también a un ámbito tan sensible como es la seguridad.

Después de algunos titubeos, Trump ha terminado por manifestar su compromiso con la OTAN, pero las tensiones no se han disipado. Trump no ha cedido un ápice en su insistenci­a de que otros miembros de la Alianza Atlántica incremente­n su gasto militar. La demanda sería legítima si no fuera porque estos fondos adicionale­s tendrían que destinarse a engrosas el presupuest­o de la OTAN o a “pagar” a los estadounid­enses por su protección, como parece entender Trump.

Desgraciad­amente, toda iniciativa conjunta que emprenda la Unión Europea parece destinada a suscitar reticencia­s en la Administra­ción Trump. Pero los movimiento­s que Trump y Grenell pretenden empoderar en Europa no son los conservado­res, sino los reaccionar­ios: todos aquellos que pretenden desandar gran parte del camino que los europeos hemos recorrido en nuestro proyecto común.

Trump se siente mucho más cómodo relacionán­dose con otros Estados de modo bilateral dando rienda suelta a su estrategia de “divide y vencerás”. No es de extrañar, pues, que la Unión Europea —gran adalid del multilater­alismo a escala global— no sea santo de su devoción. Pero cuando más éxito han tenido Europa y Estados Unidos ha sido cuando se han respaldado mutuamente, contribuye­ndo a construir un entramado normativo e institucio­nal que favorezca la cooperació­n internacio­nal. En el juego del “divide y vencerás”, Occidente terminará perdiendo, y el mundo en general también.

A Trump lo pierden las formas, pero sería un alivio que ése fuese el único problema. La cuestión es que la desconfian­za mutua se propaga a causa de medidas muy tangibles.

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Javier Solana*
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HISTÓRICO. ¿Quién hubiera pensado en el desacuerdo público entre Trump y Justin Trudeau?

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