Pistas iniciales de un nuevo orden mundial en el arenero de Ucrania
En un pasado no distante, un conflicto como el que presiona hoy en Ucrania podía resolverse con dosis de realismo que preservaran el equilibrio de las potencias involucradas. Así sucedió con la crisis de los misiles de Cuba en 1962. Ni derrotas ni victorias que se reservan a las guerras. Esa salida está hoy obturada.
La tensión en Ucrania crece en su deriva amenazante, debido a que no existe ese punto de equilibrio para ser alcanzado o construido. Es creíble cuando Moscú afirma que no tiene intenciones de invadir Ucrania. Pero hay una certeza: ni Joe Biden, ni Vladimir Putin están en condiciones de hacer tablas en este diferendo.
Solo posiblemente la acción de un tercer socio que “traicione” a ambas veredas, en particular a una de ellas, podría armar un puente cuya estabilidad solo se constatará con el tiempo. Es en lo que se empeñan algunas potencias clave europeas.
Este conflicto pone en discusión la totalidad del orden geopolítico establecido en la posguerra fría. Descubre un mundo en el cual EE.UU. ha perdido la condición de fijar la agenda global. La embestida de Putin es un emergente de esas transformaciones. En esa perspectiva Stephen Collinson escribió en la CNN que “los desafíos a la autoridad de EE.UU. se producen cuando hay una extendida percepción en el extranjero sobre que Washington no es el poder que era en la segunda mitad del siglo pasado”.
Para este analista, los adversarios de EE.UU., Rusia y especialmente China, advierten que la potencia occidental “está exhausta tras 20 años de guerra. Una visión que puede llevar a que se sospeche que Washington podría vacilar en sus obligaciones estratégicas por razones políticas”.
Esta visión esencial, o más bien los esfuerzos de la Casa Blanca para refutarla, es lo que diferencia la actitud norteamericana de la menos beligerante que exhiben las potencias europeas. La UE, hoy en manos de Francia, no tiene nada que demostrar salvo su derecho a una alternativa porque Bruselas también coincide en que EE.UU. no volverá a ser el hegemón de la pasada centuria. Los alemanes, asociados con París, tanto por centroizquierda como centroderecha, coinciden en moderar toda respuesta, incluso por el costo propio que acarrearían las sanciones a Rusia.
Es esa conclusión la que intenta revertir la nueva experiencia demócrata norteamericana construida sobre las fragmentaciones y divisiones que produjo la gestión de Donald Trump y las crisis previas que lo llevaron al poder. Biden está presionado por esa realidad que no le deja espacio para una negociación de equilibrio. No puede permitirse nada diferente que una victoria clara sobre las ínfulas de Putin.
La oposición republicana y en gran medida grandes sectores de su propio partido, se lo exigen y se lo facturarían en caso de que no aproveche esta oportunidad para encender otra vez la mítica “luz en la colina”. En esa línea hay también fundamentalistas con la ensoñación de que un EE.UU. revivido podría subsumir a Rusia y arrebatarle a China su principal socio político y militar como, a la inversa, Kissinger y Nixon hicieron cuando en 1971 se acercaron a Beijing para alejarla de la Moscú soviética.
En ese arenero, a EE.UU. le vale tanto que Putin retroceda como que avance. En ambos puntos, con la sanción o asistiendo a la retirada del enemigo, Washington podrá exhibir la fuerza que busca restaurar. Por eso la respuesta por escrito norteamericana a las demandas de Moscú es limitada y expone a Rusia a dar otro paso al abismo. La nota no cierra el ingreso de Ucrania a la OTAN; descarta un acuerdo para que se retroceda con el “reparto” de las posesiones soviéticas tras el colapso del campo comunista. Y menos aún se detendrá el avance de la Alianza hacia el Este. Ofrece sí acuerdos misilísticos y nucleares de potencia a potencia que existirían de cualquier modo si no hubiera el actual conflicto.
No es lo que necesita Putin, que opera convencido de que EE.UU. atraviesa un trauma similar al que le tocó en su agonía a la Unión Soviética, con una crisis de autoridad doméstica pero también en el exterior. Es interesante observar de qué modo la patria de Putin le describe este escenario tortuoso al ruso de a pie: Ucrania es dibujado como un país fallido controlado por EE.UU.; Europa está desintegrada y sus países son perros falderos de Washington. Norteamérica se encuentra igualmente dividida y colapsada internamente, repiten los noticieros de TV.
Esa conclusión sobre la decadencia norteamericana, aunque se base en algunos elementos evidentes, puede resultar apresurada e imprudente. La historia es pausada en sus transformaciones y demora tanto más en ser definitoria. Tiene aún sentido la antigua broma que se atribuye a Mao Tse Tung que señalaba que la Revolución Francesa fue hace demasiado poco para sacar conclusiones.
Puede comprenderse, incluso por encima de su ilegalidad, que el líder ruso haya anexado en 2014 la Península de Crimea. Es ahí donde se encuentra su mayor base naval, en Sebastopol, y es desde donde se proyecta al Mediterráneo. Había una razón estratégica para ese zarpazo. Pero la tensión que ha creado ahora es diferente y puede volverse en su contra. Una ofensiva militar sobre Ucrania, aunque no lo sea de modo masivo con una legión de tanques al estilo del blitzkrieg nazi como especulan los furibundos anti rusos de Occidente, galvanizaría a los enemigos de Moscú. Contribuiría a resolver o, por lo menos, suspender las divisiones dentro de la Unión Europea y de ese bloque con EE.UU. y le devolvería un sentido a la OTAN que la Alianza viene buscando desde que Trump la transformó en una inútil caja de herramientas. Es más de lo que Occidente hubiera imaginado.
El Financial Times recordaba recientemente, como un ejemplo de estos comportamientos, que las demandas del Kremlin le generan efectos no deseados en el extremo norte de Europa, reviviendo las conversaciones sobre si Finlandia y Suecia deberían unirse a la alianza militar. Estos dos importantes países nórdicos, que renunciaron a su tradicional neutralidad por su pertenencia a la UE y su cláusula de defensa mutua, se han acercado a la OTAN en los últimos años, permitiendo que sus tropas crucen su territorio en momentos de crisis o durante ejercicios.
La Cancillería rusa ha venido reaccionado con el mazo en la mano prometiendo severas consecuencias militares y políticas si se suman a la Alianza occidental, pero Anna Wieslander, directora para el norte de Europa del grupo de expertos estadounidense Atlantic Council, citada por el FT subrayó que son las propias acciones de Rusia las que están empujando los movimientos de esos países.
Ese contexto determina los pasos de Rusia que amenaza pero evita tomar Ucrania. Semejante paso, además del político, implicaría un costo formidable para su economía. Mantener Crimea y sostener a los pro rusos del Este configura ya costos multimillonarios que se suman a la financiación exigente de su maquinaria de guerra, un desafío constante para el limitado PBI ruso que es equivalente a menos de un diez por ciento del norteamericano. Un asalto justificaría la previsible lluvia de sanciones desde toda la vereda occidental que aislaría como nunca antes a la economía rusa. El Kremlin, es cierto, constituye un proveedor central del 40% del gas y 20% del petróleo europeo. Una caja significativa y un dato de poder. Pero esos beneficios pueden disolverse si la crisis lleva por razones estratégicas a descartar esa dependencia.
Europa no quiere llegar a estos límites. Y se desentiende de las agonías y urgencias del liderazgo norteamericano. Busca, en cambio, una solución de equilibro que hasta podría aminorarle costos a Biden ya que no sería su
solución. La UE supone, lo supone el francés Emmanuel Macron, y el nuevo gobierno socialdemócrata alemán de Olaf Scholz, que las cuestiones europeas de seguridad las debe resolver Europa con Moscú. Es sobre lo que Macron intentó convencer este viernes a Putin en una conversación telefónica que dejó abierta la puerta diplomática y el compromiso significativo ruso de hallar una salida entre líneas de la respuesta que le envió EE.UU.
Estas visiones alternativas de la UE no configuran, como insiste la prensa norteamericana, una deslealtad o titubeo por no seguir la agenda de Washington. Las posiciones de Europa emergen también de los cambios en el orden mundial conocido y en gran medida diferirán de las de EE.UU.
Ya hay dispositivos que ignoran el griterío bélico en EE.UU. o del Reino Unido. París y Berlín ya lograron sentar a una mesa a Kiev y Moscú este miércoles en las mismas horas que un grupo de grandes empresarios italianos se saludaban entre sonrisas en el Kremlin con el líder ruso. La restauración al menos de un equilibrio. Se verá si es suficiente.
Este conflicto pone en discusión la totalidad del orden geopolítico establecido en la posguerra fría.